/ domingo 24 de julio de 2022

El cumpleaños del perro | La estupefacción de la nostalgia no siempre es genuina

Caigo y caigo. Nada ni nadie detiene mi caída. La estupefacción de la nostalgia no siempre es genuina porque el insomnio es un “agente del caos”.

Tampico es libertad dolorosa para quien no tiene asegurado un empleo. Es ácido en el albedrío, urgencia por la evasión.

Tampico es jauría de deseos inhóspitos, prurito por cielos enmielados con lágrimas viudas.

Tampico es la fábula de los que ya se fueron y dejaron el apetito de pretéritos desmayados en la avenida Hidalgo o la zona del Triángulo.

Tampico constata el huapango huérfano del puerto cuando duermen, desvalidas e hirsutas, las ilusiones por el regreso del beisbol – ¡sí, en el Parque Alijadores!

¿Qué tiene una ciudad para no irnos de ella? ¿Qué cuentos nos cuenta, qué promesas de marineros y princesa desvalidas nos abre, como capullo, frente a nuestros ojos?

Caminar por Tampico es constatar que la vida se transmuta en calles, en edificios, monumentos y esquinas veloces con recuerdos lentos. Allá está una estatura de Porfirio Díaz, y acá una de Humphrey Bogart; acullá, de Pepito el Terrestre…

Me duele todo. El sólo hecho de existir es doloroso porque contra uno actúa la naturaleza y contra ella, lo sabemos, nunca podremos.

En una de las secuencias más célebres del cine, la matanza en la escalinata del puerto de Odessa, de “El Acorazado Potemkin”/ Serguei Eisenstein-1925, una mujer carga el cuerpo de su hijo yerto y, en talante desafiante, camina hacia las tropas de Zar. El dolor explayado en el rostro de la mujer es conmovedor.

En “El Padrino III”/ 1990, de Francis Ford Coppola (curiosamente también en una escalinata), el dolor en el llanto ahogado de Michael Corleone/ Al Pacino, al ver a su hija muerta, es lastimero.

El dolor es lo más humano que existe. Por el dolor entramos y traspasamos una puerta que nos muestra el paisaje más desolador que pueda existir.

Al dolor lo podemos sentar en las rodillas –a la manera de Rimbaud- pero no sé si podamos encontrar belleza en él.

El dolor viene de adentro, desde la víscera, desde ese rincón donde Dios es extranjero.

El dolor nos acerca a nosotros mismos; también nos aparta.

No hay mayor dolor, se sabe, que el de perder a un hijo. Aunque el mayor dolor sea el no haber hecho nada con la vida que nos tocó vivir.

El dolor es lo más antiguo que existe. Es una voluntad de sobrevivencia y es fuente del arte.

Al dolor, como al cielo, no se le aprehende porque somos pequeños. Nadie es más grande que el dolor.

El dolor nos recuerda que no somos inmortales, que el sol no nos será sempiterno.

El dolor nos dice que algo está vivo aún. La muerte, fin del dolor, nos enseña que nacemos para el dolor.

Si creemos que el dolor es de los otros por el simple hecho de que no nos toca, ¿dónde está entonces la condición humana? El dolor es lo más humano que existe.

Pero el dolor tiene un hálito poderoso: la animalidad. El dolor es irracional, desbocado, total. Nos deja mudos, sin herencia de ánimo. Nos aparta de la miel y el sombrero, del canto y del podio.

El dolor es historia, sangre, uva y agua. Mineral y vena, el dolor es terrible, ateo, bestia, pero es sagrado porque establece un diálogo con la trascendencia y, como anota Ernesto Sabato “rompe el tiempo”.

El dolor mata al orgullo.

Por el dolor quizá por única ocasión el hombre es superior a cualquier dios.

El dolor también es pasión, sufrimiento que hace pensar que la eternidad duele.

Por el dolor se derrumba el imperio de nuestro yo.

En las ruinas no hay ya dolor: hay paz. (El dolor siempre, siempre es una guerra entre la carne y el espíritu.)

El dolor nos une y nos enseña lo irrefutable: somos temporales. Cualquier edad es motivo de dolor. El pasado es dolor…

El dolor es secreto y artero. El rostro, los ojos –esas bíblicas ventanas del alma- son los delatores del dolor.

El dolor es memoria, prolongación y petrificación de la carne.

El dolor es conocimiento porque nos acerca a lo miserable y transitorio de la condición humana. Lo temporal es ruin, absurdo, ambiguo. El tiempo es el lenguaje del dolor.

La palabra calma y, a veces –con la poesía-, vence al dolor. (La palabra le da un rumbo al sinsentido de la vida.)

Nadie puede decir que no conoce al dolor porque es parte de la vida.

¿Qué será más doloroso: callar o delatar la incomodidad del espíritu?

Tampico me duele porque la amo. Tampico en la sangre, en la memoria, en la piel y en el nombre de mi madre. Tampico como origen bastardo y moneda invaluable. Humedad de años en una casa de madera aguardando la fuga existencial. Detritus de sueños en un patio de árboles de nogal, plátanos, aguacate y el verano derretido en la mente como ilusión de pobre.

A Tampico lo llevo conmigo porque lo amo y lo odio. Las ciudades son nuestros padres afectivos: al paso del tiempo las dejamos pero ellas - fieles y amorosas - se nos impregnan en los recuerdos.

Tampico en el pensamiento y en las tardes de beisbol en la calle Monterrey con Chuy Tamez, el Loco Félix, Doroteo y muchos de la cuadra. Tampico en la nostalgia y en la salida de la Secundaria Uno, bajando por la Linares donde antes era un rastro y ahora es una burocrática Casa de Cultura, hacia mi casa donde mi madre me esperaba con la comida ya hecha mientras yo prendía el televisor para ver la repetición del juego dominical del Tampico- Madero.

Caer, siempre caer es el destino irremediable de todos los seres…

Caigo y caigo. Nada ni nadie detiene mi caída. La estupefacción de la nostalgia no siempre es genuina porque el insomnio es un “agente del caos”.

Tampico es libertad dolorosa para quien no tiene asegurado un empleo. Es ácido en el albedrío, urgencia por la evasión.

Tampico es jauría de deseos inhóspitos, prurito por cielos enmielados con lágrimas viudas.

Tampico es la fábula de los que ya se fueron y dejaron el apetito de pretéritos desmayados en la avenida Hidalgo o la zona del Triángulo.

Tampico constata el huapango huérfano del puerto cuando duermen, desvalidas e hirsutas, las ilusiones por el regreso del beisbol – ¡sí, en el Parque Alijadores!

¿Qué tiene una ciudad para no irnos de ella? ¿Qué cuentos nos cuenta, qué promesas de marineros y princesa desvalidas nos abre, como capullo, frente a nuestros ojos?

Caminar por Tampico es constatar que la vida se transmuta en calles, en edificios, monumentos y esquinas veloces con recuerdos lentos. Allá está una estatura de Porfirio Díaz, y acá una de Humphrey Bogart; acullá, de Pepito el Terrestre…

Me duele todo. El sólo hecho de existir es doloroso porque contra uno actúa la naturaleza y contra ella, lo sabemos, nunca podremos.

En una de las secuencias más célebres del cine, la matanza en la escalinata del puerto de Odessa, de “El Acorazado Potemkin”/ Serguei Eisenstein-1925, una mujer carga el cuerpo de su hijo yerto y, en talante desafiante, camina hacia las tropas de Zar. El dolor explayado en el rostro de la mujer es conmovedor.

En “El Padrino III”/ 1990, de Francis Ford Coppola (curiosamente también en una escalinata), el dolor en el llanto ahogado de Michael Corleone/ Al Pacino, al ver a su hija muerta, es lastimero.

El dolor es lo más humano que existe. Por el dolor entramos y traspasamos una puerta que nos muestra el paisaje más desolador que pueda existir.

Al dolor lo podemos sentar en las rodillas –a la manera de Rimbaud- pero no sé si podamos encontrar belleza en él.

El dolor viene de adentro, desde la víscera, desde ese rincón donde Dios es extranjero.

El dolor nos acerca a nosotros mismos; también nos aparta.

No hay mayor dolor, se sabe, que el de perder a un hijo. Aunque el mayor dolor sea el no haber hecho nada con la vida que nos tocó vivir.

El dolor es lo más antiguo que existe. Es una voluntad de sobrevivencia y es fuente del arte.

Al dolor, como al cielo, no se le aprehende porque somos pequeños. Nadie es más grande que el dolor.

El dolor nos recuerda que no somos inmortales, que el sol no nos será sempiterno.

El dolor nos dice que algo está vivo aún. La muerte, fin del dolor, nos enseña que nacemos para el dolor.

Si creemos que el dolor es de los otros por el simple hecho de que no nos toca, ¿dónde está entonces la condición humana? El dolor es lo más humano que existe.

Pero el dolor tiene un hálito poderoso: la animalidad. El dolor es irracional, desbocado, total. Nos deja mudos, sin herencia de ánimo. Nos aparta de la miel y el sombrero, del canto y del podio.

El dolor es historia, sangre, uva y agua. Mineral y vena, el dolor es terrible, ateo, bestia, pero es sagrado porque establece un diálogo con la trascendencia y, como anota Ernesto Sabato “rompe el tiempo”.

El dolor mata al orgullo.

Por el dolor quizá por única ocasión el hombre es superior a cualquier dios.

El dolor también es pasión, sufrimiento que hace pensar que la eternidad duele.

Por el dolor se derrumba el imperio de nuestro yo.

En las ruinas no hay ya dolor: hay paz. (El dolor siempre, siempre es una guerra entre la carne y el espíritu.)

El dolor nos une y nos enseña lo irrefutable: somos temporales. Cualquier edad es motivo de dolor. El pasado es dolor…

El dolor es secreto y artero. El rostro, los ojos –esas bíblicas ventanas del alma- son los delatores del dolor.

El dolor es memoria, prolongación y petrificación de la carne.

El dolor es conocimiento porque nos acerca a lo miserable y transitorio de la condición humana. Lo temporal es ruin, absurdo, ambiguo. El tiempo es el lenguaje del dolor.

La palabra calma y, a veces –con la poesía-, vence al dolor. (La palabra le da un rumbo al sinsentido de la vida.)

Nadie puede decir que no conoce al dolor porque es parte de la vida.

¿Qué será más doloroso: callar o delatar la incomodidad del espíritu?

Tampico me duele porque la amo. Tampico en la sangre, en la memoria, en la piel y en el nombre de mi madre. Tampico como origen bastardo y moneda invaluable. Humedad de años en una casa de madera aguardando la fuga existencial. Detritus de sueños en un patio de árboles de nogal, plátanos, aguacate y el verano derretido en la mente como ilusión de pobre.

A Tampico lo llevo conmigo porque lo amo y lo odio. Las ciudades son nuestros padres afectivos: al paso del tiempo las dejamos pero ellas - fieles y amorosas - se nos impregnan en los recuerdos.

Tampico en el pensamiento y en las tardes de beisbol en la calle Monterrey con Chuy Tamez, el Loco Félix, Doroteo y muchos de la cuadra. Tampico en la nostalgia y en la salida de la Secundaria Uno, bajando por la Linares donde antes era un rastro y ahora es una burocrática Casa de Cultura, hacia mi casa donde mi madre me esperaba con la comida ya hecha mientras yo prendía el televisor para ver la repetición del juego dominical del Tampico- Madero.

Caer, siempre caer es el destino irremediable de todos los seres…