/ domingo 3 de julio de 2022

El cumpleaños del perro | Tampico es una mujer con salitre

“Se ama una ciudad como se ama la vida”, bien dice la poeta Gloria Gómez. Sin embargo, existe una paradoja: vida hay sólo una, ciudades muchas; entonces, ¿por qué amar a la ciudad como a la vida misma? Porque en la primera dejamos lo más valioso que posee el ser humano: el tiempo.

La ciudad es tiempo y es sangre, es recuerdo y es tránsito. En la ciudad nos vamos quedando de a poquito, todos los días con la promesa del cambio, del traslado.

A la ciudad la amamos y la llenamos de colores y humores. Una ciudad no solamente se reconstruye con ladrillo y estructuras de acero: se reforma con ilusiones, con tiempo vivido entre su suelo, su tierra. Y se construye con la humildad que el morador deposite en su gente. Por ello, es oportuno recordar el poema 26 de Charles Baudelaire, “Los ojos de los pobres”, de los cincuenta que formó del volumen “Pequeños poemas en prosa” (1855- 1864).

En este poema, Baudalaire describe a una pareja de enamorados en un elegante café de París mientras afuera un hombre menesteroso, acompañado de sus dos hijos pequeños, observa sorprendido la belleza del lugar. Pero resulta que el hombre (a la vez narrador del poema) se compadece del hombre, la dama no sólo es indiferente sino fría ante la necesidad humana de los pobres que saben nunca podrían entrar a un sitio como el café de marras.

A continuación unas líneas del célebre poema de Baudelaire: “¿De modo que quieres saber por qué te odio hoy? Te será, sin duda, más difícil entenderlo que a mí explicártelo, pues creo que eres el más bello ejemplo de impermeabilidad femenina que cabe encontrar.

“Habíamos pasado juntos una larga jornada que me resultó corta. Nos habíamos prometido que nos comunicaríamos todos nuestros pensamientos el uno al otro y que en adelante nuestras almas serían una sola.

“Al anochecer, como estabas algo cansada, quisiste sentarte en la terraza de un café nuevo que hacía esquina con un bulevar también nuevo y todavía lleno de escombros, que ya mostraba su esplendor inacabado. El café estaba resplandeciente. Hasta el gas del alumbrado desplegaba todo el fulgor de un estreno e iluminaba con toda su fuerza las paredes de una blancura cegadora, las superficies deslumbrantes de los espejos, los dorados de las molduras y cornisas, los mofletudos pajes arrastrados por perros con correas, las damas sonriendo al halcón posado en el puño, las Hebes y los Ganímedes ofreciendo con los brazos extendidos un ánfora con jaleas o un obelisco bicolor de helados con copete; toda la historia y toda la mitología puestas al servicio de la glotonería.

“En la calzada, justo delante de nosotros, se había plantado un buen hombre de unos cuarenta años, con cara de cansancio y barba entrecana, que llevaba de una mano a un niño, mientras sostenía en el otro brazo a una criaturita demasiado pequeña para andar. Estaba haciendo de niñera y llevaba a sus hijos a tomar el fresco de la noche. Todos iban andrajosos. Los tres rostros estaban extraordinariamente serios y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con igual admiración, aunque diversamente matizada por la edad.

“Los ojos del padre decían: “¡Qué precioso, qué precioso! Se diría que todo el oro de este pobre mundo se ha concentrado en esas paredes”. Los ojos del niño exclamaban: “¡Qué precioso, qué precioso!, pero ése es un sitio donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros”. En cuanto a los ojos del más pequeño, estaban demasiado fascinados para no expresar más que una alegría estúpida y profunda.

“Dice el cancionero que el placer hace a las almas buenas y ablanda los corazones. Por lo que a mí se refería, la canción tenía razón esa noche. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me sentía un tanto avergonzado de nuestros vasos y de nuestras jarras, mayores que nuestra sed. Había dirigido mis ojos a los tuyos, amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me había sumergido en tus ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habituados por el capricho e inspirados por la luna, cuando me dijiste: “¡No soporto a esa gente con los ojos abiertos como platos! ¿No puedes decirle al encargado del café que los eche de ahí?”

“¡Hasta qué extremo es difícil entenderse, ángel mío! ¡Hasta qué extremo es incomunicable el pensamiento, incluso entre aquellos que se aman!”

La ciudad que amamos es la vida nuestra, la de nuestros ancestros, la de los hijos. La vida –qué remedio- es una; la ciudad que amamos se va convirtiendo, de a poco, también en una a la cual regresamos cual Ítaca.

Todas las ciudades son Ítaca a donde el regreso significa un acto de amor. Y en el amor, lo sabemos, siempre hay una dosis de sacrificio.

No hay mayor significado en la existencia que el amar. ¿Qué es lo que se ama? Lo que creamos, lo que tiene nuestra alma y lo que guarda lo más hondo de nosotros.

Pero amar significa dar libertad, no cortar alas ni sueños. Amor es la geometría del alma.

Las ciudades son eternas. Es decir, por su finitud el hombre ha puesto su otro deseo intrínseco (la perpetuación) en la construcción de las ciudades.

Amo Tampico porque es la ciudad que me acoge y me prolonga el tiempo que es el mismo si estuviese en Londres, Buenos Aires o en cualquiera otra parte pero con la diferencia del corazón. Aquí en Tampico tengo el corazón y, por lo tanto, mi cuerpo está aquí también.

Amo Tampico porque me gusta y porque a veces parece una virgen erótica entre los brazos del crepúsculo humedecido por Miramar.

En Tampico caminas y miras que la gente no se merece lo que está viviendo. Aquí hay personas buenas que sólo quieren tener más sol en la piel y desean que bajo sus huellas haya hierba dulce pisada y no gotas de sangre.

Tampico te cabe en los ojos y en la boca, en los pulmones y en la brisa que dormita en el vaho del río Panuco en el sol de las dos de la tarde.

Tampico es una mujer con salitre suave en sus manos, nunca una niña con fusil. Es una madre que te acaricia y te ofrece sus casi doscientos años de benévolo cansancio.

Caminar por las calles de Tampico cae bien, te vitaliza y al oído te susurra un huapango de pretéritas notas…

“Se ama una ciudad como se ama la vida”, bien dice la poeta Gloria Gómez. Sin embargo, existe una paradoja: vida hay sólo una, ciudades muchas; entonces, ¿por qué amar a la ciudad como a la vida misma? Porque en la primera dejamos lo más valioso que posee el ser humano: el tiempo.

La ciudad es tiempo y es sangre, es recuerdo y es tránsito. En la ciudad nos vamos quedando de a poquito, todos los días con la promesa del cambio, del traslado.

A la ciudad la amamos y la llenamos de colores y humores. Una ciudad no solamente se reconstruye con ladrillo y estructuras de acero: se reforma con ilusiones, con tiempo vivido entre su suelo, su tierra. Y se construye con la humildad que el morador deposite en su gente. Por ello, es oportuno recordar el poema 26 de Charles Baudelaire, “Los ojos de los pobres”, de los cincuenta que formó del volumen “Pequeños poemas en prosa” (1855- 1864).

En este poema, Baudalaire describe a una pareja de enamorados en un elegante café de París mientras afuera un hombre menesteroso, acompañado de sus dos hijos pequeños, observa sorprendido la belleza del lugar. Pero resulta que el hombre (a la vez narrador del poema) se compadece del hombre, la dama no sólo es indiferente sino fría ante la necesidad humana de los pobres que saben nunca podrían entrar a un sitio como el café de marras.

A continuación unas líneas del célebre poema de Baudelaire: “¿De modo que quieres saber por qué te odio hoy? Te será, sin duda, más difícil entenderlo que a mí explicártelo, pues creo que eres el más bello ejemplo de impermeabilidad femenina que cabe encontrar.

“Habíamos pasado juntos una larga jornada que me resultó corta. Nos habíamos prometido que nos comunicaríamos todos nuestros pensamientos el uno al otro y que en adelante nuestras almas serían una sola.

“Al anochecer, como estabas algo cansada, quisiste sentarte en la terraza de un café nuevo que hacía esquina con un bulevar también nuevo y todavía lleno de escombros, que ya mostraba su esplendor inacabado. El café estaba resplandeciente. Hasta el gas del alumbrado desplegaba todo el fulgor de un estreno e iluminaba con toda su fuerza las paredes de una blancura cegadora, las superficies deslumbrantes de los espejos, los dorados de las molduras y cornisas, los mofletudos pajes arrastrados por perros con correas, las damas sonriendo al halcón posado en el puño, las Hebes y los Ganímedes ofreciendo con los brazos extendidos un ánfora con jaleas o un obelisco bicolor de helados con copete; toda la historia y toda la mitología puestas al servicio de la glotonería.

“En la calzada, justo delante de nosotros, se había plantado un buen hombre de unos cuarenta años, con cara de cansancio y barba entrecana, que llevaba de una mano a un niño, mientras sostenía en el otro brazo a una criaturita demasiado pequeña para andar. Estaba haciendo de niñera y llevaba a sus hijos a tomar el fresco de la noche. Todos iban andrajosos. Los tres rostros estaban extraordinariamente serios y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con igual admiración, aunque diversamente matizada por la edad.

“Los ojos del padre decían: “¡Qué precioso, qué precioso! Se diría que todo el oro de este pobre mundo se ha concentrado en esas paredes”. Los ojos del niño exclamaban: “¡Qué precioso, qué precioso!, pero ése es un sitio donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros”. En cuanto a los ojos del más pequeño, estaban demasiado fascinados para no expresar más que una alegría estúpida y profunda.

“Dice el cancionero que el placer hace a las almas buenas y ablanda los corazones. Por lo que a mí se refería, la canción tenía razón esa noche. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me sentía un tanto avergonzado de nuestros vasos y de nuestras jarras, mayores que nuestra sed. Había dirigido mis ojos a los tuyos, amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me había sumergido en tus ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en tus ojos verdes, habituados por el capricho e inspirados por la luna, cuando me dijiste: “¡No soporto a esa gente con los ojos abiertos como platos! ¿No puedes decirle al encargado del café que los eche de ahí?”

“¡Hasta qué extremo es difícil entenderse, ángel mío! ¡Hasta qué extremo es incomunicable el pensamiento, incluso entre aquellos que se aman!”

La ciudad que amamos es la vida nuestra, la de nuestros ancestros, la de los hijos. La vida –qué remedio- es una; la ciudad que amamos se va convirtiendo, de a poco, también en una a la cual regresamos cual Ítaca.

Todas las ciudades son Ítaca a donde el regreso significa un acto de amor. Y en el amor, lo sabemos, siempre hay una dosis de sacrificio.

No hay mayor significado en la existencia que el amar. ¿Qué es lo que se ama? Lo que creamos, lo que tiene nuestra alma y lo que guarda lo más hondo de nosotros.

Pero amar significa dar libertad, no cortar alas ni sueños. Amor es la geometría del alma.

Las ciudades son eternas. Es decir, por su finitud el hombre ha puesto su otro deseo intrínseco (la perpetuación) en la construcción de las ciudades.

Amo Tampico porque es la ciudad que me acoge y me prolonga el tiempo que es el mismo si estuviese en Londres, Buenos Aires o en cualquiera otra parte pero con la diferencia del corazón. Aquí en Tampico tengo el corazón y, por lo tanto, mi cuerpo está aquí también.

Amo Tampico porque me gusta y porque a veces parece una virgen erótica entre los brazos del crepúsculo humedecido por Miramar.

En Tampico caminas y miras que la gente no se merece lo que está viviendo. Aquí hay personas buenas que sólo quieren tener más sol en la piel y desean que bajo sus huellas haya hierba dulce pisada y no gotas de sangre.

Tampico te cabe en los ojos y en la boca, en los pulmones y en la brisa que dormita en el vaho del río Panuco en el sol de las dos de la tarde.

Tampico es una mujer con salitre suave en sus manos, nunca una niña con fusil. Es una madre que te acaricia y te ofrece sus casi doscientos años de benévolo cansancio.

Caminar por las calles de Tampico cae bien, te vitaliza y al oído te susurra un huapango de pretéritas notas…