/ jueves 16 de enero de 2020

El Otro Gallo I Escudo protector

Las noches de la infancia pueden ser todo menos aburridas. Cuando eres niño, los monstruos viven debajo de la cama, detrás de las puertas, en el viejo ropero o como en mi caso, detrás de los cilindros de gas...

El patio de aquella vecindad donde pasé mi niñez en la calle Insurgentes en Madero, era el hogar para los monstruos de mi niñez. Ahora veo que debieron al igual que muchos de nosotros actualmente, no creer en los créditos de interés social para adquirir vivienda, o quizá en aquella época no redituaba mucho ser monstruo por lo que tenían que conformarse con vivir en un patio; como sea allí vivían cuando era niña. En las noches, cuando mi madre me daba mi beso en la frente sabía que mi pase de salida del mundo real al mundo de mi imaginación.

A las diez en punto de la noche mis ojos se abrían y fijamente observaba aquel oscuro patio cuya puerta no se cerraba nunca, porque mi madre decía que había que oxigenar el cuarto; francamente había noches que debimos haber tomado mucho oxígeno pues tosía mucho a la mañana siguiente.

El caso es que mientras más observaba el patio más formas siniestras se erguían detrás de los cilindros y lentamente iban apareciendo los monstruos más inverosímiles que se puedan imaginar, no obstante si bien en ocasiones me asustaban jamás llegaron a lastimarme ni siquiera se acercaban pero nunca tuve valor para levantarme de la cama e ir a verles la cara de cerca, no por ellos en sí sino porque sabía que mínimo cuatro chanclazos me esperarían al final de mi viaje al mundo de los monstruos.

Sin embargo, para hacer que los monstruos se calmaran y me dejaran poder reconciliarme con mi sueño, solía tomar mi escudo protector y no, ya se lo que piensan, que me tapaba hasta la cabeza con la sábana pero no, lo mío nunca fue taparme con la sábana pues recuerden que mi madre decía que había que tomar oxígeno y tapándome hasta la cabeza pues no entraba el oxígeno por ello mi escudo protector era mi caja de música. Se accionaba al darle cuerda, en ese tiempo era fácil controlar a los monstruos pues descubrí que no soportan el sonido dulce y apacible de la caja de música ya que la melodía que de ella emanaba provenía del mismo cielo, mientras que las imágenes de pequeños ratones trabajando con el zapatero alegraban mi vista alejando de mí todo miedo posible.

Era una caja cuadrada en forma de radio con una antena de resorte que tenía una punta roja pesada y redonda como las antenitas de vinil del Chapulín Colorado y la cual fue popular entre los infantes de 1976, además tenía una perilla roja que era la llave de la cuerda y que cuando la hacía girar iban pasando imágenes de ratoncitos haciendo unos zapatos para un zapatero viejo dormido mientras la melodía enmarcaba el cuadro y daba vida a la minipelícula.

Mi hermana me había contado varias veces la historia de los ratones y el zapatero por eso cuando escuchaba la melodía recordaba el cuento y mis miedos desaparecían junto con los monstruos. Podía pasar horas escuchando la dulce melodía de aquella caja mágica pero siempre llegaba el punto de que se terminase la cuerda, lo que significaba volver a enfrentar sin mi escudo protector mis monstruos que resurgían sin tregua, aunque para esa hora un escudo natural surgía: el sol. El amanecer en la infancia es la escoba de las sombras que disipa la oscura profundidad de nuestros monstruos que no son otra cosa que nuestros propios pensamientos.

Actualmente en ocasiones, cuando por las noches miro hacia mi ventana y observo la profunda oscuridad siento, quizá como todos, un poco de miedo por nuevos monstruos que vienen a verme y aunque ya no tengo mi escudo protector que era mi caja de música, recuerdo su melodía y la vuelvo a escuchar cerrando mis ojos y puedo ver a los ratones trabajar sin preocupación en aquellos zapatos junto aquel viejo zapatero dormido y los mostruos se alejan y mi mente descansa de sus propios pensamientos dando paso a la luz y a la calma. Maravilloso escudo protector que durará mientras dure la cuerda de mi memoria.

Las noches de la infancia pueden ser todo menos aburridas. Cuando eres niño, los monstruos viven debajo de la cama, detrás de las puertas, en el viejo ropero o como en mi caso, detrás de los cilindros de gas...

El patio de aquella vecindad donde pasé mi niñez en la calle Insurgentes en Madero, era el hogar para los monstruos de mi niñez. Ahora veo que debieron al igual que muchos de nosotros actualmente, no creer en los créditos de interés social para adquirir vivienda, o quizá en aquella época no redituaba mucho ser monstruo por lo que tenían que conformarse con vivir en un patio; como sea allí vivían cuando era niña. En las noches, cuando mi madre me daba mi beso en la frente sabía que mi pase de salida del mundo real al mundo de mi imaginación.

A las diez en punto de la noche mis ojos se abrían y fijamente observaba aquel oscuro patio cuya puerta no se cerraba nunca, porque mi madre decía que había que oxigenar el cuarto; francamente había noches que debimos haber tomado mucho oxígeno pues tosía mucho a la mañana siguiente.

El caso es que mientras más observaba el patio más formas siniestras se erguían detrás de los cilindros y lentamente iban apareciendo los monstruos más inverosímiles que se puedan imaginar, no obstante si bien en ocasiones me asustaban jamás llegaron a lastimarme ni siquiera se acercaban pero nunca tuve valor para levantarme de la cama e ir a verles la cara de cerca, no por ellos en sí sino porque sabía que mínimo cuatro chanclazos me esperarían al final de mi viaje al mundo de los monstruos.

Sin embargo, para hacer que los monstruos se calmaran y me dejaran poder reconciliarme con mi sueño, solía tomar mi escudo protector y no, ya se lo que piensan, que me tapaba hasta la cabeza con la sábana pero no, lo mío nunca fue taparme con la sábana pues recuerden que mi madre decía que había que tomar oxígeno y tapándome hasta la cabeza pues no entraba el oxígeno por ello mi escudo protector era mi caja de música. Se accionaba al darle cuerda, en ese tiempo era fácil controlar a los monstruos pues descubrí que no soportan el sonido dulce y apacible de la caja de música ya que la melodía que de ella emanaba provenía del mismo cielo, mientras que las imágenes de pequeños ratones trabajando con el zapatero alegraban mi vista alejando de mí todo miedo posible.

Era una caja cuadrada en forma de radio con una antena de resorte que tenía una punta roja pesada y redonda como las antenitas de vinil del Chapulín Colorado y la cual fue popular entre los infantes de 1976, además tenía una perilla roja que era la llave de la cuerda y que cuando la hacía girar iban pasando imágenes de ratoncitos haciendo unos zapatos para un zapatero viejo dormido mientras la melodía enmarcaba el cuadro y daba vida a la minipelícula.

Mi hermana me había contado varias veces la historia de los ratones y el zapatero por eso cuando escuchaba la melodía recordaba el cuento y mis miedos desaparecían junto con los monstruos. Podía pasar horas escuchando la dulce melodía de aquella caja mágica pero siempre llegaba el punto de que se terminase la cuerda, lo que significaba volver a enfrentar sin mi escudo protector mis monstruos que resurgían sin tregua, aunque para esa hora un escudo natural surgía: el sol. El amanecer en la infancia es la escoba de las sombras que disipa la oscura profundidad de nuestros monstruos que no son otra cosa que nuestros propios pensamientos.

Actualmente en ocasiones, cuando por las noches miro hacia mi ventana y observo la profunda oscuridad siento, quizá como todos, un poco de miedo por nuevos monstruos que vienen a verme y aunque ya no tengo mi escudo protector que era mi caja de música, recuerdo su melodía y la vuelvo a escuchar cerrando mis ojos y puedo ver a los ratones trabajar sin preocupación en aquellos zapatos junto aquel viejo zapatero dormido y los mostruos se alejan y mi mente descansa de sus propios pensamientos dando paso a la luz y a la calma. Maravilloso escudo protector que durará mientras dure la cuerda de mi memoria.