/ domingo 5 de diciembre de 2021

El cumpleaños del perro | El Tecnológico de Ciudad Madero, mi casa eterna

Hace tres de semanas que fui a Tampico, mi amigo Enrique Pumarejo personalmente me paseó (robándole tiempo a su agenda apretada como notario) por lugares de Ciudad Madero y entre ellos, uno entrañable para mí, que es mi alma mater: El Tec de Madero, hoy enfundado en un nombre burocrático como Instituto Tecnológico de México Campus Ciudad Madero.

En el tecnológico cursé el bachillerato (cuando la institución aún albergaba esa modalidad) y posteriormente me titulé de Ingeniero Mecánico. Soy, por lo mismo, uno de los tantos hijos escolares que ha tenido esta magna escuela que por estos días cumple 67 años de su fundación, gracias a las gestiones del insigne ingeniero Luis Hidalgo y Castro quien bien pudiese ser considerado un paladín del impulso de la educación tecnológica en la segunda mitad del siglo pasado.

La única función que tiene el tiempo es pasar, no tiene otra. Ciertamente, ya no somos ni seremos nunca los mismos que cuando éramos, por ejemplo, estudiantes. Pero quedan los recuerdos para armar no el pasado sino las sensaciones que nos ha dejado ese pasado. Y hoy la sensación que tengo es la del hombre que pisó el suelo del Instituto Tecnológico de Ciudad Madero y fue testigo de una porción de su existencia.

Desde que nacemos tenemos muchas deudas con el mundo y con nuestros seres queridos. Aunque, ya más tarde, la deuda se incrementa con los maestros que nos enseñaron, con las escuelas que nos cobijaron. “Somos los libros que leemos”, decía Jorge Luis Borges. Y también somos los maestros que tuvimos y que nos alentaron y nos dieron lo mejor de ellos mismos.

En bachillerato me tocó llevar Cálculo Diferencial con el ingeniero Jesús Garza Whitaker. Aún recuerdo ese día que nos lo presentaron, en sustitución de otro catedrático que había solicitado su cambio de plaza a Cerro Azul. La sola presentación del currículum académico del ingeniero Whitaker era impresionante. El mero hecho de saber que había sido el director más joven del Tec, en 1976, nos ponía frente a un muro.

Las clases del ingeniero Whitaker no eran clases: eran cátedras. El dominio pleno de la materia era abrumadora para un joven de quince años. Hoy, que también soy maestro de Cálculo, con frecuencia recuerdo con cariño a mi entrañable buen maestro Whitaker, del cual, por cierto, tengo una anécdota creo tal vez única en el universo educativo de México y del mundo. Una vez nos citó un primero de enero a las 7 de la mañana –hablo de 1982- para aplicarnos un examen final. Las condiciones en las que llegaron algunos compañeros ya se las han de imaginar.

Los maestros de excelencia son el bálsamo para la mediocridad de la educación de este país. Y el Tec de Madero – a mí me lo pareció siempre- tuvo, durante mi estancia estudiantil, maestros comprometidos que daban un poquitos más de ellos. Me viene a la mente el ingeniero Federico Alonso Valadez quien nos dio Geometría Analítica y que, incluso, nos citaba los sábados para explicarnos los temas que no nos habían quedado claro. Siempre aplaudí el empeño de este maestro que le gustaba vestir de jeans y botas.

Igualmente, otro buen maestro fue el ingeniero Hans Herberg, de origen alemán pero más maderense que la brisa que pega de Miramar. Recuerdo que el maestro Hans, fuera de clases, nos hablaba con admiración, no sé por qué, de Steven Spielberg. La paciencia del ingeniero Hans por atender y corregir nuestros errores en su clase de dibujo fue lo más maravilloso que he visto en maestro alguno.

Ya en la carrera, me tocó el privilegio de ser alumno del ingeniero José Manuel Asomoza Bosque. Me dio la materia de Resistencia de Materiales. El porte, prestancia y claridad del ingeniero Asomoza no las volví encontrar en ningún maestro jamás. Se corría el rumor que él no cobraba sueldo, que lo donaba a no sé qué causa o fundación. Los mejores consejos y tics como futuro ingeniero me los dio, precisamente, el ingeniero Asomoza. Una anécdota. El maestro Asomoza era fan, por decirlo de alguna manera porque siempre nos hablaba de él, del método de Hardy Cross para el cálculo de momentos de estructuras. Pues en cierta ocasión junto a un amigo mío y compañero de clase, el ahora ingeniero Alejandro Elizondo Aceves, me filtré un sábado por la tarde al salón AIII 302 para colocar, en la pared del pizarrón, una placa de metal que Alejandro y yo mandamos hacer con la leyenda: “PARA HARDY CROSS, HONOR A QUIEN HONOR MERECE”.

Ocho años después que egresé supe que la placa seguía allí y que el ingeniero Asomoza, quien nunca supo quién la puso, la presumía con orgullo.

En el tiempo que estudié en el Tec específicamente la carrera de mecánica, la mayoría de los maestros laboraban en la Refinería de Ciudad Madero o eran jubilados de ella. A lo que quiero llegar es que el binomio enseñanza- experiencia fue muy útil para todos nosotros. Muchos de esos maestros, recuerdo especialmente al ingeniero Abarca, llegaban a la clase con planos bajo el brazo o en sus portafolios. Lo que aprendimos digamos de racks de tuberías, isométricos, nivelación de bombas y turbinas fue verdaderamente nutritiva e impagable. ¡Qué bien se cumplía con el propósito del Tecnológico de Ciudad de Madero! El de forjar a futuros ingenieros que posteriormente se incorporarían a la Refinería o las plantas industriales del puerto de Altamira.

Sería ocioso referirse a las materias y, sobre todo, a las carreras impartidas en el Tec Es prácticamente otra institución a la que yo dejé. Tiene otros campus, convenios académicos internacionales más sólidos y fructíferos por demás aleccionares: estancias de catedráticos y de estudiantes en países como Japón, Alemania, Irlanda, Francia, Estados Unidos que nos revelan la dimensión del nivel alcanzado por la máxima institución educativa de esta Urbe Petrolera (¿aún le siguen llamando así a Ciudad Madero?). Solo baste recordar que el Tec ha sido la casa de las ingenierías más representativas de las industrias instaladas tanto en Tampico, Ciudad Madero, Altamira y las huastecas aledañas.

Lo que siempre me llamó la atención del Tecnológico fue que deportistas destacados a nivel nacional e internacional hayan sido sus alumnos, y que en sus instalaciones existiera un Museo de la Cultura Huasteca, amén de que el talento de dos notables maestros, Emilio Benavides, en teatro, y Manuel Barroso, en música, dejaban sus enseñanzas a los alumnos interesados en esas artes.

¿Y dónde están todos esos momentos? Sin duda en la memoria.

Hoy me ha emocionado hablar de una de mis casas morales, el Tec de Madero que se ha convertido, con el paso del tiempo, en una casa eterna a la cual acudo desde la nostalgia para recorrerla, recordarla, añorarla y extrañarla desde eso que el escritor Julio Cortázar llamó “la más profunda piel”…

Hace tres de semanas que fui a Tampico, mi amigo Enrique Pumarejo personalmente me paseó (robándole tiempo a su agenda apretada como notario) por lugares de Ciudad Madero y entre ellos, uno entrañable para mí, que es mi alma mater: El Tec de Madero, hoy enfundado en un nombre burocrático como Instituto Tecnológico de México Campus Ciudad Madero.

En el tecnológico cursé el bachillerato (cuando la institución aún albergaba esa modalidad) y posteriormente me titulé de Ingeniero Mecánico. Soy, por lo mismo, uno de los tantos hijos escolares que ha tenido esta magna escuela que por estos días cumple 67 años de su fundación, gracias a las gestiones del insigne ingeniero Luis Hidalgo y Castro quien bien pudiese ser considerado un paladín del impulso de la educación tecnológica en la segunda mitad del siglo pasado.

La única función que tiene el tiempo es pasar, no tiene otra. Ciertamente, ya no somos ni seremos nunca los mismos que cuando éramos, por ejemplo, estudiantes. Pero quedan los recuerdos para armar no el pasado sino las sensaciones que nos ha dejado ese pasado. Y hoy la sensación que tengo es la del hombre que pisó el suelo del Instituto Tecnológico de Ciudad Madero y fue testigo de una porción de su existencia.

Desde que nacemos tenemos muchas deudas con el mundo y con nuestros seres queridos. Aunque, ya más tarde, la deuda se incrementa con los maestros que nos enseñaron, con las escuelas que nos cobijaron. “Somos los libros que leemos”, decía Jorge Luis Borges. Y también somos los maestros que tuvimos y que nos alentaron y nos dieron lo mejor de ellos mismos.

En bachillerato me tocó llevar Cálculo Diferencial con el ingeniero Jesús Garza Whitaker. Aún recuerdo ese día que nos lo presentaron, en sustitución de otro catedrático que había solicitado su cambio de plaza a Cerro Azul. La sola presentación del currículum académico del ingeniero Whitaker era impresionante. El mero hecho de saber que había sido el director más joven del Tec, en 1976, nos ponía frente a un muro.

Las clases del ingeniero Whitaker no eran clases: eran cátedras. El dominio pleno de la materia era abrumadora para un joven de quince años. Hoy, que también soy maestro de Cálculo, con frecuencia recuerdo con cariño a mi entrañable buen maestro Whitaker, del cual, por cierto, tengo una anécdota creo tal vez única en el universo educativo de México y del mundo. Una vez nos citó un primero de enero a las 7 de la mañana –hablo de 1982- para aplicarnos un examen final. Las condiciones en las que llegaron algunos compañeros ya se las han de imaginar.

Los maestros de excelencia son el bálsamo para la mediocridad de la educación de este país. Y el Tec de Madero – a mí me lo pareció siempre- tuvo, durante mi estancia estudiantil, maestros comprometidos que daban un poquitos más de ellos. Me viene a la mente el ingeniero Federico Alonso Valadez quien nos dio Geometría Analítica y que, incluso, nos citaba los sábados para explicarnos los temas que no nos habían quedado claro. Siempre aplaudí el empeño de este maestro que le gustaba vestir de jeans y botas.

Igualmente, otro buen maestro fue el ingeniero Hans Herberg, de origen alemán pero más maderense que la brisa que pega de Miramar. Recuerdo que el maestro Hans, fuera de clases, nos hablaba con admiración, no sé por qué, de Steven Spielberg. La paciencia del ingeniero Hans por atender y corregir nuestros errores en su clase de dibujo fue lo más maravilloso que he visto en maestro alguno.

Ya en la carrera, me tocó el privilegio de ser alumno del ingeniero José Manuel Asomoza Bosque. Me dio la materia de Resistencia de Materiales. El porte, prestancia y claridad del ingeniero Asomoza no las volví encontrar en ningún maestro jamás. Se corría el rumor que él no cobraba sueldo, que lo donaba a no sé qué causa o fundación. Los mejores consejos y tics como futuro ingeniero me los dio, precisamente, el ingeniero Asomoza. Una anécdota. El maestro Asomoza era fan, por decirlo de alguna manera porque siempre nos hablaba de él, del método de Hardy Cross para el cálculo de momentos de estructuras. Pues en cierta ocasión junto a un amigo mío y compañero de clase, el ahora ingeniero Alejandro Elizondo Aceves, me filtré un sábado por la tarde al salón AIII 302 para colocar, en la pared del pizarrón, una placa de metal que Alejandro y yo mandamos hacer con la leyenda: “PARA HARDY CROSS, HONOR A QUIEN HONOR MERECE”.

Ocho años después que egresé supe que la placa seguía allí y que el ingeniero Asomoza, quien nunca supo quién la puso, la presumía con orgullo.

En el tiempo que estudié en el Tec específicamente la carrera de mecánica, la mayoría de los maestros laboraban en la Refinería de Ciudad Madero o eran jubilados de ella. A lo que quiero llegar es que el binomio enseñanza- experiencia fue muy útil para todos nosotros. Muchos de esos maestros, recuerdo especialmente al ingeniero Abarca, llegaban a la clase con planos bajo el brazo o en sus portafolios. Lo que aprendimos digamos de racks de tuberías, isométricos, nivelación de bombas y turbinas fue verdaderamente nutritiva e impagable. ¡Qué bien se cumplía con el propósito del Tecnológico de Ciudad de Madero! El de forjar a futuros ingenieros que posteriormente se incorporarían a la Refinería o las plantas industriales del puerto de Altamira.

Sería ocioso referirse a las materias y, sobre todo, a las carreras impartidas en el Tec Es prácticamente otra institución a la que yo dejé. Tiene otros campus, convenios académicos internacionales más sólidos y fructíferos por demás aleccionares: estancias de catedráticos y de estudiantes en países como Japón, Alemania, Irlanda, Francia, Estados Unidos que nos revelan la dimensión del nivel alcanzado por la máxima institución educativa de esta Urbe Petrolera (¿aún le siguen llamando así a Ciudad Madero?). Solo baste recordar que el Tec ha sido la casa de las ingenierías más representativas de las industrias instaladas tanto en Tampico, Ciudad Madero, Altamira y las huastecas aledañas.

Lo que siempre me llamó la atención del Tecnológico fue que deportistas destacados a nivel nacional e internacional hayan sido sus alumnos, y que en sus instalaciones existiera un Museo de la Cultura Huasteca, amén de que el talento de dos notables maestros, Emilio Benavides, en teatro, y Manuel Barroso, en música, dejaban sus enseñanzas a los alumnos interesados en esas artes.

¿Y dónde están todos esos momentos? Sin duda en la memoria.

Hoy me ha emocionado hablar de una de mis casas morales, el Tec de Madero que se ha convertido, con el paso del tiempo, en una casa eterna a la cual acudo desde la nostalgia para recorrerla, recordarla, añorarla y extrañarla desde eso que el escritor Julio Cortázar llamó “la más profunda piel”…