/ viernes 28 de febrero de 2020

El cumpleaños del perro | Sergei Eisenstein, según Peter Greenaway

Se ha dicho que el cine mexicano se vio insuflado por dos eventos formidables y, aunque en ese momento no existía el término, globalizantes: la presencia en nuestro país del célebre cineasta soviético Sergei Eisenstein y del surrealista español Luis Buñuel.

La estancia del célebre realizador Sergei Eisenstein en México, en 1931, específicamente en Guanajuato durante 10 días mientras rodaba “pietaje” de ¡Qué viva México!, es recreada por Peter Greenaway con una poliédrica narración fílmica. Para ello, el gran angular, los encuadres museísticos (pantalla dividida, simultánea) y la animación digital, aunado al empleo de travelling circulares y laterales para darle elasticidad al pulso-secuencia de algunas acciones son recursos que el director de La panza del arquitecto/ 1987 y Los libros de Próspero/ 1991 de los que se apoya para refrescarse y regodearse en un segmento de la vida de Eisenstein. Sin atender las pulsaciones puristas de la linealidad fílmica, Greenaway muestra a un Eisenstein/ Elmer Back exultado, variopinto en su iconoclastia de innovador del montaje. La segmentación de la pantalla para el desparpajo didáctico de mostrar a los personajes reales (incluido el mismísimo Eisenstein) se amalgaman en una sinfonía de verborrea proto filosófica entre el distinguido cineasta ruso y su guía mexicano, Palomino Castañedo/ Luis Alberti, quien será el Virgilio que le abrirá las ventanas del amor carnal.

Si bien la mirada folclórica del británico Greenaway no puede estar ajena (las representaciones del Día de Muertos y la aparición de un campanero sordo y ciego con penacho), la dinámica visual y la reiteración en temas como la muerte y el sexo, apuntalada con desinhibidas escenas de desnudos masculinos frontales, son las pepitas de oro de este filme que no tiene la intención de someterse al buril de la precisión histórica, pero sí a los agajes de la multimedia: la pantalla verde, los videos y fotos de archivo, los tonos multicolores, la captura de la panorámica de la ciudad de Guanajuato tipo postal, aunque el teatro Juárez muestre La giganta, de Cuevas, desentonando con la época aludida.

Filme extravagante de un cineasta (Greenaway) que se decanta y place en otro extravagante (Eisenstein) para demostrar que a sus 71 años no deja de ser un experimentador del lenguaje cinematográfico y, en sí, un teórico empeñado en asentar que el cine –como narrador literario- ha muerto y que para su continuidad deberá hacer uso de todos los espacios visuales y auditivos disponibles…

Se ha dicho que el cine mexicano se vio insuflado por dos eventos formidables y, aunque en ese momento no existía el término, globalizantes: la presencia en nuestro país del célebre cineasta soviético Sergei Eisenstein y del surrealista español Luis Buñuel.

La estancia del célebre realizador Sergei Eisenstein en México, en 1931, específicamente en Guanajuato durante 10 días mientras rodaba “pietaje” de ¡Qué viva México!, es recreada por Peter Greenaway con una poliédrica narración fílmica. Para ello, el gran angular, los encuadres museísticos (pantalla dividida, simultánea) y la animación digital, aunado al empleo de travelling circulares y laterales para darle elasticidad al pulso-secuencia de algunas acciones son recursos que el director de La panza del arquitecto/ 1987 y Los libros de Próspero/ 1991 de los que se apoya para refrescarse y regodearse en un segmento de la vida de Eisenstein. Sin atender las pulsaciones puristas de la linealidad fílmica, Greenaway muestra a un Eisenstein/ Elmer Back exultado, variopinto en su iconoclastia de innovador del montaje. La segmentación de la pantalla para el desparpajo didáctico de mostrar a los personajes reales (incluido el mismísimo Eisenstein) se amalgaman en una sinfonía de verborrea proto filosófica entre el distinguido cineasta ruso y su guía mexicano, Palomino Castañedo/ Luis Alberti, quien será el Virgilio que le abrirá las ventanas del amor carnal.

Si bien la mirada folclórica del británico Greenaway no puede estar ajena (las representaciones del Día de Muertos y la aparición de un campanero sordo y ciego con penacho), la dinámica visual y la reiteración en temas como la muerte y el sexo, apuntalada con desinhibidas escenas de desnudos masculinos frontales, son las pepitas de oro de este filme que no tiene la intención de someterse al buril de la precisión histórica, pero sí a los agajes de la multimedia: la pantalla verde, los videos y fotos de archivo, los tonos multicolores, la captura de la panorámica de la ciudad de Guanajuato tipo postal, aunque el teatro Juárez muestre La giganta, de Cuevas, desentonando con la época aludida.

Filme extravagante de un cineasta (Greenaway) que se decanta y place en otro extravagante (Eisenstein) para demostrar que a sus 71 años no deja de ser un experimentador del lenguaje cinematográfico y, en sí, un teórico empeñado en asentar que el cine –como narrador literario- ha muerto y que para su continuidad deberá hacer uso de todos los espacios visuales y auditivos disponibles…