/ domingo 30 de mayo de 2021

El cumpleaños del perro | Un momento con Ángel Castro

Ángel Castro Pacheco nació en 1917, en Empalme, Sonora (cuna de otros astros del beisbol: Ronnie Camacho y Pilo Gaspar) y desde siempre se ha discutido quién fue el mejor, Héctor Espino o él, curiosamente ambos primeras bases y excepcionales bateadores; solo que Espino derecho, Castro zurdo, y quienes lo vieron jugar apuntan que su elegancia al bateo no tenía par

Ángel Castro participó en el bicampeonato que los Alijadores de Tampico lograron en 1945 y 1946, mientras el mundo volteaba hacia los estertores de la Segunda Guerra Mundial.

El timón de los Alijadores recayó en un cubano, Armando Marsans quien había jugado en Grandes Ligas incluso con los Yanquis de Nueva York y que debutaba como manager con el cuadro jaibo, alzándose con una hazaña hasta la fecha irrepetible en el beisbol mexicano: dos campeonatos consecutivos.

La aparición del inmenso Héctor Espino y sus espectaculares números como jugador han hecho que se cometa la injusticia deportiva de que el nombre de Ángel Castro esté prácticamente olvidado.

Y es que desde su aparición como primera base, el “Supermán de Chihuahua” gozó de los aplausos del respetable y se hizo acreedor, qué remedio, de la comparación con Castro. Mi madre me comentó alguna vez que cuando era niña su cuñado Nicolás, esposo de mi tía Julia, la llevó al parque Alijadores (que aún estaba construido de madera) y le tocó ver el juego entre la novena del puerto y la de los Azules del Veracruz; la atracción no fueron los batazos ni los vítores a las rutilantes estrellas que estaban en el campo. No. La atención se centró en los cientos de papeles que lanzaban al diamante los sentidos aficionados locales para que regresara el Zurdo Castro, puesto que un año antes fue transferido al equipo Azules que, curiosamente, jugaban en la Ciudad de México.

Así de encendida era la afición de esa época. Sucede que un equipo deportivo no solo representa a la ciudad sino a algo más hondo: la pasión de sus aficionados que ven en los jugadores, los colores de la casaca, las epopeyas de los batazos y en fin, en la acariciada esperanza de que su amado equipo quede campeón para, de este modo, satisfacer el natural apetito de la competencia.

Una ciudad como Tampico y sus urbes hermanas (Madero y Altamira) merecen tener actividades deportivas profesionales porque no solo activan un negocio y redireccionan el ocio de la sociedad hacia la diversión sana, sino que estimula en la niñez el sueño de querer emular a sus ídolos deportivos y, lo más importante, les permite alejarse de actos nocivos porque siempre el ejercicio del beisbol, futbol o cualquier otro esquema del deporte mantiene en alto la salud física y la emocional.

Alijadores fue – lo que en su momento también lo fue el equipo de futbol Tampico- Madero – un sentido de identidad con la gente del puerto, máxime que su parque (insertado en el libro de Récord Guiness) era atravesado del jardín derecho al izquierdo por una vía donde pasaba una locomotora que cuando aparecía el juego se suspendía por algunos minutos. O, al fondo, sobre el río Pánuco, se veía a los barcos entrar y salir del entonces llamado Primer Puerto de México.

El exnúmero 21 de Alijadores (Castro, por supuesto, aunque Espino también usó el mismo número) terminó sus últimos años como empleado del IMSS en Tampico. En mayo de 1980, en la calle Monterrey de la colonia Campbell (cuando buscaba una dirección), mi mamá le gritó: “¡Hey, quiere llegar a primera base! Castro volteó y, sorprendido, dijo: "No, me acabó de volar la barda!” Se acercó a donde estaba mi mamá quien platicaba con su vecina, doña Esperanza Martínez. "A usted sí le creo que me haya visto jugar (a doña Esperanza), pero usted..?” “Yo tenía diez años cuando lo iba a ver al parque Alijadores que aún era de madera”, le dijo mi mamá, al instante que le señalaba que vivía justo una casa al lado, en el número 16 donde, incluso ella llegó al mundo.

Hablaron cerca de media hora y cuando llegué de la escuela primaria (Felipe de la Garza), mi mamá me contó que había platicado con Ángel Castro y que estaba tan emocionada que hasta se le quemaron los frijoles que había dejado en la estufa. El rostro de mi madre se me hizo el más hermoso que haya visto en mi vida por la luz que irradiaba de emoción por su ídolo. Por mi mamá sus cuatro hijos supimos de beisbol, las historias de los Alijadores y del Tampico antiguo, ese que ya no es más y que solo vive en la memoria de los viejos que fueron testigos no de un mundo mejor ni peor, sino simplemente el que les tocó vivir.

Antes de irse, Ángel Castro regresó a su vochito azul y sacó una pelota de beisbol, la autografió y se la dio a mi madre. Dicha pelota aún la conservo.

Ángel Castro murió en Tampico el 10 de enero de 1983. Y hoy nadie lo recuerda ya…

Ángel Castro Pacheco nació en 1917, en Empalme, Sonora (cuna de otros astros del beisbol: Ronnie Camacho y Pilo Gaspar) y desde siempre se ha discutido quién fue el mejor, Héctor Espino o él, curiosamente ambos primeras bases y excepcionales bateadores; solo que Espino derecho, Castro zurdo, y quienes lo vieron jugar apuntan que su elegancia al bateo no tenía par

Ángel Castro participó en el bicampeonato que los Alijadores de Tampico lograron en 1945 y 1946, mientras el mundo volteaba hacia los estertores de la Segunda Guerra Mundial.

El timón de los Alijadores recayó en un cubano, Armando Marsans quien había jugado en Grandes Ligas incluso con los Yanquis de Nueva York y que debutaba como manager con el cuadro jaibo, alzándose con una hazaña hasta la fecha irrepetible en el beisbol mexicano: dos campeonatos consecutivos.

La aparición del inmenso Héctor Espino y sus espectaculares números como jugador han hecho que se cometa la injusticia deportiva de que el nombre de Ángel Castro esté prácticamente olvidado.

Y es que desde su aparición como primera base, el “Supermán de Chihuahua” gozó de los aplausos del respetable y se hizo acreedor, qué remedio, de la comparación con Castro. Mi madre me comentó alguna vez que cuando era niña su cuñado Nicolás, esposo de mi tía Julia, la llevó al parque Alijadores (que aún estaba construido de madera) y le tocó ver el juego entre la novena del puerto y la de los Azules del Veracruz; la atracción no fueron los batazos ni los vítores a las rutilantes estrellas que estaban en el campo. No. La atención se centró en los cientos de papeles que lanzaban al diamante los sentidos aficionados locales para que regresara el Zurdo Castro, puesto que un año antes fue transferido al equipo Azules que, curiosamente, jugaban en la Ciudad de México.

Así de encendida era la afición de esa época. Sucede que un equipo deportivo no solo representa a la ciudad sino a algo más hondo: la pasión de sus aficionados que ven en los jugadores, los colores de la casaca, las epopeyas de los batazos y en fin, en la acariciada esperanza de que su amado equipo quede campeón para, de este modo, satisfacer el natural apetito de la competencia.

Una ciudad como Tampico y sus urbes hermanas (Madero y Altamira) merecen tener actividades deportivas profesionales porque no solo activan un negocio y redireccionan el ocio de la sociedad hacia la diversión sana, sino que estimula en la niñez el sueño de querer emular a sus ídolos deportivos y, lo más importante, les permite alejarse de actos nocivos porque siempre el ejercicio del beisbol, futbol o cualquier otro esquema del deporte mantiene en alto la salud física y la emocional.

Alijadores fue – lo que en su momento también lo fue el equipo de futbol Tampico- Madero – un sentido de identidad con la gente del puerto, máxime que su parque (insertado en el libro de Récord Guiness) era atravesado del jardín derecho al izquierdo por una vía donde pasaba una locomotora que cuando aparecía el juego se suspendía por algunos minutos. O, al fondo, sobre el río Pánuco, se veía a los barcos entrar y salir del entonces llamado Primer Puerto de México.

El exnúmero 21 de Alijadores (Castro, por supuesto, aunque Espino también usó el mismo número) terminó sus últimos años como empleado del IMSS en Tampico. En mayo de 1980, en la calle Monterrey de la colonia Campbell (cuando buscaba una dirección), mi mamá le gritó: “¡Hey, quiere llegar a primera base! Castro volteó y, sorprendido, dijo: "No, me acabó de volar la barda!” Se acercó a donde estaba mi mamá quien platicaba con su vecina, doña Esperanza Martínez. "A usted sí le creo que me haya visto jugar (a doña Esperanza), pero usted..?” “Yo tenía diez años cuando lo iba a ver al parque Alijadores que aún era de madera”, le dijo mi mamá, al instante que le señalaba que vivía justo una casa al lado, en el número 16 donde, incluso ella llegó al mundo.

Hablaron cerca de media hora y cuando llegué de la escuela primaria (Felipe de la Garza), mi mamá me contó que había platicado con Ángel Castro y que estaba tan emocionada que hasta se le quemaron los frijoles que había dejado en la estufa. El rostro de mi madre se me hizo el más hermoso que haya visto en mi vida por la luz que irradiaba de emoción por su ídolo. Por mi mamá sus cuatro hijos supimos de beisbol, las historias de los Alijadores y del Tampico antiguo, ese que ya no es más y que solo vive en la memoria de los viejos que fueron testigos no de un mundo mejor ni peor, sino simplemente el que les tocó vivir.

Antes de irse, Ángel Castro regresó a su vochito azul y sacó una pelota de beisbol, la autografió y se la dio a mi madre. Dicha pelota aún la conservo.

Ángel Castro murió en Tampico el 10 de enero de 1983. Y hoy nadie lo recuerda ya…