/ miércoles 15 de septiembre de 2021

El cumpleaños del perro | Tampico es mi ciudad


Entre las manos se van el agua y los años, los atardeceres de mayo y los cantos de Eva desde su cuarto de manzanas cerrado a cuatro llaves.

Todo lo que parece cierto es, hasta la saciedad, parte de los diarios colores del arco iris de cada quien. Alrededor todo es terapéutico, fácil de asimilar.

El aire, hálito de Dios, lleva voces y vidas, fraudes del intelecto (ilusiones perdidas) y ecos de mal venidas.

Tampico es mi ciudad, mi sino, mi sangre abstracta, mi cordón umbilical con un pasado que sigue alargándome preguntas. A Tampico lo llevo hasta el final de mis días como un duende cuya fábula ennegrece bajo los crepúsculos aún oxidados de la colonia Campbell.

Tampico huele a flores petrificadas por el conformismo oficial. A Tampico llegan gentes con ojos de tigre, de palomas y colibríes espléndidos. Una nueva administración empieza y todo huele a lo mismo. En la cultura continúa el festín de los cínicos, arribistas e ignorantes

Todo lo que parece cierto es de bruma, de color vacui en las horas decisivas. Y, cuando la bruma de la ciudad golpea en tu puerta y en tu nuca, piensas que has cumplido la faena del día.

En unos versos Francisco Hernández apunta: “El amor, rodeado casi siempre por un antojo/ de olvido, avanza resuelto hacia las trampas/ creadas para cazar osos con piel de leopardo/ y serpientes con plumaje de cóndor.”

En Tampico se ama rico, literalmente transpiras por un amor. Y aunque no hay cóndores pero sí palomas que te dicen que todo es transitorio, te vas a la playa Miramar y te refrescas las ideas y ves que la piel se te sale del alma para ajustarte a la premisa aristotélica de aceptar todo como es.

En Tampico hay fábulas no contadas, espejos enterrados, vicisitudes de princesas que aún buscan un reino. La fábula nos devuelve al personaje bañado de él mismo, es decir, de horror cotidiano. Nada cambia excepto todo. La fábula es una ciudad en ruinas mirándose en el espejo de un recuerdo lelo. Pero también hay Ícaros en las esquinas, en las recámaras, en los salones. Alas derretidas por la fugacidad del miedo que ofrece diálogos espesos. ¿Qué me une con esta ciudad? La oscuridad es una vagina de temores.

Amo esta ciudad porque me pertenece, como un viejo amor que ni se olvida ni se deja…

Todo lo que parece cierto es de bruma, de color vacui en las horas decisivas. Y, cuando la bruma de la ciudad golpea en tu puerta y en tu nuca, piensas que has cumplido la faena del día.


Entre las manos se van el agua y los años, los atardeceres de mayo y los cantos de Eva desde su cuarto de manzanas cerrado a cuatro llaves.

Todo lo que parece cierto es, hasta la saciedad, parte de los diarios colores del arco iris de cada quien. Alrededor todo es terapéutico, fácil de asimilar.

El aire, hálito de Dios, lleva voces y vidas, fraudes del intelecto (ilusiones perdidas) y ecos de mal venidas.

Tampico es mi ciudad, mi sino, mi sangre abstracta, mi cordón umbilical con un pasado que sigue alargándome preguntas. A Tampico lo llevo hasta el final de mis días como un duende cuya fábula ennegrece bajo los crepúsculos aún oxidados de la colonia Campbell.

Tampico huele a flores petrificadas por el conformismo oficial. A Tampico llegan gentes con ojos de tigre, de palomas y colibríes espléndidos. Una nueva administración empieza y todo huele a lo mismo. En la cultura continúa el festín de los cínicos, arribistas e ignorantes

Todo lo que parece cierto es de bruma, de color vacui en las horas decisivas. Y, cuando la bruma de la ciudad golpea en tu puerta y en tu nuca, piensas que has cumplido la faena del día.

En unos versos Francisco Hernández apunta: “El amor, rodeado casi siempre por un antojo/ de olvido, avanza resuelto hacia las trampas/ creadas para cazar osos con piel de leopardo/ y serpientes con plumaje de cóndor.”

En Tampico se ama rico, literalmente transpiras por un amor. Y aunque no hay cóndores pero sí palomas que te dicen que todo es transitorio, te vas a la playa Miramar y te refrescas las ideas y ves que la piel se te sale del alma para ajustarte a la premisa aristotélica de aceptar todo como es.

En Tampico hay fábulas no contadas, espejos enterrados, vicisitudes de princesas que aún buscan un reino. La fábula nos devuelve al personaje bañado de él mismo, es decir, de horror cotidiano. Nada cambia excepto todo. La fábula es una ciudad en ruinas mirándose en el espejo de un recuerdo lelo. Pero también hay Ícaros en las esquinas, en las recámaras, en los salones. Alas derretidas por la fugacidad del miedo que ofrece diálogos espesos. ¿Qué me une con esta ciudad? La oscuridad es una vagina de temores.

Amo esta ciudad porque me pertenece, como un viejo amor que ni se olvida ni se deja…

Todo lo que parece cierto es de bruma, de color vacui en las horas decisivas. Y, cuando la bruma de la ciudad golpea en tu puerta y en tu nuca, piensas que has cumplido la faena del día.