/ domingo 16 de agosto de 2020

El restaurador de almas

Del mismo modo que cualquier artefacto creado por el ingenio humano y hecho para facilitar nuestra vida, necesita de vez en cuando de mantenimiento para que siga funcionando, el alma requiere también de cuidados periódicos, pequeñas reparaciones y algunas veces incluso mayores, para que pueda continuar firme en su lucha por trascender, entre tantas seducciones y tropiezos que debe sufrir en su camino.

Si cuidáramos nuestra mente tal como lo hacemos con nuestro coche o nuestro celular, si nos empeñáramos en eliminar el moho que cubre nuestra conciencia, con el mismo esmero con que pulimos nuestra vajilla más fina; si cada grieta que a veces se abre en nuestra alma, fuera resanada como hacemos con las paredes y los pisos de nuestra casa, sin duda nuestro corazón brillaría también con el ornato que exige esa chispa de la divinidad que poseemos y que es nuestro espíritu inmortal.

Pero a veces prioridades siguen siendo solo aquellas en las que lo material está de por medio: el internet no funciona y pareciera que la misma vida se nos trastornó de pronto con él; la lavadora se descompuso y todo en el hogar pierde su ritmo, y lo mismo sucede cuando padecemos las inevitables fallas de la energía eléctrica, el wifi y la señal de la televisión de paga.

Esos objetos merecen atención inmediata si no queremos soportar reclamos de sus usuarios habituales, que son casi siempre la mayoría en la casa, como si de repente todo perdiera sentido y nuestras únicas conexiones posibles fueran tan solo a través de esos objetos que nos poseen sin remedio, hasta llevarnos casi a la neurosis.

Ojalá tuviéramos también talleres que repararan almas marchitas, esperanzas rotas e ilusiones deshojadas por el viento duro y cruel del desamor y la indiferencia. Ojalá hubiera centros de atención para corazones agrietados, almas sin descanso y espíritus perdidos en la maraña del "qué" y el "cómo", tal y como existen en algunas empresas centros de servicio para clientes insatisfechos. Y ojalá pudiéramos y quisiéramos emplear las habilidades que todos tenemos para restaurar la alegría de un alma dolorida, el consuelo en el desesperado y la fe en el escéptico y el desahuciado.

Pero a pesar de que indudablemente todos tenemos esa capacidad de empatizar con el otro, por desgracia no lo ejercemos, porque estamos demasiado ocupados cargando la batería del celular, o arreglando la llave que gotea y el coche que no arranca. Pero en cada alma acongojada que sepamos escuchar con paciencia; en cada lágrima que podamos enjugar con delicadeza y en cada ilusión desmadejada que enhebremos de nuevo con el hilván de la esperanza, está representada una restauración compasiva de lo más importante que el hombre posee que es la salud y la belleza de su espíritu.

Cada vez que deshacemos un enojo, alegramos una tristeza, alentamos una esperanza y oímos una pena con sinceridad, es como ayudáramos al otro a que pueda colocar la pieza de repuesto que falta en su alma dolorida, que debido a su pena no es capaz de restaurarse a sí misma en la calma, la paz, el sosiego y la tranquilidad que necesita para no sucumbir ante la tormenta que en ese momento sufre.

Por eso cuando un restaurador de almas entra en acción, todos ganamos. Cuando no nos importa lo que los demás sufren y nos declaramos ajenos a su pena, todos perdemos. Cuando buscamos apoyar a quien necesita de nosotros en su hora inquieta, nos reconciliamos con el hecho innegable de que, como cualquier objeto al que damos mantenimiento para que esté siempre funcionando con eficiencia, así también nuestra alma necesita de la restauración que tantos benditos de Dios nos ofrecen a través del repuesto siempre presente de su generosidad, que se traduce en la comprensión y el afecto, sanación sincera que solo puede ofrecer el bien nacido, a través la inclusión que hace de los demás en su propia vida.

Oscar Wilde nos narra en su bello cuento "El Pescador y su Alma" cómo un hombre del mar desea deshacerse de ella porque argumenta que "no la ve, no la toca, no le sirve para nada". Pero en cambio todos quieren su cuerpo, del que sí pueden sacar provecho. Su alma, herencia intangible, no es significativa para los mercaderes de esta vida, que solo privilegian lo material y lo tangible. Por eso nuestro dilema siempre será ese: cuidamos lo que es perecedero, aunque veamos cómo se marchita. Y somos ciegos para ver cómo se marchita, por nuestra culpa, lo que es imperecedero. Así estamos muy pendientes de lo que un día terminará y descuidamos lo que por su naturaleza no terminará jamás. Quizá por eso acabamos perdiendo ambos: lo que cuidamos para el polvo y lo que, por nuestro descuido, se hizo polvo en nuestras manos.

En el Libro Santo se lee: “Bienaventurados los que promovieron la paz e hicieron el bien” La razón de esta frase adquiere sentido pleno si entendemos cuán cierto es que para el hombre bueno la felicidad está implícita en sus acciones y no necesita de más para poseerla, pues en ellas mismas encontrará su propia recompensa.

In Memoriam Alfonso Ramírez Luna, en quien todo esto se cumplió cabalmente.

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EL RESTAURADOR DE ALMAS.

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…Todo lo que no se da,

se pierde….

Jasari

Del mismo modo que cualquier artefacto creado por el ingenio humano y hecho para facilitar nuestra vida, necesita de vez en cuando de mantenimiento para que siga funcionando, el alma requiere también de cuidados periódicos, pequeñas reparaciones y algunas veces incluso mayores, para que pueda continuar firme en su lucha por trascender, entre tantas seducciones y tropiezos que debe sufrir en su camino.

Si cuidáramos nuestra mente tal como lo hacemos con nuestro coche o nuestro celular, si nos empeñáramos en eliminar el moho que cubre nuestra conciencia, con el mismo esmero con que pulimos nuestra vajilla más fina; si cada grieta que a veces se abre en nuestra alma, fuera resanada como hacemos con las paredes y los pisos de nuestra casa, sin duda nuestro corazón brillaría también con el ornato que exige esa chispa de la divinidad que poseemos y que es nuestro espíritu inmortal.

Pero a veces prioridades siguen siendo solo aquellas en las que lo material está de por medio: el internet no funciona y pareciera que la misma vida se nos trastornó de pronto con él; la lavadora se descompuso y todo en el hogar pierde su ritmo, y lo mismo sucede cuando padecemos las inevitables fallas de la energía eléctrica, el wifi y la señal de la televisión de paga.

Esos objetos merecen atención inmediata si no queremos soportar reclamos de sus usuarios habituales, que son casi siempre la mayoría en la casa, como si de repente todo perdiera sentido y nuestras únicas conexiones posibles fueran tan solo a través de esos objetos que nos poseen sin remedio, hasta llevarnos casi a la neurosis.

Ojalá tuviéramos también talleres que repararan almas marchitas, esperanzas rotas e ilusiones deshojadas por el viento duro y cruel del desamor y la indiferencia. Ojalá hubiera centros de atención para corazones agrietados, almas sin descanso y espíritus perdidos en la maraña del "qué" y el "cómo", tal y como existen en algunas empresas centros de servicio para clientes insatisfechos. Y ojalá pudiéramos y quisiéramos emplear las habilidades que todos tenemos para restaurar la alegría de un alma dolorida, el consuelo en el desesperado y la fe en el escéptico y el desahuciado.

Pero a pesar de que indudablemente todos tenemos esa capacidad de empatizar con el otro, por desgracia no lo ejercemos, porque estamos demasiado ocupados cargando la batería del celular, o arreglando la llave que gotea y el coche que no arranca. Pero en cada alma acongojada que sepamos escuchar con paciencia; en cada lágrima que podamos enjugar con delicadeza y en cada ilusión desmadejada que enhebremos de nuevo con el hilván de la esperanza, está representada una restauración compasiva de lo más importante que el hombre posee que es la salud y la belleza de su espíritu.

Cada vez que deshacemos un enojo, alegramos una tristeza, alentamos una esperanza y oímos una pena con sinceridad, es como ayudáramos al otro a que pueda colocar la pieza de repuesto que falta en su alma dolorida, que debido a su pena no es capaz de restaurarse a sí misma en la calma, la paz, el sosiego y la tranquilidad que necesita para no sucumbir ante la tormenta que en ese momento sufre.

Por eso cuando un restaurador de almas entra en acción, todos ganamos. Cuando no nos importa lo que los demás sufren y nos declaramos ajenos a su pena, todos perdemos. Cuando buscamos apoyar a quien necesita de nosotros en su hora inquieta, nos reconciliamos con el hecho innegable de que, como cualquier objeto al que damos mantenimiento para que esté siempre funcionando con eficiencia, así también nuestra alma necesita de la restauración que tantos benditos de Dios nos ofrecen a través del repuesto siempre presente de su generosidad, que se traduce en la comprensión y el afecto, sanación sincera que solo puede ofrecer el bien nacido, a través la inclusión que hace de los demás en su propia vida.

Oscar Wilde nos narra en su bello cuento "El Pescador y su Alma" cómo un hombre del mar desea deshacerse de ella porque argumenta que "no la ve, no la toca, no le sirve para nada". Pero en cambio todos quieren su cuerpo, del que sí pueden sacar provecho. Su alma, herencia intangible, no es significativa para los mercaderes de esta vida, que solo privilegian lo material y lo tangible. Por eso nuestro dilema siempre será ese: cuidamos lo que es perecedero, aunque veamos cómo se marchita. Y somos ciegos para ver cómo se marchita, por nuestra culpa, lo que es imperecedero. Así estamos muy pendientes de lo que un día terminará y descuidamos lo que por su naturaleza no terminará jamás. Quizá por eso acabamos perdiendo ambos: lo que cuidamos para el polvo y lo que, por nuestro descuido, se hizo polvo en nuestras manos.

En el Libro Santo se lee: “Bienaventurados los que promovieron la paz e hicieron el bien” La razón de esta frase adquiere sentido pleno si entendemos cuán cierto es que para el hombre bueno la felicidad está implícita en sus acciones y no necesita de más para poseerla, pues en ellas mismas encontrará su propia recompensa.

In Memoriam Alfonso Ramírez Luna, en quien todo esto se cumplió cabalmente.

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EL RESTAURADOR DE ALMAS.

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…Todo lo que no se da,

se pierde….

Jasari