/ lunes 25 de enero de 2021

El cumpleaños del perro | Laberinto de luz

Decir mujer en el arte es decir origen carnal, Delfos de la belleza, amanecer de los sentidos y la vida. Desnudar la luz es el acto primigenio de la belleza. Una mujer desnuda tiene la piel tatuada de luz, una luz que no interroga, sino que se somete al imperio de ella.

Al tomar una fotografía estamos ante un acto artístico puesto que removemos nuestra parte sensible y al hacerlo es el espíritu humano quien le concede a la fotografía (como obra) el rango de creación estética.

Pero, ¿qué hace a una obra de arte: el hombre o es la naturaleza en sí misma ya una obra de arte? Aún más, si la acción filosófica es meramente del raciocinio, ¿no hay belleza en la naturaleza sino hasta que le sea conferida por el hombre?

Se crea con lo que se vive, se ve, se siente; con lo que nos duele y nos alegra. Se crea porque nos molesta el hecho de ser mortales y es, precisamente, la creación artística una de las respuestas que tenemos para trascender.

La labor de todo artista genuino es la de traducir en códigos de la estética los contornos vitales del hombre con la intención genésica de la penetración ontológica. La música, el movimiento, las palabras se diluyen en una sinfonía depurada de ritmos y sonoridades auditivas y visuales. El arte es la domesticación del instante, sí, pero también de la naturaleza.

Si nos ajustamos a líneas filosóficas, se podría apuntar que la creación verdadera mana de una búsqueda con conocimiento bajo una sujeción sistemática. De ser así, ¿qué lugar ocuparía el relámpago de la epifanía que azota al artista y que desde siempre se le ha llamado inspiración? De acuerdo, hay la monserga aquella de que noventa y nueve por ciento es trabajo y el uno por ciento lo otorga la musa. Sólo que estaríamos metiendo en un mismo saco a la ciencia y al arte cuando debemos estar conscientes que la diferencia entre ambas es que la primera no elabora materialmente sus leyes, en cambio, el arte sí.

La obra de arte debe justificarse en términos espirituales y mantener un principio de discontinuidad para poder permitir que exista la ruptura y, paradójicamente, la continuidad (lo que Octavio Paz denominaba la tradición).

Las mujeres en la antigüedad griega se bañaban en ambrosía y aceites olorosos; las mujeres desnudas en una fotografía se bañan en eternos instantes de luz, porque eso es la fotografía: la luminosa eternidad de un instante que dialoga con el ojo del espectador y nos adentra a un laberinto de luz donde nuestro ojo, cuál moderno Teseo guiado por el hilo de Ariadna, nos lleva hacia el centro no para mostrarnos minotauros sino algo esencial y perenne: la mujer, la luz de este mundo…

Decir mujer en el arte es decir origen carnal, Delfos de la belleza, amanecer de los sentidos y la vida. Desnudar la luz es el acto primigenio de la belleza. Una mujer desnuda tiene la piel tatuada de luz, una luz que no interroga, sino que se somete al imperio de ella.

Al tomar una fotografía estamos ante un acto artístico puesto que removemos nuestra parte sensible y al hacerlo es el espíritu humano quien le concede a la fotografía (como obra) el rango de creación estética.

Pero, ¿qué hace a una obra de arte: el hombre o es la naturaleza en sí misma ya una obra de arte? Aún más, si la acción filosófica es meramente del raciocinio, ¿no hay belleza en la naturaleza sino hasta que le sea conferida por el hombre?

Se crea con lo que se vive, se ve, se siente; con lo que nos duele y nos alegra. Se crea porque nos molesta el hecho de ser mortales y es, precisamente, la creación artística una de las respuestas que tenemos para trascender.

La labor de todo artista genuino es la de traducir en códigos de la estética los contornos vitales del hombre con la intención genésica de la penetración ontológica. La música, el movimiento, las palabras se diluyen en una sinfonía depurada de ritmos y sonoridades auditivas y visuales. El arte es la domesticación del instante, sí, pero también de la naturaleza.

Si nos ajustamos a líneas filosóficas, se podría apuntar que la creación verdadera mana de una búsqueda con conocimiento bajo una sujeción sistemática. De ser así, ¿qué lugar ocuparía el relámpago de la epifanía que azota al artista y que desde siempre se le ha llamado inspiración? De acuerdo, hay la monserga aquella de que noventa y nueve por ciento es trabajo y el uno por ciento lo otorga la musa. Sólo que estaríamos metiendo en un mismo saco a la ciencia y al arte cuando debemos estar conscientes que la diferencia entre ambas es que la primera no elabora materialmente sus leyes, en cambio, el arte sí.

La obra de arte debe justificarse en términos espirituales y mantener un principio de discontinuidad para poder permitir que exista la ruptura y, paradójicamente, la continuidad (lo que Octavio Paz denominaba la tradición).

Las mujeres en la antigüedad griega se bañaban en ambrosía y aceites olorosos; las mujeres desnudas en una fotografía se bañan en eternos instantes de luz, porque eso es la fotografía: la luminosa eternidad de un instante que dialoga con el ojo del espectador y nos adentra a un laberinto de luz donde nuestro ojo, cuál moderno Teseo guiado por el hilo de Ariadna, nos lleva hacia el centro no para mostrarnos minotauros sino algo esencial y perenne: la mujer, la luz de este mundo…