/ domingo 28 de marzo de 2021

El cumpleaños del perro | La muerte en tres tiempos

Para la literatura, la muerte no existe. Son requisitos indispensables (para que se activen los mecanismos que constituyen a la literatura: la anécdota, la fábula y la palabra manipulada por la ficción) que absolutos como la muerte, Dios y el Tiempo sean condicionantes relativas.

Desde su concepto como fenómeno biológico, la muerte es incontestable. A diferencia de la filosofía que explica y justifica a la muerte, la literatura la contiene, la maniata, la hace estallar en fragmentos que al volverlos armar, trazan nuestro rostro.

La poesía ha sido el vehículo más utilizado por los grandes autores para recorrer las veredas del Hades. La poesía es el segmento del pensamiento literario que permite descifrar a la muerte, acercándola, mediante la ficción, a la alegoría o la fábula.

La poesía es el idioma con el que ha hablado la muerte. Acaso, ¿no es poesía la Biblia, la Comedia de Dante, el Popol Vuh prehispánico, la Odisea homérica, los poemas sumerios consagrados a Gilgamesh, el Libro de los Muertos de los egipcios, el Ramayana y Mahabhárata hindúes o el Canto de los Nibelungos de los germánicos?

En estos textos inmensos, mediante la poesía, el mundo ha sido creado, construido según las tradiciones antiguas, apoyados en algunas mitologías. Si el mundo ha sido creado es por la palabra. San Juan en su Evangelio dice: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios”. ¿Qué es el verbo sino palabra? Literatura, la vida misma.

Para existir necesitamos nombrar, porque somos seres hechos de palabras, verbo e instante. Y al nombrarnos alguien nos resucita, nos da vida. La muerte es silencio, pero también es pausa, reposo que puede durar la eternidad de un momento o la fugacidad de un siglo. T.S. Eliot nos lo dijo: “En mi principio está mi fin”. La palabra es una dualidad: vida y muerte.

1.- La muerte es una zona, un espacio donde la abstracción, la imaginación, la ficción y la realidad son los puntos cardinales que la sitúan y extravían. Localizable y oculta, la muerte es la verdad más humana que existe: TODOS VAMOS A MORIR. Ante esto, la muerte conserva su calidad de absoluto que, a diferencia de Dios -que requiere para su status de categórico la creencia en Él-, la muerte es verídica, ¿y cuándo lo es? Volviendo a Pessoa: “La muerte cesa si para nosotros cesa”.

¿Es irrefutable la muerte? Bajo una perspectiva científica sí. Nadie ha regresado de una muerte clínica para testimoniar las regiones de otra vida. Si no hay argumentos para combatirla, al menos se le ahuyenta para acudir a sus contrapartes y complementos: Dios y el Amor.

Si algo nos salvará de la muerte es el amor. Si no nos salva nos otorga la voz sin miedo para nombrarla, para disolverla en el cosmos individual que somos cada uno; la memoria que somos.

2.- La canción mexicana, que contiene sobrada dosis de poesía, a través de José Alfredo Jiménez dice: “Comienza la vida siempre llorando/ y así, llorando, se acaba;/ por eso es que en este mundo,/ la vida no vale nada”, que a su vez, hace comunión con estos versos aztecas: “No es verdad que vivimos/ no es verdad que duramos/ en la tierra”.

¿Cuánto vale la vida? ¿Cuánto vale la muerte? ¿Puede aprehenderse el mar? Poéticamente sí, en este verso de Bécquer: “Las lágrimas son agua y van al mar” O en los siguientes de Manrique: “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir”.

La muerte, ¿tiene valor? El valor está en función de la vida misma, en la función social, incluso. En la Nueva España cuando los nobles morían, las campanadas doblaban a duelo para avisar a la ciudad del deceso. Se daban tres badajadas si el difunto era varón, dos si era mujer y uno si se trataba de un infante.

Muda, sin error de cálculo, la muerte llega y, parafraseando a Rimbaud, la sentamos en las rodillas para hablar con ella. No la oímos, no al menos en esta vida. Sólo la literatura tiene la licencia vedada para la ciencia, la tecnología y la religión, y es la de poder dialogar con ella, la muerte.

Dante, en su Comedia, trasciende a la muerte en una zona de círculos y anillos fantasmales. Pide permiso y tiene permiso para meterse a su territorio. Porque la literatura (concretamente la poesía) no necesita pasaporte para pisar el suelo de la muerte. Su única licencia es la imaginación.

Ya sea en sus reinos (el país de los Nibelungos), en sus comarcas (la Comala de Rulfo donde la vida es la intrusa), en sus regiones mitológicas (el Hades, la Morada de los Muertos), en sus territorios sin catastros (el Edén, el Quiché, el Xólotl, el Nirvana) o en la subjetividad del hombre mismo, la muerte habita y transita, se refocila y lanza sus epigramas mortuorios; pero, ¿cómo se llama, cómo nombrarla?

En boca de un personaje, Virginia Wolf pregunta: “¿Con qué nombre tenemos que llamar a la muerte?” Necesitamos un lenguaje elemental, sabio, como el que usan los amantes para nombrarla.

¿Es condición mortal la del amor? La respuesta no está en el aire, ni en el humo de un cigarrillo, ni en la luz de la pantalla de una lap top, está allí mismo, en su fuente original: el hombre. Dice la letra del bolero de Álvaro Carrillo: “Quien no ha amado/ que no diga nunca que vivió jamás.”

3.- ¿Qué nos inmortaliza? La palabra, la literatura. Petrarca a su Laura, Dante a su Beatriz y nosotros, ¿a quién? A nosotros mismos.

¿Existimos o sólo somos un sueño, como lo escribiera hace cuatro siglos Calderón de la Barca? Si la vida es sueño, ¿qué es la muerte? Estos versos aztecas nos lo dicen: “Sólo venimos a dormir,/ sólo venimos a soñar”.

Sin embargo, si somos temporales, ¿de qué está hecha la muerte? El material de la muerte es el olvido, la desmemoria, la indiferencia, el recuerdo y el sueño. Aunque para morir no hay que morir clínicamente. Sin advertirlo, somos partícipes de muchas maneras de “muertes”. La muerte es idea y es biología. Pero existe un fenómeno interesante que nos proyecta a otro tipo de muerte: la traducción.

En su acepción etimológica, traducir es trasladar, mudar, copiar, trocar, convertir, hacer pasar de un lugar a otro. Pero traducir es morir. En Eclesiástico 44, 16, se dice: “Enoch agradó a Dios y fue trasladado al paraíso.” Pero también sorprende y sirve de apoyo el Segundo Canto del Infierno, de la Comedia de Dante donde se lee: “Dices que Silvio todavía mortal se trasladó al mundo eterno, y se trasladó corporalmente.”

Somos seres que nos trasladamos y nos trasladan, ¿Quién es el traductor? La respuesta quizás nunca la lleguemos a saber. ¿Es invencible la muerte? Literariamente sí, Entremos en Quevedo, quien no sólo la venció y la transgredió sino que la puso en su evidencia más ridícula, haciéndola relativa. Quevedo propone el triunfo del amor sobre la muerte en su famoso soneto “Amor constante más allá de la muerte”.

Polvo somos y en polvo nos convertiremos, dice la Biblia. Quevedo refuta con su hermoso soneto: “mas polvo enamorado”… El triunfo del amor sobre la muerte. Porque, hasta el momento, el único antídoto contra la muerte es el amor…

Para la literatura, la muerte no existe. Son requisitos indispensables (para que se activen los mecanismos que constituyen a la literatura: la anécdota, la fábula y la palabra manipulada por la ficción) que absolutos como la muerte, Dios y el Tiempo sean condicionantes relativas.

Desde su concepto como fenómeno biológico, la muerte es incontestable. A diferencia de la filosofía que explica y justifica a la muerte, la literatura la contiene, la maniata, la hace estallar en fragmentos que al volverlos armar, trazan nuestro rostro.

La poesía ha sido el vehículo más utilizado por los grandes autores para recorrer las veredas del Hades. La poesía es el segmento del pensamiento literario que permite descifrar a la muerte, acercándola, mediante la ficción, a la alegoría o la fábula.

La poesía es el idioma con el que ha hablado la muerte. Acaso, ¿no es poesía la Biblia, la Comedia de Dante, el Popol Vuh prehispánico, la Odisea homérica, los poemas sumerios consagrados a Gilgamesh, el Libro de los Muertos de los egipcios, el Ramayana y Mahabhárata hindúes o el Canto de los Nibelungos de los germánicos?

En estos textos inmensos, mediante la poesía, el mundo ha sido creado, construido según las tradiciones antiguas, apoyados en algunas mitologías. Si el mundo ha sido creado es por la palabra. San Juan en su Evangelio dice: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios”. ¿Qué es el verbo sino palabra? Literatura, la vida misma.

Para existir necesitamos nombrar, porque somos seres hechos de palabras, verbo e instante. Y al nombrarnos alguien nos resucita, nos da vida. La muerte es silencio, pero también es pausa, reposo que puede durar la eternidad de un momento o la fugacidad de un siglo. T.S. Eliot nos lo dijo: “En mi principio está mi fin”. La palabra es una dualidad: vida y muerte.

1.- La muerte es una zona, un espacio donde la abstracción, la imaginación, la ficción y la realidad son los puntos cardinales que la sitúan y extravían. Localizable y oculta, la muerte es la verdad más humana que existe: TODOS VAMOS A MORIR. Ante esto, la muerte conserva su calidad de absoluto que, a diferencia de Dios -que requiere para su status de categórico la creencia en Él-, la muerte es verídica, ¿y cuándo lo es? Volviendo a Pessoa: “La muerte cesa si para nosotros cesa”.

¿Es irrefutable la muerte? Bajo una perspectiva científica sí. Nadie ha regresado de una muerte clínica para testimoniar las regiones de otra vida. Si no hay argumentos para combatirla, al menos se le ahuyenta para acudir a sus contrapartes y complementos: Dios y el Amor.

Si algo nos salvará de la muerte es el amor. Si no nos salva nos otorga la voz sin miedo para nombrarla, para disolverla en el cosmos individual que somos cada uno; la memoria que somos.

2.- La canción mexicana, que contiene sobrada dosis de poesía, a través de José Alfredo Jiménez dice: “Comienza la vida siempre llorando/ y así, llorando, se acaba;/ por eso es que en este mundo,/ la vida no vale nada”, que a su vez, hace comunión con estos versos aztecas: “No es verdad que vivimos/ no es verdad que duramos/ en la tierra”.

¿Cuánto vale la vida? ¿Cuánto vale la muerte? ¿Puede aprehenderse el mar? Poéticamente sí, en este verso de Bécquer: “Las lágrimas son agua y van al mar” O en los siguientes de Manrique: “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir”.

La muerte, ¿tiene valor? El valor está en función de la vida misma, en la función social, incluso. En la Nueva España cuando los nobles morían, las campanadas doblaban a duelo para avisar a la ciudad del deceso. Se daban tres badajadas si el difunto era varón, dos si era mujer y uno si se trataba de un infante.

Muda, sin error de cálculo, la muerte llega y, parafraseando a Rimbaud, la sentamos en las rodillas para hablar con ella. No la oímos, no al menos en esta vida. Sólo la literatura tiene la licencia vedada para la ciencia, la tecnología y la religión, y es la de poder dialogar con ella, la muerte.

Dante, en su Comedia, trasciende a la muerte en una zona de círculos y anillos fantasmales. Pide permiso y tiene permiso para meterse a su territorio. Porque la literatura (concretamente la poesía) no necesita pasaporte para pisar el suelo de la muerte. Su única licencia es la imaginación.

Ya sea en sus reinos (el país de los Nibelungos), en sus comarcas (la Comala de Rulfo donde la vida es la intrusa), en sus regiones mitológicas (el Hades, la Morada de los Muertos), en sus territorios sin catastros (el Edén, el Quiché, el Xólotl, el Nirvana) o en la subjetividad del hombre mismo, la muerte habita y transita, se refocila y lanza sus epigramas mortuorios; pero, ¿cómo se llama, cómo nombrarla?

En boca de un personaje, Virginia Wolf pregunta: “¿Con qué nombre tenemos que llamar a la muerte?” Necesitamos un lenguaje elemental, sabio, como el que usan los amantes para nombrarla.

¿Es condición mortal la del amor? La respuesta no está en el aire, ni en el humo de un cigarrillo, ni en la luz de la pantalla de una lap top, está allí mismo, en su fuente original: el hombre. Dice la letra del bolero de Álvaro Carrillo: “Quien no ha amado/ que no diga nunca que vivió jamás.”

3.- ¿Qué nos inmortaliza? La palabra, la literatura. Petrarca a su Laura, Dante a su Beatriz y nosotros, ¿a quién? A nosotros mismos.

¿Existimos o sólo somos un sueño, como lo escribiera hace cuatro siglos Calderón de la Barca? Si la vida es sueño, ¿qué es la muerte? Estos versos aztecas nos lo dicen: “Sólo venimos a dormir,/ sólo venimos a soñar”.

Sin embargo, si somos temporales, ¿de qué está hecha la muerte? El material de la muerte es el olvido, la desmemoria, la indiferencia, el recuerdo y el sueño. Aunque para morir no hay que morir clínicamente. Sin advertirlo, somos partícipes de muchas maneras de “muertes”. La muerte es idea y es biología. Pero existe un fenómeno interesante que nos proyecta a otro tipo de muerte: la traducción.

En su acepción etimológica, traducir es trasladar, mudar, copiar, trocar, convertir, hacer pasar de un lugar a otro. Pero traducir es morir. En Eclesiástico 44, 16, se dice: “Enoch agradó a Dios y fue trasladado al paraíso.” Pero también sorprende y sirve de apoyo el Segundo Canto del Infierno, de la Comedia de Dante donde se lee: “Dices que Silvio todavía mortal se trasladó al mundo eterno, y se trasladó corporalmente.”

Somos seres que nos trasladamos y nos trasladan, ¿Quién es el traductor? La respuesta quizás nunca la lleguemos a saber. ¿Es invencible la muerte? Literariamente sí, Entremos en Quevedo, quien no sólo la venció y la transgredió sino que la puso en su evidencia más ridícula, haciéndola relativa. Quevedo propone el triunfo del amor sobre la muerte en su famoso soneto “Amor constante más allá de la muerte”.

Polvo somos y en polvo nos convertiremos, dice la Biblia. Quevedo refuta con su hermoso soneto: “mas polvo enamorado”… El triunfo del amor sobre la muerte. Porque, hasta el momento, el único antídoto contra la muerte es el amor…