/ domingo 25 de abril de 2021

El futuro de la ética: ¿utopía o realidad?

Hace unos días, un buen amigo me hablaba de su preocupación sobre la recurrente crisis de valores que en casi todas las sociedades de mundo se experimenta hoy en día y que se manifiesta en una aguda insatisfacción respecto a ellos, ya sea en los centros de trabajo, en las escuelas, las iglesias y en los hogares, lo que a su vez deriva en un evidente deterioro del llamado “tejido social”, junto con una irrefrenable descomposición moral.

Y consternado me preguntaba si acaso nuestro tiempo tendrá una respuesta a esa problemática, ocupados como estamos en la búsqueda de valores que privilegian lo intrascendente y fomentan nuestro egoísmo y nuestra ambición.

Recordé entonces una novela, “Historia de dos ciudades”, de Charles Dickens, que comienza con una frase extraña en la que el autor describe la vida del Londres del siglo XVIII después de la Revolución Francesa: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la era de la sabiduría y también de la locura…”

Si esta descripción inicial de la novela pudiera aplicarse en nuestra era postmoderna, de ciencia deslumbrante y maravillosos logros tecnológicos, a la forma humana de convivencia que ahora tenemos, debería ser sin duda alguna al lugar que hemos dado a la ética, como horizonte aspiracional o como una tonta e inútil utopía.

Porque vivimos la época de un relativismo asfixiante, de un culto exacerbado por lo novedoso, de un egoísmo individualista y del triste abandono de lo importante por lo trivial. Pero es también la época de nuevos retos y oportunidades para mejorar el ambiente, de la búsqueda por humanizar la vida, cuidar de la familia y fomentar la participación y la solidaridad.

Es la hora del facilismo tecnológico, pero también de la búsqueda por la trascendencia. De decidirnos por lo correcto, pero sin dejar de luchar contra lo incorrecto.

El tiempo preciso para cambiar las actitudes que la sociedad reclama como urgentes para su supervivencia. Y todo ello, mientras debemos enfrentar, con esfuerzo y constancia, los duros desafíos que la vida nos presenta.

¿Pero deveras, en este tiempo, nos importa ser éticos? ¿Es una moda que pasará, o estamos ante un fenómeno que recién descubrimos, una disciplina académica o una urgencia de la misma naturaleza, pero que nos definirá en lo que deseamos ser como individuos pensantes para el futuro? Este es el reto básico que tiene delante de nosotros anhelo por dignificar nuestra vida y la de nuestras comunidades.

No creo que tengamos que esforzarnos mucho para descubrir si, aún en este tiempo, preferimos ser engañados o que sean honestos con nosotros; si queremos ser tratados como personas y no como objetos y si creemos que merecemos más el insulto que ser considerados como seres humanos. Es el momento de entender que hay ciertos valores claves en nuestra vida, los cuales debemos respetar y que no podemos vulnerar sin dañarnos a nosotros mismos, y son por los que todos somos finalmente definidos, ya que constituyen la esencia fundamental de nuestra naturaleza racional y pensante.

A lo largo de la historia, pensadores como los llamados “filósofos de la sospecha” han querido minimizar, declarar inútil, y hasta degradante a la ética. (La moral es para los esclavos, los débiles, dijo F. Nietszche); “no hay bien ni mal, solo la verdad”, dicen otros (aunque realmente ignoro qué quieren decir con eso) Y algunos postmodernistas pretenden relativizarla a conveniencia o le dan un pobre valor marginal. Y están finalmente los que simplemente la ignoran, “por su nulo aporte a la ciencia”.

Pero a pesar de todo ello, la ética seguirá siendo la formulación categórica y normativa que define la bondad y la malicia de los actos humanos, pero no solo como limitante, sino como igualmente definitoria de nuestra inalienable dignidad como personas.

La ética es el origen de toda valoración humana, la fuente de toda otra expresión jurídica, religiosa o ideológica, que el hombre ha privilegiado en orden a vivir sabía y ordenadamente en medio de los demás seres humanos.

Se atribuye a un filósofo francés postmodernista, Gilles Lipotveski, la frase: “El siglo XXI será ético, o no será”. Pero en otro escrito, el mismo pensador afirma: “prefiero un empleado que me robe, pero que sea competente, a un honesto incompetente”

En esta dicotomía de evidente contradicción se esconde sin embargo una indudable e interesante reflexión, que pone en el epicentro de toda actividad humana a la ética.

Cualquiera que sea lo que decidamos hacer con nuestro comportamiento cotidiano, siempre estará a debate si es correcto o incorrecto, moral o inmoral, ético o no. Y que en esa lógica, no debemos lastimar lo que debemos valorar, ni privilegiar lo que nos lastima, si queremos en verdad sobrevivir como sociedad humana y como especie.

Por eso es definitivamente cierto lo que escribió hace muchos siglos Confucio: “Una sociedad triunfa cuando hay integridad en los hogares”. Y podría concluirse que una nación fracasa cuando desde los hogares no se educa en la integridad.

Hace unos días, un buen amigo me hablaba de su preocupación sobre la recurrente crisis de valores que en casi todas las sociedades de mundo se experimenta hoy en día y que se manifiesta en una aguda insatisfacción respecto a ellos, ya sea en los centros de trabajo, en las escuelas, las iglesias y en los hogares, lo que a su vez deriva en un evidente deterioro del llamado “tejido social”, junto con una irrefrenable descomposición moral.

Y consternado me preguntaba si acaso nuestro tiempo tendrá una respuesta a esa problemática, ocupados como estamos en la búsqueda de valores que privilegian lo intrascendente y fomentan nuestro egoísmo y nuestra ambición.

Recordé entonces una novela, “Historia de dos ciudades”, de Charles Dickens, que comienza con una frase extraña en la que el autor describe la vida del Londres del siglo XVIII después de la Revolución Francesa: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos; la era de la sabiduría y también de la locura…”

Si esta descripción inicial de la novela pudiera aplicarse en nuestra era postmoderna, de ciencia deslumbrante y maravillosos logros tecnológicos, a la forma humana de convivencia que ahora tenemos, debería ser sin duda alguna al lugar que hemos dado a la ética, como horizonte aspiracional o como una tonta e inútil utopía.

Porque vivimos la época de un relativismo asfixiante, de un culto exacerbado por lo novedoso, de un egoísmo individualista y del triste abandono de lo importante por lo trivial. Pero es también la época de nuevos retos y oportunidades para mejorar el ambiente, de la búsqueda por humanizar la vida, cuidar de la familia y fomentar la participación y la solidaridad.

Es la hora del facilismo tecnológico, pero también de la búsqueda por la trascendencia. De decidirnos por lo correcto, pero sin dejar de luchar contra lo incorrecto.

El tiempo preciso para cambiar las actitudes que la sociedad reclama como urgentes para su supervivencia. Y todo ello, mientras debemos enfrentar, con esfuerzo y constancia, los duros desafíos que la vida nos presenta.

¿Pero deveras, en este tiempo, nos importa ser éticos? ¿Es una moda que pasará, o estamos ante un fenómeno que recién descubrimos, una disciplina académica o una urgencia de la misma naturaleza, pero que nos definirá en lo que deseamos ser como individuos pensantes para el futuro? Este es el reto básico que tiene delante de nosotros anhelo por dignificar nuestra vida y la de nuestras comunidades.

No creo que tengamos que esforzarnos mucho para descubrir si, aún en este tiempo, preferimos ser engañados o que sean honestos con nosotros; si queremos ser tratados como personas y no como objetos y si creemos que merecemos más el insulto que ser considerados como seres humanos. Es el momento de entender que hay ciertos valores claves en nuestra vida, los cuales debemos respetar y que no podemos vulnerar sin dañarnos a nosotros mismos, y son por los que todos somos finalmente definidos, ya que constituyen la esencia fundamental de nuestra naturaleza racional y pensante.

A lo largo de la historia, pensadores como los llamados “filósofos de la sospecha” han querido minimizar, declarar inútil, y hasta degradante a la ética. (La moral es para los esclavos, los débiles, dijo F. Nietszche); “no hay bien ni mal, solo la verdad”, dicen otros (aunque realmente ignoro qué quieren decir con eso) Y algunos postmodernistas pretenden relativizarla a conveniencia o le dan un pobre valor marginal. Y están finalmente los que simplemente la ignoran, “por su nulo aporte a la ciencia”.

Pero a pesar de todo ello, la ética seguirá siendo la formulación categórica y normativa que define la bondad y la malicia de los actos humanos, pero no solo como limitante, sino como igualmente definitoria de nuestra inalienable dignidad como personas.

La ética es el origen de toda valoración humana, la fuente de toda otra expresión jurídica, religiosa o ideológica, que el hombre ha privilegiado en orden a vivir sabía y ordenadamente en medio de los demás seres humanos.

Se atribuye a un filósofo francés postmodernista, Gilles Lipotveski, la frase: “El siglo XXI será ético, o no será”. Pero en otro escrito, el mismo pensador afirma: “prefiero un empleado que me robe, pero que sea competente, a un honesto incompetente”

En esta dicotomía de evidente contradicción se esconde sin embargo una indudable e interesante reflexión, que pone en el epicentro de toda actividad humana a la ética.

Cualquiera que sea lo que decidamos hacer con nuestro comportamiento cotidiano, siempre estará a debate si es correcto o incorrecto, moral o inmoral, ético o no. Y que en esa lógica, no debemos lastimar lo que debemos valorar, ni privilegiar lo que nos lastima, si queremos en verdad sobrevivir como sociedad humana y como especie.

Por eso es definitivamente cierto lo que escribió hace muchos siglos Confucio: “Una sociedad triunfa cuando hay integridad en los hogares”. Y podría concluirse que una nación fracasa cuando desde los hogares no se educa en la integridad.