/ viernes 16 de octubre de 2020

El cumpleaños del perro | Tampico en la sangre, en la memoria

Tampico en la sangre, en la memoria, en la piel y en el nombre de mi madre. Tampico como origen bastardo y moneda invaluable.

Humedad de años en una casa de madera aguardando la fuga existencial. Detritus de sueños en un patio de árboles de nogal, plátanos, aguacate y el verano derretido en la mente como ilusión de pobre.

A Tampico lo llevo conmigo porque lo amo y lo odio. Las ciudades son nuestros padres afectivos: al paso del tiempo las dejamos, pero ellas, fieles y amorosas, se nos impregnan en los recuerdos.

Tampico en el pensamiento y en las tardes de beisbol en la calle Monterrey con Chuyina, el Loco Félix, Doroteo y muchos de la cuadra. Tampico en la nostalgia y en la salida de la Secundaria Uno con Adriana escuchándome decirle: “Si alguna vez tengo una hija, le pondré tu nombre”.

Tampico, ahora, con gotas de lodo en el cuerpo, y la infamia exudada en la negrura de los arribistas. Tampico asaltada por olores de fábulas escritas por hipócritas que ignoran que en este puerto hay héroes (verdaderos, no los que salen en la TV) que ganan salario mínimo, que desde temprano toman un autobús para, como dice una canción de Calle 13, ir a trabajar: “... con un sueldo bajito/ para darle de comer a sus pollitos.”

Amo esta ciudad porque la huelo, la siento correr por mis venas como veneno, cuyo antídoto – el recuerdo de mi madre y mis hermanos- me apartan del flujo fatal.

Amo la colonia Campbell porque allí dejé los juegos y cuentos de piratas en esas tardes ahora color sepia y borrosas.

Amo el Cascajal porque lo caminé, lo mastiqué, lo olí toda mi vida (mamá decía que Genaro Salinas aún espera descansar en paz).

Todos los días nos apartamos del mundo y este, brutal, tierno, quimérico, nos ofrece espejismos para instaurar su reino tergiversado.

Los pájaros vuelan alto, igual que nuestra alma. A buen puerto nos llevan las voces del recuerdo y los sonidos que nos hacen infelices. Hay viajes que nunca realizamos, hay estaciones con trenes vacíos y calles cuya bruma se parece a nuestra tristeza.

Tampico me pone triste porque su azul de las dos de la tarde ya no lo veo, porque a mis labios los golpea otra brisa.

¿A quién se acude en el dolor? Al poema, a la estampida placentera de la musicalidad del instante (el cual hay que buscarlo, él no vendrá a nosotros).

Alzo la vista y este cielo, que no se parece al de Tampico, me parece un manto gris que oculta mis lágrimas. Llorar, como el fuego, es un acto de purificación.

Por eso, Tampico me arde en la garganta, en los ojos y en el albedrío.

Tampico en la sangre, en la memoria, en la piel y en el nombre de mi madre. Tampico como origen bastardo y moneda invaluable.

Humedad de años en una casa de madera aguardando la fuga existencial. Detritus de sueños en un patio de árboles de nogal, plátanos, aguacate y el verano derretido en la mente como ilusión de pobre.

A Tampico lo llevo conmigo porque lo amo y lo odio. Las ciudades son nuestros padres afectivos: al paso del tiempo las dejamos, pero ellas, fieles y amorosas, se nos impregnan en los recuerdos.

Tampico en el pensamiento y en las tardes de beisbol en la calle Monterrey con Chuyina, el Loco Félix, Doroteo y muchos de la cuadra. Tampico en la nostalgia y en la salida de la Secundaria Uno con Adriana escuchándome decirle: “Si alguna vez tengo una hija, le pondré tu nombre”.

Tampico, ahora, con gotas de lodo en el cuerpo, y la infamia exudada en la negrura de los arribistas. Tampico asaltada por olores de fábulas escritas por hipócritas que ignoran que en este puerto hay héroes (verdaderos, no los que salen en la TV) que ganan salario mínimo, que desde temprano toman un autobús para, como dice una canción de Calle 13, ir a trabajar: “... con un sueldo bajito/ para darle de comer a sus pollitos.”

Amo esta ciudad porque la huelo, la siento correr por mis venas como veneno, cuyo antídoto – el recuerdo de mi madre y mis hermanos- me apartan del flujo fatal.

Amo la colonia Campbell porque allí dejé los juegos y cuentos de piratas en esas tardes ahora color sepia y borrosas.

Amo el Cascajal porque lo caminé, lo mastiqué, lo olí toda mi vida (mamá decía que Genaro Salinas aún espera descansar en paz).

Todos los días nos apartamos del mundo y este, brutal, tierno, quimérico, nos ofrece espejismos para instaurar su reino tergiversado.

Los pájaros vuelan alto, igual que nuestra alma. A buen puerto nos llevan las voces del recuerdo y los sonidos que nos hacen infelices. Hay viajes que nunca realizamos, hay estaciones con trenes vacíos y calles cuya bruma se parece a nuestra tristeza.

Tampico me pone triste porque su azul de las dos de la tarde ya no lo veo, porque a mis labios los golpea otra brisa.

¿A quién se acude en el dolor? Al poema, a la estampida placentera de la musicalidad del instante (el cual hay que buscarlo, él no vendrá a nosotros).

Alzo la vista y este cielo, que no se parece al de Tampico, me parece un manto gris que oculta mis lágrimas. Llorar, como el fuego, es un acto de purificación.

Por eso, Tampico me arde en la garganta, en los ojos y en el albedrío.