/ viernes 9 de noviembre de 2018

El silencio

Con el silencio decimos cosas que con palabras no podemos o no queremos.

El silencio es un territorio que tiende puentes, al igual que las palabras, porque comunica.

El silencio es la materia del arte, de la creación artística.

El silencio es vacío y batahola, es prolongación y finitud. Es mar de adioses y limítrofes de arribos.

Con el silencio no hay necesidad de ser hipócritas: el silencio es el dios terrenal, la divinidad que nos ofrece la búsqueda interior sin promesas de paraísos.

Adonde vayamos llevamos nuestra dosis de silencio apunto de estallar o de instaurarse. El silencio es el compañero que no traiciona, es el padre de nuestra siquis.

El silencio es la parada del tren que recibe a la vida y a la muerte.

Nada podemos hacer sin acudir al silencio: las decisiones vitales tienen el visto bueno de él.

El silencio es amo y esclavo, círculo y punto. El silencio está en nuestros labios y en nuestros pasos. El silencio es el otro ritmo de las cosas.

Cada vez que miro, el silencio me observa; cada vez que hablo, el silencio me habla. El silencio es espacio y sonido.

El silencio es la carne del alma. Te toca y lo tocas, lo comes y te comes.

Verdad buena la de la escritora brasileña Clarice Lispector cuando apunta sobre el silencio:

“Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana.

Cómo superar esa paz que no acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.

Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿Oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó no lo dice…”


El silencio es amo y esclavo, círculo y punto. El silencio está en nuestros labios y en nuestros pasos. El silencio es el otro ritmo de las cosas.


Con el silencio decimos cosas que con palabras no podemos o no queremos.

El silencio es un territorio que tiende puentes, al igual que las palabras, porque comunica.

El silencio es la materia del arte, de la creación artística.

El silencio es vacío y batahola, es prolongación y finitud. Es mar de adioses y limítrofes de arribos.

Con el silencio no hay necesidad de ser hipócritas: el silencio es el dios terrenal, la divinidad que nos ofrece la búsqueda interior sin promesas de paraísos.

Adonde vayamos llevamos nuestra dosis de silencio apunto de estallar o de instaurarse. El silencio es el compañero que no traiciona, es el padre de nuestra siquis.

El silencio es la parada del tren que recibe a la vida y a la muerte.

Nada podemos hacer sin acudir al silencio: las decisiones vitales tienen el visto bueno de él.

El silencio es amo y esclavo, círculo y punto. El silencio está en nuestros labios y en nuestros pasos. El silencio es el otro ritmo de las cosas.

Cada vez que miro, el silencio me observa; cada vez que hablo, el silencio me habla. El silencio es espacio y sonido.

El silencio es la carne del alma. Te toca y lo tocas, lo comes y te comes.

Verdad buena la de la escritora brasileña Clarice Lispector cuando apunta sobre el silencio:

“Es tan vasto el silencio de la noche en la montaña. Y tan despoblado. En vano uno intenta trabajar para no oírlo, pensar rápidamente para disimularlo. O inventar un programa, frágil punto que mal nos une al súbitamente improbable día de mañana.

Cómo superar esa paz que no acecha. Silencio tan grande que la desesperación tiene vergüenza. Montañas tan altas que la desesperación tiene vergüenza. Los oídos se afilan, la cabeza se inclina, el cuerpo todo escucha: ningún rumor. Ningún gallo. Cómo estar al alcance de esa profunda meditación del silencio. De ese silencio sin memoria de palabras. Si es muerte, cómo alcanzarla.

Es un silencio que no duerme: es insomne; inmóvil, pero insomne; y sin fantasmas. Es terrible: sin ningún fantasma. Inútil querer probarlo con la posibilidad de una puerta que se abra crujiendo, de una cortina que se abra y diga algo. Está vacío y sin promesas. Si por lo menos se escuchara al viento. El viento es ira, la ira es vida. O nieve. La nieve es muda pero deja rastro, lo emblanquece todo, los niños ríen, los pasos resuenan y dejan huella. Hay una continuidad que es la vida. Pero este silencio no deja señales. No se puede decir a nadie como se diría de la nieve: ¿Oíste el silencio de esta noche? El que lo escuchó no lo dice…”


El silencio es amo y esclavo, círculo y punto. El silencio está en nuestros labios y en nuestros pasos. El silencio es el otro ritmo de las cosas.