/ viernes 29 de marzo de 2019

El reino de la poesía

“La poesía es una concentración de luciérnagas capaz de iluminar el mundo", dice en una línea Otto Raúl González.

En medio de tanta penumbra –la estupidez y la estulticia quizá las más frecuentes sombras- que envuelven al quehacer del mundo, la poesía es esa luz, esa zona de claridad que convoca al misterio, a la soledad y a la sabiduría simple de las cosas.

“La poesía es conocimiento”, apuntó Octavio Paz. Conocimiento y luz, expansión de lo otro; mejor dicho: la otredad aquí, en esta parte que es todas las partes.

La poesía está en todo lugar, a todas horas. La hacemos con la palabra, la mirada, la contemplación y la humildad del hecho metafísico de aceptar lo irremediable.

La poesía hace emerger de lo profundo del hombre más demonios que divinidades, más incertidumbres que certezas. Quien descubre la poesía descubre la verdad propia, que es la verdad universal del hombre, de las religiones.

La poesía, como el crepúsculo, es un reino donde hay sombras y luces convocadas.

Celebremos a diario a la Poesía porque somos seres hechos de palabras que es decir memoria, perpetuación de la idea. La palabra es la casa del ser, apuntó Heidegger. Por ello, la poesía (que es palabra) le da al hombre su morada, su refugio, acaso su salvación.

Siempre me ha inquietado el inicio del Evangelio de San Juan: “En el principio era el Verbo.” ¿la palabra es la religión verdadera? Y la religión es enunciada y anunciada, mediante el verso, por la poesía.

La literatura es la salvación del hombre, la respuesta a lo fugaz del tiempo. El libro es la religión del conocimiento. La literatura revela y devela la sinrazón del vivir, la inutilidad del destino y el oprobio de la felicidad.

¿Para qué existe la poesía? Tal vez para entender un poco más de este mundo, para no andar por los senderos que nos toca transitar en medio de neblinas o lloviznas de indiferencia.

¿A quién le sirve la poesía? A todos y a nadie porque la poesía está allí, objeto-ente-ser. Es mirada, materia de Eros, líquido deslizado en el albedrío. Es manjar y sed de (in) mortales inmersos en la irrenunciable rutina del vivir. Es, qué remedio, el lenguaje de lo invisible. El poeta escribe desde la víscera, desde el pus, desde el dolor. El poeta dialoga con las sombras para dar luz. Busca en los abismos del hombre las perlas de la belleza, del placer. El poeta no dice: predice (vate, vidente), anuncia y desahucia al hombre mismo en sus contradicciones ontológicas. El poeta es un mundo en llamas; es un hombre de palabras y aún más: es un hombre lleno de hombres. El material del poeta es el hombre mismo. Escribir es un acto dual de exorcismo y purificación. El poeta, cuando crea, se sienta a la mesa con Dios y el diablo…

“La poesía es conocimiento”, apuntó Octavio Paz. Conocimiento y luz, expansión de lo otro; mejor dicho: la otredad aquí, en esta parte que es todas las partes.

“La poesía es una concentración de luciérnagas capaz de iluminar el mundo", dice en una línea Otto Raúl González.

En medio de tanta penumbra –la estupidez y la estulticia quizá las más frecuentes sombras- que envuelven al quehacer del mundo, la poesía es esa luz, esa zona de claridad que convoca al misterio, a la soledad y a la sabiduría simple de las cosas.

“La poesía es conocimiento”, apuntó Octavio Paz. Conocimiento y luz, expansión de lo otro; mejor dicho: la otredad aquí, en esta parte que es todas las partes.

La poesía está en todo lugar, a todas horas. La hacemos con la palabra, la mirada, la contemplación y la humildad del hecho metafísico de aceptar lo irremediable.

La poesía hace emerger de lo profundo del hombre más demonios que divinidades, más incertidumbres que certezas. Quien descubre la poesía descubre la verdad propia, que es la verdad universal del hombre, de las religiones.

La poesía, como el crepúsculo, es un reino donde hay sombras y luces convocadas.

Celebremos a diario a la Poesía porque somos seres hechos de palabras que es decir memoria, perpetuación de la idea. La palabra es la casa del ser, apuntó Heidegger. Por ello, la poesía (que es palabra) le da al hombre su morada, su refugio, acaso su salvación.

Siempre me ha inquietado el inicio del Evangelio de San Juan: “En el principio era el Verbo.” ¿la palabra es la religión verdadera? Y la religión es enunciada y anunciada, mediante el verso, por la poesía.

La literatura es la salvación del hombre, la respuesta a lo fugaz del tiempo. El libro es la religión del conocimiento. La literatura revela y devela la sinrazón del vivir, la inutilidad del destino y el oprobio de la felicidad.

¿Para qué existe la poesía? Tal vez para entender un poco más de este mundo, para no andar por los senderos que nos toca transitar en medio de neblinas o lloviznas de indiferencia.

¿A quién le sirve la poesía? A todos y a nadie porque la poesía está allí, objeto-ente-ser. Es mirada, materia de Eros, líquido deslizado en el albedrío. Es manjar y sed de (in) mortales inmersos en la irrenunciable rutina del vivir. Es, qué remedio, el lenguaje de lo invisible. El poeta escribe desde la víscera, desde el pus, desde el dolor. El poeta dialoga con las sombras para dar luz. Busca en los abismos del hombre las perlas de la belleza, del placer. El poeta no dice: predice (vate, vidente), anuncia y desahucia al hombre mismo en sus contradicciones ontológicas. El poeta es un mundo en llamas; es un hombre de palabras y aún más: es un hombre lleno de hombres. El material del poeta es el hombre mismo. Escribir es un acto dual de exorcismo y purificación. El poeta, cuando crea, se sienta a la mesa con Dios y el diablo…

“La poesía es conocimiento”, apuntó Octavio Paz. Conocimiento y luz, expansión de lo otro; mejor dicho: la otredad aquí, en esta parte que es todas las partes.