/ domingo 18 de agosto de 2019

Ella por siempre…


Aún ahora ella es recordada por aquellos que un día amó y la amaron… y que la siguen añorando.

Aún ahora la extraña la familia que dejó huérfana de sí misma, conscientes sin embargo que ella está sin duda en un mejor lugar, más allá de las estrellas.

Aún ahora la recuerdan todas las cosas que aromó con la fragancia sutil de su perfume preferido; el espacio que ocupó un tiempo su espíritu inmortal y todo aquello que un día tocó con su mano bendecida.

Porque, ¿cómo olvidar su rostro amable, su sonrisa alegre y su mirada limpia? ¿cómo no recordar el amor por los suyos, la viva apetencia por la música que iluminaba su cara, tanto como su corazón, y el deseo casi innato por reunirse y disfrutar con sus amigas un rato de festiva compañía?

Ella fue una mujer sencilla de un pueblo del norte, celosa del respeto, defensora de la dignidad de las personas y devota de la espiritualidad cuando es sincera. A pesar de su origen humilde, estudió y después ejerció la noble profesión del magisterio como un día lo hicieron sus padres. Y siempre se preparó para hacer de su vocación algo más que enseñar contenidos, porque siempre pensó que el afán por saber sólo es útil si se comparte con los demás.

Desde niña supo de carencias, lo que le hizo aprender que las adversidades deben enfrentarse con decisión y valentía y desde entonces supo ser responsable y esforzada, y cuando llegó el momento de trabajar lo hizo con dedicación y entusiasmo, y por eso pudo al fin colaborar en el sostenimiento del hogar donde su formación dio comienzo y aprendió el valor de la tenacidad.

Amó su trabajo tanto como su vocación por la docencia y sus alumnos la apreciaron por sus enseñanzas, pero más por su ejemplo de vida. Debía recorrer casi media ciudad de México para dar sus clases en una Secundaria lejana, en el horario de las 7 de la mañana y jamás falló en el cumplimiento de ese deber. Y fue sólo años más tarde, cuando tuvo a sus hijos, que dejó de practicar su profesión, pues los amó siempre más a ellos que a su carrera.

Fue una hija ejemplar, obediente y respetuosa de sus padres de los que estuvo al pendiente hasta que debieron partir; fue una hermana cariñosa que supo compartir con sus otras hermanas el momento alegre tanto como el difícil y, a pesar de la distancia, buscó siempre la manera de estar en contacto con ellas. Fue una ama de casa prudente y vigilante de la marcha de su hogar, para que todos en su familia tuvieran lo necesario y cuando tuvo oportunidad, abrió sus manos al menesteroso, pues en su corazón estaba inscrita la ley de la bondad.

Fue una esposa noble y digna y confió en ella el corazón de su esposo, que la llamó bienaventurada; “porque muchas mujeres tienen virtudes, pero tú las sobrepasas a todas”, según dice el Libro Santo. Fue madre cariñosa, que amó a sus hijos más que a nada y los acompañó en su crecer con amor y energía. Y cuando la vida le asaltó de nuevo y pudo ver, en el silencio de su asombro, a los renuevos de sus propios renuevos y supo agradecer a Dios porque le permitió ser madre otra vez y fue paciente cuando los nietos llegaron con su alegre desenfado a iluminar su otoño.

Cuando la hora inquieta llegó y la enfermedad se puso en sus espaldas, con su cauda triste de dolor y desconsuelo, aún con su mente distraída, se pudo ver claramente en su mirada cómo su corazón conservó siempre vivo el recuerdo de todos los que le amaron y amó un día.

Ahora, ante el ambivalente y agridulce sentimiento del dolor y el gozo que para su familia significó su partida, ellos celebran sin embargo agradecidos a Dios el tiempo que pudieron compartir con ella de fascinante misterio de la vida, tanto como el que ahora le haga participar de la danza eterna del regocijo.

Un escritor británico afirma, en un hermoso libro titulado “Tierra de sombras”, que amamos a pesar de saber que un día sufriremos, porque el dolor presente es parte de la alegría que un día disfrutamos. Y ese es el precio que pagamos por amar.

Y debemos tener la suficiente sabiduría para aceptarlo.

Para Lydia Arminda,

Siempre amada,

Jamás olvidada…



Aún ahora ella es recordada por aquellos que un día amó y la amaron… y que la siguen añorando.

Aún ahora la extraña la familia que dejó huérfana de sí misma, conscientes sin embargo que ella está sin duda en un mejor lugar, más allá de las estrellas.

Aún ahora la recuerdan todas las cosas que aromó con la fragancia sutil de su perfume preferido; el espacio que ocupó un tiempo su espíritu inmortal y todo aquello que un día tocó con su mano bendecida.

Porque, ¿cómo olvidar su rostro amable, su sonrisa alegre y su mirada limpia? ¿cómo no recordar el amor por los suyos, la viva apetencia por la música que iluminaba su cara, tanto como su corazón, y el deseo casi innato por reunirse y disfrutar con sus amigas un rato de festiva compañía?

Ella fue una mujer sencilla de un pueblo del norte, celosa del respeto, defensora de la dignidad de las personas y devota de la espiritualidad cuando es sincera. A pesar de su origen humilde, estudió y después ejerció la noble profesión del magisterio como un día lo hicieron sus padres. Y siempre se preparó para hacer de su vocación algo más que enseñar contenidos, porque siempre pensó que el afán por saber sólo es útil si se comparte con los demás.

Desde niña supo de carencias, lo que le hizo aprender que las adversidades deben enfrentarse con decisión y valentía y desde entonces supo ser responsable y esforzada, y cuando llegó el momento de trabajar lo hizo con dedicación y entusiasmo, y por eso pudo al fin colaborar en el sostenimiento del hogar donde su formación dio comienzo y aprendió el valor de la tenacidad.

Amó su trabajo tanto como su vocación por la docencia y sus alumnos la apreciaron por sus enseñanzas, pero más por su ejemplo de vida. Debía recorrer casi media ciudad de México para dar sus clases en una Secundaria lejana, en el horario de las 7 de la mañana y jamás falló en el cumplimiento de ese deber. Y fue sólo años más tarde, cuando tuvo a sus hijos, que dejó de practicar su profesión, pues los amó siempre más a ellos que a su carrera.

Fue una hija ejemplar, obediente y respetuosa de sus padres de los que estuvo al pendiente hasta que debieron partir; fue una hermana cariñosa que supo compartir con sus otras hermanas el momento alegre tanto como el difícil y, a pesar de la distancia, buscó siempre la manera de estar en contacto con ellas. Fue una ama de casa prudente y vigilante de la marcha de su hogar, para que todos en su familia tuvieran lo necesario y cuando tuvo oportunidad, abrió sus manos al menesteroso, pues en su corazón estaba inscrita la ley de la bondad.

Fue una esposa noble y digna y confió en ella el corazón de su esposo, que la llamó bienaventurada; “porque muchas mujeres tienen virtudes, pero tú las sobrepasas a todas”, según dice el Libro Santo. Fue madre cariñosa, que amó a sus hijos más que a nada y los acompañó en su crecer con amor y energía. Y cuando la vida le asaltó de nuevo y pudo ver, en el silencio de su asombro, a los renuevos de sus propios renuevos y supo agradecer a Dios porque le permitió ser madre otra vez y fue paciente cuando los nietos llegaron con su alegre desenfado a iluminar su otoño.

Cuando la hora inquieta llegó y la enfermedad se puso en sus espaldas, con su cauda triste de dolor y desconsuelo, aún con su mente distraída, se pudo ver claramente en su mirada cómo su corazón conservó siempre vivo el recuerdo de todos los que le amaron y amó un día.

Ahora, ante el ambivalente y agridulce sentimiento del dolor y el gozo que para su familia significó su partida, ellos celebran sin embargo agradecidos a Dios el tiempo que pudieron compartir con ella de fascinante misterio de la vida, tanto como el que ahora le haga participar de la danza eterna del regocijo.

Un escritor británico afirma, en un hermoso libro titulado “Tierra de sombras”, que amamos a pesar de saber que un día sufriremos, porque el dolor presente es parte de la alegría que un día disfrutamos. Y ese es el precio que pagamos por amar.

Y debemos tener la suficiente sabiduría para aceptarlo.

Para Lydia Arminda,

Siempre amada,

Jamás olvidada…