/ lunes 5 de marzo de 2018

El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismäki


El cine reciente del finlandés Aki Kaurismäki es una exploración de exiliados políticos y morales

Es el caso de El otro lado de la esperanza/ Finlandia- Alemania- 2017, historia de dos personajes que se ven en la necesidad de emigrar de su hábitat: Wikström/ Sakari Kousmanen, de su matrimonio rutinario y roto con una alcohólica; Kahled/ Sherwin Hajda, de su devastada Alepo/ Siria en busca de asilo en Finlandia.

Kaurismäki burila hasta el mínimo detalle el estilo de su cine con esta obra que le significó el Oso de Plata por Mejor Director en la Berlinale de 2017. La comedia seca, busterketoneana, colindante con lo absurdo adquiere, sin embargo, una empatía más “natural” en su intención de cobijo o solidaridad con seres (ya no solamente con la clase trabajadora, habitual en sus filmes), sino con los desplazados.

Contrario a las propuestas duras, despiadadas de Una vez que naces, de Marco Tullio Giordana, Fuego en el mar, de Gianfranco Rosi, o El silencio de Lorna, de los Dardenne, Kaurismäki opta por la ternura y la ironía ácidas. Es decir, al igual que su anterior texto fílmico Le Havre/ 2011, le da espacio a la esperanza no como una panacea, más bien como la ruta irremediable para la convivencia pacífica.

Kahled busca primero, por el protocolo de la ley, quedarse en Finlandia. Wikström, en cambio, en un casino clandestino gana el dinero para adquirir un restaurante. Los dados morales para Kaurismäki pueden caer en cualquier lado. No hay ni buenos ni malos. Sólo desgarrados, incompletos existenciales y patidifusos, como la amiga (Kati Outinen, una actriz recurrente de Kaurismäki) que dice: “Me voy ir a México a beber sake y bailar hula, hula”.

La historia pasada de Kahled oficialmente no es admisible: será deportado. Sólo el calor de sus iguales lo abrigarán, incluso contra finlandeses pronazis, amén de la cooperación de tres meseros extraños, a centímetros de los peripatéticos inspectores de El pequeño Quinquin/ 2014, de Bruno Dumont.

Ante un panorama de ultranacionalismos y sordera de las grandes potencias ante las inmigraciones hacia Europa, Kaurismäki responde con una fábula humanista, cálida, amorosa (que incluye a rockeros viejos sin foros dónde tocar) para decir, a la manera de Juan Rulfo en Pedro Páramo, “hay esperanza a pesar nuestro”…


El cine reciente del finlandés Aki Kaurismäki es una exploración de exiliados políticos y morales

Es el caso de El otro lado de la esperanza/ Finlandia- Alemania- 2017, historia de dos personajes que se ven en la necesidad de emigrar de su hábitat: Wikström/ Sakari Kousmanen, de su matrimonio rutinario y roto con una alcohólica; Kahled/ Sherwin Hajda, de su devastada Alepo/ Siria en busca de asilo en Finlandia.

Kaurismäki burila hasta el mínimo detalle el estilo de su cine con esta obra que le significó el Oso de Plata por Mejor Director en la Berlinale de 2017. La comedia seca, busterketoneana, colindante con lo absurdo adquiere, sin embargo, una empatía más “natural” en su intención de cobijo o solidaridad con seres (ya no solamente con la clase trabajadora, habitual en sus filmes), sino con los desplazados.

Contrario a las propuestas duras, despiadadas de Una vez que naces, de Marco Tullio Giordana, Fuego en el mar, de Gianfranco Rosi, o El silencio de Lorna, de los Dardenne, Kaurismäki opta por la ternura y la ironía ácidas. Es decir, al igual que su anterior texto fílmico Le Havre/ 2011, le da espacio a la esperanza no como una panacea, más bien como la ruta irremediable para la convivencia pacífica.

Kahled busca primero, por el protocolo de la ley, quedarse en Finlandia. Wikström, en cambio, en un casino clandestino gana el dinero para adquirir un restaurante. Los dados morales para Kaurismäki pueden caer en cualquier lado. No hay ni buenos ni malos. Sólo desgarrados, incompletos existenciales y patidifusos, como la amiga (Kati Outinen, una actriz recurrente de Kaurismäki) que dice: “Me voy ir a México a beber sake y bailar hula, hula”.

La historia pasada de Kahled oficialmente no es admisible: será deportado. Sólo el calor de sus iguales lo abrigarán, incluso contra finlandeses pronazis, amén de la cooperación de tres meseros extraños, a centímetros de los peripatéticos inspectores de El pequeño Quinquin/ 2014, de Bruno Dumont.

Ante un panorama de ultranacionalismos y sordera de las grandes potencias ante las inmigraciones hacia Europa, Kaurismäki responde con una fábula humanista, cálida, amorosa (que incluye a rockeros viejos sin foros dónde tocar) para decir, a la manera de Juan Rulfo en Pedro Páramo, “hay esperanza a pesar nuestro”…