/ domingo 20 de junio de 2021

El cumpleaños del perro | Las entrañas de un libro

Un libro, por naturaleza, debe nacer de las entrañas del autor. La gestación del libro es un proceso donde se vacía el escritor, donde deja las vísceras de sus preocupaciones racionales. Y, de este modo, podríamos llamar con algún dejo de precisión que el autor nos ha proporcionado algo o mucho de su apuesta creativa.

Tengo amigos académicos con ostentosos doctorados que consiguieron, sin duda, para su “sobrevivencia” en la nómina de equis institución educativa y que se ven forzados, por lo mismo, a escribir algún libro. Y he de decir que leer el libro de un académico es, por decir lo menos, soporífero porque no lo hacen desde la intuición literaria sino desde el ardid de la estructura, de la demostración de una hipótesis.

Elías Canetti, en su obra “La provincia del hombre” (Carnet de notas 1942- 1972) anota algo muy interesante acerca de los libros. Es como si los comparara al bouquet de los buenos vinos: mientras más tiempo pase, el olor tendrá mayor valor. Aquí una trozo de Canetti: “Hay libros que tenemos a nuestro lado veinte años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos, que los llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque haya muy poco sitio, y que tal vez hojeamos en el momento de sacarlos de la maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque sólo sea una frase completa. Luego, al cabo de veinte años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéramos bajo la presión de un operativo superior, no podemos hacer otra cosa que coger un libro de estos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo: este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los veinte años transcurridos en los que ha vivido mudo a nuestro lado. No hubiera podido decir tantas cosas si no hubiera estado mudo durante este tiempo, y qué imbécil se atrevería a afirmar que en el libro hubo siempre lo mismo”.

Un libro cae, tarde que temprano, por su propio peso. Es decir, el efecto literario o moral del mismo nos alcanza para penetrar interiormente con significados diversos, no solo por la obvia aprehensión de cada lector sino por algo más hondo: por lo que le dice (y sigue diciendo) a través de los años no del libro, del lector. Porque siempre se ha despotricado con la expresión de que los libros envejecen; pienso que es cierto, pero también hay que considerar otra inobjetable realidad: el envejecimiento de los lectores no en el sentido meramente físico sino intelectual.

Las lecturas de la niñez no son las mismas que las que tenemos en la edad adulta. ¿Por qué? Porque tenemos los intereses vitales en asuntos ramificados, extenuados en la rutina de una vida.

Sin embargo, como apunta Canetti, un libro puede llegar a ser una revelación: el de la vida que se nos está yendo a cada instante.

De a poco, como todo en la vida al parecer, se va yendo y no queda sino el vestigio o el rastro (programado o no) de una existencia. En la literatura el libro ha sido el cordón umbilical entre el conocimiento y la transmisión del mismo hacia el hombre de cualquier época.

Amén de la obra en sí, publicada, impresa, corpórea, cuyo destino final es la lectura y nada más, queda empero la contundencia paralela (y agregaría: sustancial) de lo leído. Así, por ejemplo, de las historias adjudicadas a “Las mil y una noches” o de los cuentos de Rulfo o las novelas de Saul Bellow, la extrapolación intelectual y de vida que nos dejan como lector dichos textos es, de veras, fundacional subjetivamente hablando.

Solo que en cada libro (no sé si sea ya costumbre empolvada o infrecuente) nos enfrentábamos a un auténtico plus editorial: el prólogo que, en sí mismo, era muchas de las veces (según el autor del mismo) una atracción equiparable al escritor leído. Pero, qué decir cuando quien prologa se llama Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes, T.S. Eliot, Sergio Pitol, Menéndez Pelayo (y los memorables de Porrúa en la colección “Sepan cuántos”). Estamos, sin duda, a las puertas del éxtasis literario.

Uno de los prólogos que más me han aleccionado es el que hizo Alfonso Reyes en 1919 a la novela de G.K. Chesterton, que también tradujo, El hombre que fue jueves. A continuación unos extractos: “Para ser un escritor popular hay que conformarse con los ideales de la época. Pero -advierte sutilmente Sheila Kaye-Smith- hay dos maneras de conformarse con ellos: una consiste en defenderlos; otra, la mejor, en atacarlos, siempre que sea con los argumentos convencionales de la época. Así lo hace Chesterton. Se vuelve contra las teorías "heréticas" (como él dice) en nombre de las conveniencias y el respeto a lo establecido; sí, pero con ímpetu de aventura, poética y no prosaicamente. Ataca las herejías, sí, pero en nombre de la revolución. De aquí su éxito. Su procedimiento habitual, su mecánica de las ideas, está en procurar siempre un contraste: si hay que defender la seguridad pública, no lo hace poniéndose al lado de la policía, sino, en cierto modo, al lado del motín.

“En El hombre que fue jueves encontramos, como en síntesis, todas las características de Chesterton: la facilidad periodística para trasladar a la calle una discusión de filosofía; la preocupación de la idea católica, simbolizada en una lámpara eclesiástica que el "Dr. Renard" descolgara de su puerta para ofrecerla a los fugitivos; el procedimiento de sorpresa y contraste empleado con regularidad y monotonía en todos los momentos críticos de la novela; como que la novela puede reducirse a siete contrastes sucesivos, a siete sorpresas que nos dan los siete personajes de primer plano. También encontramos aquí al crítico de arte o, por lo menos, al hombre para quien los colores de la tierra (sobre todo los que tienden al rojo) realmente existen: la novela, como en una alucinación o verdadera pesadilla, se desarrolla sobre un fondo de crepúsculos encendidos, en un ambiente de matices y tonos que parecen engendrados por los cabellos radiantes de "Rosamunda", bajo aquel cielo de azafrán, en el barrio de las casas rojas, en el jardín iluminado por farolitos de colores.

“El hombre que fue jueves es una novela policiaca, pero una novela policiaco-metafísica —verdadera sublimación del género. Otro tanto pudiera decirse de todas las novelas de Chesterton, con excepción del pequeño ciclo del "Padre Brown". El perseguidor y el perseguido cobran una significación inesperada, hasta convertirse en principios eternos del universo. Pero, por fortuna, nunca se pierde, por entre el laberinto de episodios más o menos simbólicos -simbólicos siempre- este sentimiento humorístico que legitima la introducción de elementos inverosímiles en el relato…”



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Un libro, por naturaleza, debe nacer de las entrañas del autor. La gestación del libro es un proceso donde se vacía el escritor, donde deja las vísceras de sus preocupaciones racionales. Y, de este modo, podríamos llamar con algún dejo de precisión que el autor nos ha proporcionado algo o mucho de su apuesta creativa.

Tengo amigos académicos con ostentosos doctorados que consiguieron, sin duda, para su “sobrevivencia” en la nómina de equis institución educativa y que se ven forzados, por lo mismo, a escribir algún libro. Y he de decir que leer el libro de un académico es, por decir lo menos, soporífero porque no lo hacen desde la intuición literaria sino desde el ardid de la estructura, de la demostración de una hipótesis.

Elías Canetti, en su obra “La provincia del hombre” (Carnet de notas 1942- 1972) anota algo muy interesante acerca de los libros. Es como si los comparara al bouquet de los buenos vinos: mientras más tiempo pase, el olor tendrá mayor valor. Aquí una trozo de Canetti: “Hay libros que tenemos a nuestro lado veinte años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos, que los llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque haya muy poco sitio, y que tal vez hojeamos en el momento de sacarlos de la maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque sólo sea una frase completa. Luego, al cabo de veinte años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéramos bajo la presión de un operativo superior, no podemos hacer otra cosa que coger un libro de estos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo: este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los veinte años transcurridos en los que ha vivido mudo a nuestro lado. No hubiera podido decir tantas cosas si no hubiera estado mudo durante este tiempo, y qué imbécil se atrevería a afirmar que en el libro hubo siempre lo mismo”.

Un libro cae, tarde que temprano, por su propio peso. Es decir, el efecto literario o moral del mismo nos alcanza para penetrar interiormente con significados diversos, no solo por la obvia aprehensión de cada lector sino por algo más hondo: por lo que le dice (y sigue diciendo) a través de los años no del libro, del lector. Porque siempre se ha despotricado con la expresión de que los libros envejecen; pienso que es cierto, pero también hay que considerar otra inobjetable realidad: el envejecimiento de los lectores no en el sentido meramente físico sino intelectual.

Las lecturas de la niñez no son las mismas que las que tenemos en la edad adulta. ¿Por qué? Porque tenemos los intereses vitales en asuntos ramificados, extenuados en la rutina de una vida.

Sin embargo, como apunta Canetti, un libro puede llegar a ser una revelación: el de la vida que se nos está yendo a cada instante.

De a poco, como todo en la vida al parecer, se va yendo y no queda sino el vestigio o el rastro (programado o no) de una existencia. En la literatura el libro ha sido el cordón umbilical entre el conocimiento y la transmisión del mismo hacia el hombre de cualquier época.

Amén de la obra en sí, publicada, impresa, corpórea, cuyo destino final es la lectura y nada más, queda empero la contundencia paralela (y agregaría: sustancial) de lo leído. Así, por ejemplo, de las historias adjudicadas a “Las mil y una noches” o de los cuentos de Rulfo o las novelas de Saul Bellow, la extrapolación intelectual y de vida que nos dejan como lector dichos textos es, de veras, fundacional subjetivamente hablando.

Solo que en cada libro (no sé si sea ya costumbre empolvada o infrecuente) nos enfrentábamos a un auténtico plus editorial: el prólogo que, en sí mismo, era muchas de las veces (según el autor del mismo) una atracción equiparable al escritor leído. Pero, qué decir cuando quien prologa se llama Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes, T.S. Eliot, Sergio Pitol, Menéndez Pelayo (y los memorables de Porrúa en la colección “Sepan cuántos”). Estamos, sin duda, a las puertas del éxtasis literario.

Uno de los prólogos que más me han aleccionado es el que hizo Alfonso Reyes en 1919 a la novela de G.K. Chesterton, que también tradujo, El hombre que fue jueves. A continuación unos extractos: “Para ser un escritor popular hay que conformarse con los ideales de la época. Pero -advierte sutilmente Sheila Kaye-Smith- hay dos maneras de conformarse con ellos: una consiste en defenderlos; otra, la mejor, en atacarlos, siempre que sea con los argumentos convencionales de la época. Así lo hace Chesterton. Se vuelve contra las teorías "heréticas" (como él dice) en nombre de las conveniencias y el respeto a lo establecido; sí, pero con ímpetu de aventura, poética y no prosaicamente. Ataca las herejías, sí, pero en nombre de la revolución. De aquí su éxito. Su procedimiento habitual, su mecánica de las ideas, está en procurar siempre un contraste: si hay que defender la seguridad pública, no lo hace poniéndose al lado de la policía, sino, en cierto modo, al lado del motín.

“En El hombre que fue jueves encontramos, como en síntesis, todas las características de Chesterton: la facilidad periodística para trasladar a la calle una discusión de filosofía; la preocupación de la idea católica, simbolizada en una lámpara eclesiástica que el "Dr. Renard" descolgara de su puerta para ofrecerla a los fugitivos; el procedimiento de sorpresa y contraste empleado con regularidad y monotonía en todos los momentos críticos de la novela; como que la novela puede reducirse a siete contrastes sucesivos, a siete sorpresas que nos dan los siete personajes de primer plano. También encontramos aquí al crítico de arte o, por lo menos, al hombre para quien los colores de la tierra (sobre todo los que tienden al rojo) realmente existen: la novela, como en una alucinación o verdadera pesadilla, se desarrolla sobre un fondo de crepúsculos encendidos, en un ambiente de matices y tonos que parecen engendrados por los cabellos radiantes de "Rosamunda", bajo aquel cielo de azafrán, en el barrio de las casas rojas, en el jardín iluminado por farolitos de colores.

“El hombre que fue jueves es una novela policiaca, pero una novela policiaco-metafísica —verdadera sublimación del género. Otro tanto pudiera decirse de todas las novelas de Chesterton, con excepción del pequeño ciclo del "Padre Brown". El perseguidor y el perseguido cobran una significación inesperada, hasta convertirse en principios eternos del universo. Pero, por fortuna, nunca se pierde, por entre el laberinto de episodios más o menos simbólicos -simbólicos siempre- este sentimiento humorístico que legitima la introducción de elementos inverosímiles en el relato…”



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