/ domingo 13 de marzo de 2022

El distante sentido de la vida

La vida y la muerte se pusieron a platicar un día.

La vida estaba coronada de guirnaldas y sus manos eran como flores delicadas, frágiles anémonas de cristal de un jardín mágico. Su vestido era de fiesta y su aliento era semejante al de un niño recién nacido. La muerte, en cambio, llevaba un manto gris que cubría la frialdad de su corazón, y las flores marchitas que llevaba entre sus manos, eran el claro reflejo del desprecio indiferente hacia todo lo vivo, el cual había acumulado por siglos, desde tiempos de Abel.

Al encontrarse, ambas sabían que en el fondo eran caras de una misma moneda, y eran conscientes también de lo definitivo de su papel en el destino humano. Una era explicación de la otra como los elementos de una ecuación perfecta en un diseño matemático: el solo anuncio de la vida condenaba automáticamente al hombre a la muerte, pero la incógnita de esta encontraba significación en la vida misma que se reciclaba como genial designio del Diseñador del universo.

Lo paradójico, sin embargo, de esa ambivalencia estaba tan solo en el concepto que el hombre les había atribuido a las dos, y no en su misma esencia. Porque todos querían ver cercana a la vida, pero distante a la muerte; próximo el gozo de vivir, pero lejano el dolor de morir, como si el infundir profundamente en su alma ese deseo, hiciera posible prescindir de lo imprescindible.

Ambas –la vida y la muerte– sabían que estaban tan entrañablemente unidas que se completaban sin remedio. El amor mismo estaba en ellas, de tal suerte que se presentaba o bien a la hora de nacer o bien a la hora de morir, así que los deseos humanos por separarlas eran necios: una estaba implícita en la otra como lo están los ciclos de las estaciones que se repiten puntualmente en la naturaleza. De alguna manera se nace para morir, pero se muere con la esperanza de que se vivirá de nuevo.

Su plática no giró entonces sobre si acaso una valdría más que la otra, o sobre su aparente contradicción, sino sobre su propio misterio. Al hombre le había dolido siempre morir aunque no le había dolido nacer; deseaba vivir, pero le costaba trabajo pensar en morir, y tan despreciable le resultaba la muerte como apreciable la vida, siendo ambas su privilegio.

Por todo eso, consciente o inconscientemente el hombre había querido hacer distante el sentido de la muerte, que le angustiaba, sin darse cuenta que con ello podía hacer también distante el sentido auténtico de la vida, que, por otra parte, tanto le seducía en el desigual combate que entablaba por alejar su pensamiento de la cita final, retraía su ahora y su presente con formas sofisticadas, como si hubiera establecido un juego dialéctico en el que se resistía a ganar por el temor de perder. La vida y la muerte miraban asombrados al hombre, que en esa lucha, por no querer aprender a morir, tampoco había aprendido a vivir plenamente.

Shakespeare afirmó que aun las vicisitudes de la vida son tan dulces, que al final y como merecida recompensa, ellas mismas nos coronan con una diadema de piedras preciosas. La muerte es de esa manera, como la corona de la vida, sin la que solo se hubiera sido fuego fatuo escondido en un rescoldo, pero que nunca llegó a ser incendio.

En cambio, por el fuego de la vida que vivimos, otros fuegos podrán ser encendidos y con ellos la vida permanece, a pesar de que para ello otros tendrán algún día que apagarse. Pero mientras la llama persista, la esperanza por la plenitud estará ahí en el nacer del niño y en la muerte del hombre, trascendencia que solo le será dada a conocer a quien encontró sentido en ambas, viviéndolas con sabiduría y plenitud. De otra forma, seremos como una llamarada estéril de la que nada se produjo: la muerte sin sentido es solo resultado de una vida sin sentido.

La vida y la muerte coincidieron entonces en pensar cuán necio es olvidarse de vivir, por querer olvidarse de morir, tan necio como querer separar el arcoíris del tesoro. El misterio de la vida humana es el mismo de la propia muerte: trascender el absurdo de la nada.

Peter de Vries escribió que el misterio de la vida es como el de una caja fuerte que deseamos abrir, pero cuya combinación está dentro de la misma caja. Y es por ello que el poeta afirma sentencioso que debemos aspirar el aroma efímero de la rosa, antes que infiel asuma descoloridos síntomas extraños, porque después solo será un montón de marchitos pétalos entre nuestros dedos.

Henry David Thoreau afirmó alguna vez que el hombre únicamente puede dar plenitud a su existir, cuando busca hacer inspiradora tanto su vida como su muerte. Decir sí a la vida aunque sus sendas sean tortuosas y difíciles, iniciará en nosotros el aprendizaje simple por el que sabremos más tarde decir también sí, y sin temor alguno, a la ineludible cita de nuestro destino final, sabiendo claramente que a él todos un día seremos llamados.

Pero solo así podremos estar ciertos de cómo es que ambas son en realidad las fecundas creadoras de todos los ayeres, todos los ahora y todos los mañana de todos los habitantes de esta temporal morada en la cual vivimos y de la que un día seremos rescatados para vivir por siempre.

EL DISTANTE SENTIDO DE LA VIDA

Disfruta el día,

porque el que menos piensas,

te dará mayor gozo…

Quinto Horacio Flacco

La vida y la muerte se pusieron a platicar un día.

La vida estaba coronada de guirnaldas y sus manos eran como flores delicadas, frágiles anémonas de cristal de un jardín mágico. Su vestido era de fiesta y su aliento era semejante al de un niño recién nacido. La muerte, en cambio, llevaba un manto gris que cubría la frialdad de su corazón, y las flores marchitas que llevaba entre sus manos, eran el claro reflejo del desprecio indiferente hacia todo lo vivo, el cual había acumulado por siglos, desde tiempos de Abel.

Al encontrarse, ambas sabían que en el fondo eran caras de una misma moneda, y eran conscientes también de lo definitivo de su papel en el destino humano. Una era explicación de la otra como los elementos de una ecuación perfecta en un diseño matemático: el solo anuncio de la vida condenaba automáticamente al hombre a la muerte, pero la incógnita de esta encontraba significación en la vida misma que se reciclaba como genial designio del Diseñador del universo.

Lo paradójico, sin embargo, de esa ambivalencia estaba tan solo en el concepto que el hombre les había atribuido a las dos, y no en su misma esencia. Porque todos querían ver cercana a la vida, pero distante a la muerte; próximo el gozo de vivir, pero lejano el dolor de morir, como si el infundir profundamente en su alma ese deseo, hiciera posible prescindir de lo imprescindible.

Ambas –la vida y la muerte– sabían que estaban tan entrañablemente unidas que se completaban sin remedio. El amor mismo estaba en ellas, de tal suerte que se presentaba o bien a la hora de nacer o bien a la hora de morir, así que los deseos humanos por separarlas eran necios: una estaba implícita en la otra como lo están los ciclos de las estaciones que se repiten puntualmente en la naturaleza. De alguna manera se nace para morir, pero se muere con la esperanza de que se vivirá de nuevo.

Su plática no giró entonces sobre si acaso una valdría más que la otra, o sobre su aparente contradicción, sino sobre su propio misterio. Al hombre le había dolido siempre morir aunque no le había dolido nacer; deseaba vivir, pero le costaba trabajo pensar en morir, y tan despreciable le resultaba la muerte como apreciable la vida, siendo ambas su privilegio.

Por todo eso, consciente o inconscientemente el hombre había querido hacer distante el sentido de la muerte, que le angustiaba, sin darse cuenta que con ello podía hacer también distante el sentido auténtico de la vida, que, por otra parte, tanto le seducía en el desigual combate que entablaba por alejar su pensamiento de la cita final, retraía su ahora y su presente con formas sofisticadas, como si hubiera establecido un juego dialéctico en el que se resistía a ganar por el temor de perder. La vida y la muerte miraban asombrados al hombre, que en esa lucha, por no querer aprender a morir, tampoco había aprendido a vivir plenamente.

Shakespeare afirmó que aun las vicisitudes de la vida son tan dulces, que al final y como merecida recompensa, ellas mismas nos coronan con una diadema de piedras preciosas. La muerte es de esa manera, como la corona de la vida, sin la que solo se hubiera sido fuego fatuo escondido en un rescoldo, pero que nunca llegó a ser incendio.

En cambio, por el fuego de la vida que vivimos, otros fuegos podrán ser encendidos y con ellos la vida permanece, a pesar de que para ello otros tendrán algún día que apagarse. Pero mientras la llama persista, la esperanza por la plenitud estará ahí en el nacer del niño y en la muerte del hombre, trascendencia que solo le será dada a conocer a quien encontró sentido en ambas, viviéndolas con sabiduría y plenitud. De otra forma, seremos como una llamarada estéril de la que nada se produjo: la muerte sin sentido es solo resultado de una vida sin sentido.

La vida y la muerte coincidieron entonces en pensar cuán necio es olvidarse de vivir, por querer olvidarse de morir, tan necio como querer separar el arcoíris del tesoro. El misterio de la vida humana es el mismo de la propia muerte: trascender el absurdo de la nada.

Peter de Vries escribió que el misterio de la vida es como el de una caja fuerte que deseamos abrir, pero cuya combinación está dentro de la misma caja. Y es por ello que el poeta afirma sentencioso que debemos aspirar el aroma efímero de la rosa, antes que infiel asuma descoloridos síntomas extraños, porque después solo será un montón de marchitos pétalos entre nuestros dedos.

Henry David Thoreau afirmó alguna vez que el hombre únicamente puede dar plenitud a su existir, cuando busca hacer inspiradora tanto su vida como su muerte. Decir sí a la vida aunque sus sendas sean tortuosas y difíciles, iniciará en nosotros el aprendizaje simple por el que sabremos más tarde decir también sí, y sin temor alguno, a la ineludible cita de nuestro destino final, sabiendo claramente que a él todos un día seremos llamados.

Pero solo así podremos estar ciertos de cómo es que ambas son en realidad las fecundas creadoras de todos los ayeres, todos los ahora y todos los mañana de todos los habitantes de esta temporal morada en la cual vivimos y de la que un día seremos rescatados para vivir por siempre.

EL DISTANTE SENTIDO DE LA VIDA

Disfruta el día,

porque el que menos piensas,

te dará mayor gozo…

Quinto Horacio Flacco