/ miércoles 11 de noviembre de 2020

El cumpleaños del perro | Sobre la lucha libre

(Primera de dos partes)

Si entendemos que la lucha libre es, antes que nada, un deporte, estaríamos omitiendo una de sus aristas evidentes: también es espectáculo, por lo tanto, circo, teatro y – se ha llegado a decir- que hasta engaño al público.

Pero tendremos que detenernos en algo inherente de la lucha libre: suscita pasión, ruido, relajo en las gradas y, por último, ritual. Ritual en el sentido de que los contrincantes están definidos claramente como rudos y técnicos, es decir, buenos y villanos, ¿de qué manera? A los rudos se les codifica por sus actitudes de asestar golpes prohibidos, llaves no permitidas, picaduras de ojos, mordeduras y otros recursos igualmente rechazables.

Se ha dicho que el asunto de la lucha libre es que se trata de un espectáculo “simulado”, o sea, con la premeditación de que vaya a ganar uno de los contrincantes (mayormente el técnico). Roland Barthes ha dicho al respecto: “Al público no le importa para nada saber si el combate es falseado o no, y tiene razón; se confía en la primera virtud del espectáculo, la de abolir todo móvil y toda consecuencia: lo que importa no es lo que cree, sino lo que ve”.

La lucha libre, en términos visuales (no así en su aspecto de teatralidad), es una geografía de verdades a modo. Por una parte, el público seguidor del rudo “ve” a éste como su héroe, y el que prefiere al técnico, asume a su ídolo como el vencedor.

Es fama creer que en la lucha libre los protagonistas no se pegan de “a de veras”, que fingen los golpes y las caídas, que allá arriba en el ring todo es simulacro, es más: se ha llegado a decir que los luchadores parecen actores en cuanto a que obedecen un libreto o guion. Por ejemplo, es típico que el rudo gane la primera caída y el técnico las dos restantes ante la emoción efervescente del público que, entre gritos y vivas, descarga su preferencia hacia sus predilectos irrenunciables. (Porque, eso sí: quien le va a los rudos no puede jamás irle a los técnicos ya que mancharía su condición de fan, de aficionado de hueso colorado).

Si mencionamos a la teatralidad del luchador hay que referirse también a los cánones o contenidos de la misma: los gestos, las máscaras, las botas, las capas. Aunque, si se le quiere adjudicar a la lucha libre su calidad de “teatro”, mejor sería hacer énfasis en las exageraciones de los ademanes, las vociferaciones hacia los contrincantes (esto ocurre mayormente en la lucha libre estadounidense): Pero es en el significado de la máscara el valor, digámoslo así, donde reposa el símbolo de la lucha libre. La naturaleza de la lucha libre hay que buscarla quizá en los abismos del inconsciente del mexicano. Para ello tendremos que acudir al famoso ensayo El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, quien en su capítulo Máscaras afirma que el mexicano "se encierra y se preserva" y que "plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés al mismo tiempo, celoso de su intimidad, no sólo no se abre: tampoco se derrama". Y es que precisamente la máscara del luchador simboliza ese encierro que Paz advierte en su texto porque el enmascarado es encierro y espina, dolor e intimidad no compartida, sino que, y esa es labor del contrincante, hay que arrebatarle para establecer una condición a lo mejor humillante para el luchador: la revelación de esa intimidad ante la tribu, ante la sociedad…



(Primera de dos partes)

Si entendemos que la lucha libre es, antes que nada, un deporte, estaríamos omitiendo una de sus aristas evidentes: también es espectáculo, por lo tanto, circo, teatro y – se ha llegado a decir- que hasta engaño al público.

Pero tendremos que detenernos en algo inherente de la lucha libre: suscita pasión, ruido, relajo en las gradas y, por último, ritual. Ritual en el sentido de que los contrincantes están definidos claramente como rudos y técnicos, es decir, buenos y villanos, ¿de qué manera? A los rudos se les codifica por sus actitudes de asestar golpes prohibidos, llaves no permitidas, picaduras de ojos, mordeduras y otros recursos igualmente rechazables.

Se ha dicho que el asunto de la lucha libre es que se trata de un espectáculo “simulado”, o sea, con la premeditación de que vaya a ganar uno de los contrincantes (mayormente el técnico). Roland Barthes ha dicho al respecto: “Al público no le importa para nada saber si el combate es falseado o no, y tiene razón; se confía en la primera virtud del espectáculo, la de abolir todo móvil y toda consecuencia: lo que importa no es lo que cree, sino lo que ve”.

La lucha libre, en términos visuales (no así en su aspecto de teatralidad), es una geografía de verdades a modo. Por una parte, el público seguidor del rudo “ve” a éste como su héroe, y el que prefiere al técnico, asume a su ídolo como el vencedor.

Es fama creer que en la lucha libre los protagonistas no se pegan de “a de veras”, que fingen los golpes y las caídas, que allá arriba en el ring todo es simulacro, es más: se ha llegado a decir que los luchadores parecen actores en cuanto a que obedecen un libreto o guion. Por ejemplo, es típico que el rudo gane la primera caída y el técnico las dos restantes ante la emoción efervescente del público que, entre gritos y vivas, descarga su preferencia hacia sus predilectos irrenunciables. (Porque, eso sí: quien le va a los rudos no puede jamás irle a los técnicos ya que mancharía su condición de fan, de aficionado de hueso colorado).

Si mencionamos a la teatralidad del luchador hay que referirse también a los cánones o contenidos de la misma: los gestos, las máscaras, las botas, las capas. Aunque, si se le quiere adjudicar a la lucha libre su calidad de “teatro”, mejor sería hacer énfasis en las exageraciones de los ademanes, las vociferaciones hacia los contrincantes (esto ocurre mayormente en la lucha libre estadounidense): Pero es en el significado de la máscara el valor, digámoslo así, donde reposa el símbolo de la lucha libre. La naturaleza de la lucha libre hay que buscarla quizá en los abismos del inconsciente del mexicano. Para ello tendremos que acudir al famoso ensayo El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, quien en su capítulo Máscaras afirma que el mexicano "se encierra y se preserva" y que "plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés al mismo tiempo, celoso de su intimidad, no sólo no se abre: tampoco se derrama". Y es que precisamente la máscara del luchador simboliza ese encierro que Paz advierte en su texto porque el enmascarado es encierro y espina, dolor e intimidad no compartida, sino que, y esa es labor del contrincante, hay que arrebatarle para establecer una condición a lo mejor humillante para el luchador: la revelación de esa intimidad ante la tribu, ante la sociedad…