/ miércoles 10 de noviembre de 2021

El cumpleaños del perro | Tampico, hoy vuelvo a caminar por tus calles

Después de veinte años, hoy vuelvo a caminar por tus calles. Hoy, Tampico, te abrazaré con la mirada de los mil ojos que da la ausencia, la nostalgia y la añoranza.

Vengo con más años porque así tiene que ser, así es la vida y no hay remedio. Pero traigo en mis brazos pétalos y lágrimas para colocarlas en tu regazo de salitre y de fábulas de marineros.

Oh Tampico, el aire que hoy respiro en tus calles es el que me hacía falta, el que me susurraba que aquí es mi tierra, mi patria amorosa donde está enterrada mi madre, Leonor Mejía, y viven mis hermanos.

Tampico, ¿sabes?, nunca me he ido de ti. Es más: te llevé a cuestas por mis andanzas y caminé contigo del brazo por rumbos ofuscados y tormentas frías.

“Se ama una ciudad como se ama la vida”, bien dice la poeta Gloria Gómez. Sin embargo, existe una paradoja: vida hay sólo una, ciudades muchas; entonces, ¿por qué amar a la ciudad como a la vida misma? Porque en la primera dejamos lo más valioso que posee el ser humano: el tiempo.

La ciudad es tiempo y es sangre, es recuerdo y es tránsito. En la ciudad nos vamos quedando de a poquito, todos los días con la promesa del cambio, del traslado.

A la ciudad la amamos y la llenamos de colores y humores. Una ciudad no solamente se reconstruye con ladrillo y estructuras de acero: se reforma con ilusiones, con tiempo vivido entre su suelo, su tierra.

Traducir es, de alguna forma, morir en la condición primigenia. Al irnos de la ciudad que amamos nos traducimos, es decir, en algo morimos.

La ciudad que amamos es la vida nuestra, la de nuestros ancestros, la de los hijos. La vida –qué remedio- es una; la ciudad que amamos se va convirtiendo, de a poco, también en una a la cual regresamos cual Ítaca.

Todas las ciudades son Ítaca a donde el regreso significa un acto de amor. Y en el amor, lo sabemos, siempre hay una dosis de sacrificio.

No hay mayor significado en la existencia que el amar. ¿Qué es lo que se ama? Lo que creamos, lo que tiene nuestra alma y lo que guarda lo más hondo de nosotros.

Pero amar significa dar libertad, no cortar alas ni sueños. Amor es la geometría del alma.

Las ciudades son eternas. Es decir, por su finitud el hombre ha puesto su otro deseo intrínseco (la perpetuación) en la construcción de las ciudades.

Te amo, Tampico, porque aquí tengo aún el corazón y, por lo tanto, mi cuerpo está aquí también.

Te amo porque me gustas y porque a veces pareces una virgen erótica entre los brazos del crepúsculo humedecido por Miramar.

Y es que, Tampico, cabes en los ojos y en la boca, en los pulmones y en la brisa que dormita en el vaho del río Panuco en el sol de las dos de la tarde.

Tampico, eres una mujer con salitre suave en las manos nunca una niña con fusil. Eres una madre que acaricias y que nos ofreces tus casi doscientos años de benévolo cansancio.

Caminar hoy por tus calles me cae bien, me vitaliza porque al oído escucho un huapango de pretéritas notas y la voz de mi madre diciéndome, allá en la colonia Campbell, “hijo, volver es renacer”…

Después de veinte años, hoy vuelvo a caminar por tus calles. Hoy, Tampico, te abrazaré con la mirada de los mil ojos que da la ausencia, la nostalgia y la añoranza.

Vengo con más años porque así tiene que ser, así es la vida y no hay remedio. Pero traigo en mis brazos pétalos y lágrimas para colocarlas en tu regazo de salitre y de fábulas de marineros.

Oh Tampico, el aire que hoy respiro en tus calles es el que me hacía falta, el que me susurraba que aquí es mi tierra, mi patria amorosa donde está enterrada mi madre, Leonor Mejía, y viven mis hermanos.

Tampico, ¿sabes?, nunca me he ido de ti. Es más: te llevé a cuestas por mis andanzas y caminé contigo del brazo por rumbos ofuscados y tormentas frías.

“Se ama una ciudad como se ama la vida”, bien dice la poeta Gloria Gómez. Sin embargo, existe una paradoja: vida hay sólo una, ciudades muchas; entonces, ¿por qué amar a la ciudad como a la vida misma? Porque en la primera dejamos lo más valioso que posee el ser humano: el tiempo.

La ciudad es tiempo y es sangre, es recuerdo y es tránsito. En la ciudad nos vamos quedando de a poquito, todos los días con la promesa del cambio, del traslado.

A la ciudad la amamos y la llenamos de colores y humores. Una ciudad no solamente se reconstruye con ladrillo y estructuras de acero: se reforma con ilusiones, con tiempo vivido entre su suelo, su tierra.

Traducir es, de alguna forma, morir en la condición primigenia. Al irnos de la ciudad que amamos nos traducimos, es decir, en algo morimos.

La ciudad que amamos es la vida nuestra, la de nuestros ancestros, la de los hijos. La vida –qué remedio- es una; la ciudad que amamos se va convirtiendo, de a poco, también en una a la cual regresamos cual Ítaca.

Todas las ciudades son Ítaca a donde el regreso significa un acto de amor. Y en el amor, lo sabemos, siempre hay una dosis de sacrificio.

No hay mayor significado en la existencia que el amar. ¿Qué es lo que se ama? Lo que creamos, lo que tiene nuestra alma y lo que guarda lo más hondo de nosotros.

Pero amar significa dar libertad, no cortar alas ni sueños. Amor es la geometría del alma.

Las ciudades son eternas. Es decir, por su finitud el hombre ha puesto su otro deseo intrínseco (la perpetuación) en la construcción de las ciudades.

Te amo, Tampico, porque aquí tengo aún el corazón y, por lo tanto, mi cuerpo está aquí también.

Te amo porque me gustas y porque a veces pareces una virgen erótica entre los brazos del crepúsculo humedecido por Miramar.

Y es que, Tampico, cabes en los ojos y en la boca, en los pulmones y en la brisa que dormita en el vaho del río Panuco en el sol de las dos de la tarde.

Tampico, eres una mujer con salitre suave en las manos nunca una niña con fusil. Eres una madre que acaricias y que nos ofreces tus casi doscientos años de benévolo cansancio.

Caminar hoy por tus calles me cae bien, me vitaliza porque al oído escucho un huapango de pretéritas notas y la voz de mi madre diciéndome, allá en la colonia Campbell, “hijo, volver es renacer”…