/ jueves 17 de diciembre de 2020

El otro gallo | El espejo roto

El mundo ha cambiado. Su rostro ahora es de austeridad total, donde la moda de vestidos y maquillajes se retiró del escenario dando paso a la moda de las mil y una formas de hacer cubrebocas y caretas.

Las mujeres gastamos menos en cosméticos y nuestra piel lo agradece. Aquella avalancha de personas que recorrían las calles ansiosas por comprar y que como entes errantes provocados por el impulso social devoraban estantes en tiendas buscando no sé qué ha desaparecido.

Aunque hay algo que no cambia, como los niños que alentados por el caótico ambiente que prevalece corren de un lado a otro gritando como prisioneros que habían obtenido su libertad y absortos observan los productos inútiles, pero vistosos que los vendedores ambulantes exhiben en las calles y que adornaban con celofanes de vistosos colores, los cuales bajo las luces del alumbrado público adquieren ese halo de fantasía tan necesario para vivir.

A pesar de ello, hoy salimos solo para buscar comida o trabajar. Ahora cuando salgo a comprar víveres con toda la indumentaria necesaria, trato de pasar desapercibida para que la muerte que se esconde en cada rincón de la ciudad no me sorprenda, y así me escabullo entre un pequeño mar de gente que al igual que yo, va disfrazada y sorteando por un lado a un pequeño corriendo y por el otro a una mujer con dos bolsas en cada mano mientras tres chiquillos obesos halan el ruedo de su falda, llego al segundo cuadro.

Camino a paso de tortuga, como mi madre decía, por las calles que antes estaban tapizadas de personas inmersas en sus charlas, la gran mayoría en grupos tres o más, que reían escandalosamente a la menor provocación y que miraban los escaparates de las tiendas como si fuesen piezas de museo, absortos o quizá embelesados, hoy solo son recuerdo. Hay ausencia total de ruido y de risas.

En el segundo cuadro la poca gente que hay se dispersa aún más, casi no hay movimiento. Se me figura estar inmersa en una postal, donde los edificios abandonados, que no son muy agradables para la gente en esta época del año y a decir verdad, en ninguna época; son protagonistas de este escenario carente de vida.

Sin embargo, hay cosas que no cambian, todavía se aprecian a personas sin hogar que sin protección alguna duerme a la intemperie y sin siquiera haber comido e irónica afortunadamente la muerte se conduele de ellos y pasa de largo.

Cuando se ve la realidad sin filtros, cuando vemos cara a cara la miseria de otros cuyo aroma no es precisamente el de un perfume caro sino el de muchos días en medio de la basura y el olvido; cuando miramos a escuálidos niños que en vez de llevarse un dulce a la boca levantan del piso una envoltura y la lamen con esperanza de imaginar que sabor tenía el dulce que envolvía; cuando a nuestro paso vemos a hombres que han perdido todo hasta su dignidad, durmiendo sobre las banquetas en un rincón o que avergonzados de no pertenecer a una sociedad "triunfadora" callados se hacen a un lado para no estorbar el paso presuroso de las personas que altaneras y orgullosas los miran por encima del hombro con aires de supremacía y que pasan de largo sin detener su mirada y su pensamiento en ellos, es cuando resulta irónico y patético llamarnos desgraciados cuando en estas fechas de crisis y a punto de celebrar la Navidad, debemos quedarnos en casa a la cual consideramos cárcel sin percatarnos que muchos no tienen ni eso. Patético y ridículo es nuestro enfado por no poder salir a comer el platillo que nos encanta o porque el vestido que queríamos lucir en la cena de Navidad quedó en clóset.

Si nos detenemos un momento podremos vernos en el espejo de la vanidad absoluta y darnos cuenta de que las cosas que creíamos indispensables para vivir realmente no lo son. Que debemos estar agradecidos que esta mala experiencia nos sirviera para romper ese espejo de vanidad y consumismo mordaz y para tener empatía para los que tienen menos que nosotros.

El reconocimiento de que nuestro paso por la tierra es efímero y que nada nos llevaremos a la tumba alivia esa ansia de consumismo y de ambición que nos carcome durante toda nuestra vida y quizá más en estas fechas donde el quedar bien es lo que cuenta, pero que nos impide ver el real significado de estar vivos sin espejos.

El mundo ha cambiado. Su rostro ahora es de austeridad total, donde la moda de vestidos y maquillajes se retiró del escenario dando paso a la moda de las mil y una formas de hacer cubrebocas y caretas.

Las mujeres gastamos menos en cosméticos y nuestra piel lo agradece. Aquella avalancha de personas que recorrían las calles ansiosas por comprar y que como entes errantes provocados por el impulso social devoraban estantes en tiendas buscando no sé qué ha desaparecido.

Aunque hay algo que no cambia, como los niños que alentados por el caótico ambiente que prevalece corren de un lado a otro gritando como prisioneros que habían obtenido su libertad y absortos observan los productos inútiles, pero vistosos que los vendedores ambulantes exhiben en las calles y que adornaban con celofanes de vistosos colores, los cuales bajo las luces del alumbrado público adquieren ese halo de fantasía tan necesario para vivir.

A pesar de ello, hoy salimos solo para buscar comida o trabajar. Ahora cuando salgo a comprar víveres con toda la indumentaria necesaria, trato de pasar desapercibida para que la muerte que se esconde en cada rincón de la ciudad no me sorprenda, y así me escabullo entre un pequeño mar de gente que al igual que yo, va disfrazada y sorteando por un lado a un pequeño corriendo y por el otro a una mujer con dos bolsas en cada mano mientras tres chiquillos obesos halan el ruedo de su falda, llego al segundo cuadro.

Camino a paso de tortuga, como mi madre decía, por las calles que antes estaban tapizadas de personas inmersas en sus charlas, la gran mayoría en grupos tres o más, que reían escandalosamente a la menor provocación y que miraban los escaparates de las tiendas como si fuesen piezas de museo, absortos o quizá embelesados, hoy solo son recuerdo. Hay ausencia total de ruido y de risas.

En el segundo cuadro la poca gente que hay se dispersa aún más, casi no hay movimiento. Se me figura estar inmersa en una postal, donde los edificios abandonados, que no son muy agradables para la gente en esta época del año y a decir verdad, en ninguna época; son protagonistas de este escenario carente de vida.

Sin embargo, hay cosas que no cambian, todavía se aprecian a personas sin hogar que sin protección alguna duerme a la intemperie y sin siquiera haber comido e irónica afortunadamente la muerte se conduele de ellos y pasa de largo.

Cuando se ve la realidad sin filtros, cuando vemos cara a cara la miseria de otros cuyo aroma no es precisamente el de un perfume caro sino el de muchos días en medio de la basura y el olvido; cuando miramos a escuálidos niños que en vez de llevarse un dulce a la boca levantan del piso una envoltura y la lamen con esperanza de imaginar que sabor tenía el dulce que envolvía; cuando a nuestro paso vemos a hombres que han perdido todo hasta su dignidad, durmiendo sobre las banquetas en un rincón o que avergonzados de no pertenecer a una sociedad "triunfadora" callados se hacen a un lado para no estorbar el paso presuroso de las personas que altaneras y orgullosas los miran por encima del hombro con aires de supremacía y que pasan de largo sin detener su mirada y su pensamiento en ellos, es cuando resulta irónico y patético llamarnos desgraciados cuando en estas fechas de crisis y a punto de celebrar la Navidad, debemos quedarnos en casa a la cual consideramos cárcel sin percatarnos que muchos no tienen ni eso. Patético y ridículo es nuestro enfado por no poder salir a comer el platillo que nos encanta o porque el vestido que queríamos lucir en la cena de Navidad quedó en clóset.

Si nos detenemos un momento podremos vernos en el espejo de la vanidad absoluta y darnos cuenta de que las cosas que creíamos indispensables para vivir realmente no lo son. Que debemos estar agradecidos que esta mala experiencia nos sirviera para romper ese espejo de vanidad y consumismo mordaz y para tener empatía para los que tienen menos que nosotros.

El reconocimiento de que nuestro paso por la tierra es efímero y que nada nos llevaremos a la tumba alivia esa ansia de consumismo y de ambición que nos carcome durante toda nuestra vida y quizá más en estas fechas donde el quedar bien es lo que cuenta, pero que nos impide ver el real significado de estar vivos sin espejos.