/ domingo 20 de septiembre de 2020

El don de amar

Durante miles de millones de años, desde la maravilla de sus múltiples universos paralelos, Dios había trabajado en la creación de uno más, que reuniera las mismas características de armonía, belleza y esplendor que Él poseía por su propia naturaleza y deseaba generosamente proporcionar a los seres pensaba establecer ahí.

Propició para ello la gigantesca explosión que los científicos vanidosos inconmensurable que aún tratan de explicar y entender cabalmente, pobló de galaxias de todo tipo el espacio y creó en el silencio cósmico las leyes de la física que se encuentran por doquier, y en el tiempo sin tiempo de su esencia, creó la temporalidad de las cosas para que evolucionaran hacia la perfección de la cual era la fuente absoluta. Lo hizo para que de esa manera se hiciera visible lo invisible, tangible lo ideal y lo abstracto, y se transformara en palabra el pensamiento, en finito lo infinito y en humano lo divino.

Multiplicó entonces los elementos primordiales de la vida en las más recónditas playas de ese nuevo universo y permitió que los átomos fugaces se convirtieran en moléculas generadoras de microcosmos y macrocosmos, y cuando lo hizo, como afirma Einstein, no pensó en jugar con ello, “como si se tratara de una partida de naipes”, sino que dio a cada cosa su lugar y su fin, su naturaleza y su causa, su principio y su horizonte. Era la obra de un artista que plasma su arte por el regocijo de que, al hacerlo, el ser, la bondad, la verdad y la belleza, pudieran difundirse por sí mismos.

Después de que los astros, en su danza sin fin fueron colocados en sus órbitas, inundando el espacio de armonía en su paradójica entropía, creó también otros micro-universos, en los que otros vivientes pudieran crecer y multiplicarse en una diversidad tal de especies que simbolizaran la multiesplendente maravilla que en su despliegue adivinamos.

Hizo entonces la fauna gigantesca, la bestia sencilla, el pez multicolor y el fantástico unicornio; la anémona y la madreselva, la estrella alpina y el pino fragante. Creó olas y marismas, lunas y amaneceres, rocío y tempestades, para que en todos esos seres lo descubrieran oculto en cada estación que preludia la fascinación del ahora.

No satisfecho aún con su obra, decidió entonces crear a un ser semejante a Él para que conjugara en su finitud el ansia de infinito, en su debilidad, la fortaleza que posee el espíritu, en su contingencia, la inmortalidad y en su limitación, la aspiración a ser más. Y a ese ser le dio Dios inteligencia, avidez por la belleza y la sabiduría, tesón por crecer, horizontes y sueños. Y quiso que fuera poeta y filósofo, pensador y artista, que pudiera gobernar todas las cosas creadas, poniendo en él un deseo inagotable por la búsqueda de la verdad y su misterio y que además lo expresara con la maravilla que la palabra es.

Entonces el Hacedor de todo se detuvo un instante ante aquel montón de tierra de la cual había pensado crear su obra cumbre, convirtiendo esa materia inerte en materia viva. Y en el acto máximo y sublime de su creación, le dio al hombre un regalo más: le otorgó el don de amar, un corazón que latiera alucinado al sentir la presencia de la persona amada, ese brívido magnífico que se experimenta al contemplar el brillo de sus ojos o tan siquiera su recuerdo. Le dio el sentimiento de ser en otro y compartir sus ansias, el placer del encuentro largamente acariciado, la ternura del abrazo, la donación y la entrega del beso, que como dice el poeta “redime en su espacio lo pequeño de ilimites distancias”.

Y a ese regalo inapreciable le llamamos amor, y quiso Dios que todo en nuestra vida se realizara a través de ese don, en el que todos nuestros paradigmas se cumplen: la capacidad de ser más en los demás; la esplendente aventura por la cual somos capaces de trascender nuestra propia finitud; la felicidad en la infelicidad, la dicha en el quebranto, la tormenta y la calma, materiales todos que constituyen la tela inconsútil de nuestros sueños, y el inútil tesoro que solo puede perdurar en aquel a quien abre sus alas.

Pero es por eso que a través del amor la creación entera adquiere sentido, los astros no marchan a ciegas, el espacio no es ya una gran jaula y el tiempo puede rescatarse a sí mismo. Y aunque sabemos que el amor es frágil, encierra en su equilibrio nuestra siempre obstinada lucha por la permanencia, y solo con él los hombres podemos tocar, aunque sea por un instante, la esencia misma de Dios con nuestras débiles y mortales manos.

Y cumplido todo esto, y contemplando sonriente su obra maestra, el sexto día Yahvé Dios se dispuso a descansar.

---

In memoriam Erasmo Gonzalez M.

Amigo y compañero de juventud.

----

“..fuerte es el amor

como la muerte..”

Cantares, 8.6

Durante miles de millones de años, desde la maravilla de sus múltiples universos paralelos, Dios había trabajado en la creación de uno más, que reuniera las mismas características de armonía, belleza y esplendor que Él poseía por su propia naturaleza y deseaba generosamente proporcionar a los seres pensaba establecer ahí.

Propició para ello la gigantesca explosión que los científicos vanidosos inconmensurable que aún tratan de explicar y entender cabalmente, pobló de galaxias de todo tipo el espacio y creó en el silencio cósmico las leyes de la física que se encuentran por doquier, y en el tiempo sin tiempo de su esencia, creó la temporalidad de las cosas para que evolucionaran hacia la perfección de la cual era la fuente absoluta. Lo hizo para que de esa manera se hiciera visible lo invisible, tangible lo ideal y lo abstracto, y se transformara en palabra el pensamiento, en finito lo infinito y en humano lo divino.

Multiplicó entonces los elementos primordiales de la vida en las más recónditas playas de ese nuevo universo y permitió que los átomos fugaces se convirtieran en moléculas generadoras de microcosmos y macrocosmos, y cuando lo hizo, como afirma Einstein, no pensó en jugar con ello, “como si se tratara de una partida de naipes”, sino que dio a cada cosa su lugar y su fin, su naturaleza y su causa, su principio y su horizonte. Era la obra de un artista que plasma su arte por el regocijo de que, al hacerlo, el ser, la bondad, la verdad y la belleza, pudieran difundirse por sí mismos.

Después de que los astros, en su danza sin fin fueron colocados en sus órbitas, inundando el espacio de armonía en su paradójica entropía, creó también otros micro-universos, en los que otros vivientes pudieran crecer y multiplicarse en una diversidad tal de especies que simbolizaran la multiesplendente maravilla que en su despliegue adivinamos.

Hizo entonces la fauna gigantesca, la bestia sencilla, el pez multicolor y el fantástico unicornio; la anémona y la madreselva, la estrella alpina y el pino fragante. Creó olas y marismas, lunas y amaneceres, rocío y tempestades, para que en todos esos seres lo descubrieran oculto en cada estación que preludia la fascinación del ahora.

No satisfecho aún con su obra, decidió entonces crear a un ser semejante a Él para que conjugara en su finitud el ansia de infinito, en su debilidad, la fortaleza que posee el espíritu, en su contingencia, la inmortalidad y en su limitación, la aspiración a ser más. Y a ese ser le dio Dios inteligencia, avidez por la belleza y la sabiduría, tesón por crecer, horizontes y sueños. Y quiso que fuera poeta y filósofo, pensador y artista, que pudiera gobernar todas las cosas creadas, poniendo en él un deseo inagotable por la búsqueda de la verdad y su misterio y que además lo expresara con la maravilla que la palabra es.

Entonces el Hacedor de todo se detuvo un instante ante aquel montón de tierra de la cual había pensado crear su obra cumbre, convirtiendo esa materia inerte en materia viva. Y en el acto máximo y sublime de su creación, le dio al hombre un regalo más: le otorgó el don de amar, un corazón que latiera alucinado al sentir la presencia de la persona amada, ese brívido magnífico que se experimenta al contemplar el brillo de sus ojos o tan siquiera su recuerdo. Le dio el sentimiento de ser en otro y compartir sus ansias, el placer del encuentro largamente acariciado, la ternura del abrazo, la donación y la entrega del beso, que como dice el poeta “redime en su espacio lo pequeño de ilimites distancias”.

Y a ese regalo inapreciable le llamamos amor, y quiso Dios que todo en nuestra vida se realizara a través de ese don, en el que todos nuestros paradigmas se cumplen: la capacidad de ser más en los demás; la esplendente aventura por la cual somos capaces de trascender nuestra propia finitud; la felicidad en la infelicidad, la dicha en el quebranto, la tormenta y la calma, materiales todos que constituyen la tela inconsútil de nuestros sueños, y el inútil tesoro que solo puede perdurar en aquel a quien abre sus alas.

Pero es por eso que a través del amor la creación entera adquiere sentido, los astros no marchan a ciegas, el espacio no es ya una gran jaula y el tiempo puede rescatarse a sí mismo. Y aunque sabemos que el amor es frágil, encierra en su equilibrio nuestra siempre obstinada lucha por la permanencia, y solo con él los hombres podemos tocar, aunque sea por un instante, la esencia misma de Dios con nuestras débiles y mortales manos.

Y cumplido todo esto, y contemplando sonriente su obra maestra, el sexto día Yahvé Dios se dispuso a descansar.

---

In memoriam Erasmo Gonzalez M.

Amigo y compañero de juventud.

----

“..fuerte es el amor

como la muerte..”

Cantares, 8.6