Un filme de Haneke es incómodo porque allí hay arte y decir arte (al igual que en Buñuel o Bergman o Fellini) hay inconformidad de espíritu.
Ha dicho Michael Haneke: “En mis películas hablo de cosas desagradables sin ofrecer respuestas a las preguntas que planteo”. Verdad buena. La labor del artista – y él lo es con creces – es demostrarle al mundo que todo está mal, que hay demonios arriba de la casa y, lo peor, dentro de la misma.
Para Haneke la familia o el amor (“Amor”/ 2012, “Happy End”/ 2017) son antípodas de un universo dañado por la moral, la costumbre y los altos vuelos de lo políticamente correcto.
El cine de Haneke no contiene ideas: es un cine que cuestiona a la idea misma como producto intelectual porque para Haneke lo racional (“Funny Games”/ 1997) no cabe frente a una lente de cine porque una imagen es diégesis, manipulación (“El video de Benny”/ 1992. No hay nada puro, todo viene infectado por las relaciones humanas y eso, para un intelectual como Haneke, es motivo para preguntar. Porque el arte no tiene como objetivo responder sino interrogar a la realidad.
Sólo que, ¿cuál es la realidad que somete a un interrogatorio el cine de Haneke? ¿El centroeuropeo, supuestamente civilizado pero que dio al nazismo (“La cinta blanca”/ 2009)? ¿O el del hombre que no está conforme con el mundo y para enfrentarlo hay que tomar el discurso espinoso, ácido y doloroso del arte?
El de Michael Haneke es un cine humano, impreciso (“El tiempo del lobo”/ 2003), maldito (“La pianista”/ 2001), esperanzador. La humanidad planeada por Haneke está hastiada de sí misma (“El séptimo continente”/ 1989) y por ello debe abolirse mediante el arte. Es decir, mediante el cine ejecuta un ejercicio de exorcismo y suplantación de las acciones humanas. Y para ello no emplea la alegoría o la metáfora, más bien saca a relucir el arma más letal de todo narrador: la retórica visual cuya puesta en escena es áspera, crispante, doliente, ¿perversa?
El cine de Haneke es la constatación de que los actos violentos y la irrupción de lo irracional pueden estar contenidos en el poderío de los personajes. El escritor y guionista Guillermo Arriaga aduce que todo personaje de cine debe ajustarse al efecto causa-efecto, no para sostenerse en una lógica de acción sino en un nódulo de verosimilitud de dicha acción. Y, a diferencia de Tarantino, por ejemplo, el cine de Haneke está compuesto por personajes, no por remedos caricaturescos de personajes…