/ domingo 1 de diciembre de 2019

En busca de la felicidad

Desde siempre, y casi por instinto, el hombre ha querido creer que nació para ser feliz. Con esa creencia nace, crece, se reproduce y muere anhelando, en cada etapa por la que transita, poseer esa sombra inasible y fugaz que le impida morir del todo, como dice Erich Fromm, sin haber nacido completamente.

Con esa premisa, que el hombre ha inscrito tenazmente en su corazón, reclama airado cuando la felicidad lo esquiva y todavía más cuando la infelicidad lo asalta. Se angustia cuando no la tiene y cuando finalmente logra atraparla por un instante, le deprime pensar en su temporalidad, porque por otro lado sabe que no podrá tenerla por siempre. En todos los casos, el hombre intuye que, en realidad, la finalidad primordial de su vida no debería consistir tan solo en ser feliz, sino también y fundamentalmente en desarrollar su capacidad para amar, hacer todas las cosas con calidad, ser creativo y comprometido, y en entender que a través de ello, y sólo por añadidura, podrá obtener la auténtica felicidad que su corazón ansía.

La falacia de la felicidad, como meta única e indiscutible del destino humano, ha conducido al hombre a cultivar la filosofía de la “nada”. No se afana por perseguirla, sino que cree tener el derecho a ella. No la planea, sino que la pone como condición para su realización personal. No la procura, la espera y su anhelo es muchas veces como la fe que sin obras resulta estéril.

Por eso, cuando condiciona su actuar a ser primero feliz, se siente incapaz de diseñar los sueños que podría edificar si lo fuera, sin pensar que en la construcción de todo sueño va implícita la felicidad, precisamente por su capacidad de tenerlo. Y así, cuando la infelicidad se pone a sus espaldas, su mundo se derrumba, en lugar de encontrar en ella la enorme posibilidad de crear uno diferente, que sea al menos capaz de mitigar un poco la contrariedad que le produce su indeseable presencia.

Cuantas veces el hombre ha propuesto para su vida la obtención de la felicidad como destino absoluto, ha encontrado como respuesta la insatisfacción de su naturaleza perfectible, que afortunadamente le reclama subir otras cimas, en una búsqueda que jamás es plenamente satisfecha. Así la felicidad sólo debería ser aceptable como objetivo transitorio, por cuanto nos facilita llegar a otras metas intermedias, pero a través de las cuales podamos diseñar el plan definitivo de nuestra realización personal. Porque somos sólo proyectos inacabados que, en su ascética cuanto pertinaz lucha por su propio perfeccionamiento, logran encontrar su sentido y su trascendencia.

De esta manera y comprometido con mitos fantasiosos, el hombre condiciona muchas veces su existencia al disfrute de vivencias superficiales con las cuales la felicidad se enmascara y le seduce, tales como el placer, el altruismo egoísta, la utilidad o la posesión. Acepta entonces, sin detenerse a pensar sobre su significado, las pequeñas satisfacciones que estos sustitutos de felicidad le proporcionan y los convierte en horizontes que dimensionan su vida hasta que su vaciedad existencial le devuelve de nuevo al principio: nada de eso le ha hecho realmente feliz. La veleidosa felicidad sigue siendo sólo un fantasma con que se nutre su infecunda esperanza terrenal.

Parece estar demostrado, según los psicólogos y los expertos en la conducta humana, que casi todas las decepciones que en nosotros se producen, se deben a desviaciones que, siendo de origen sólo ideas erróneas, desgraciadamente terminan convirtiéndose en actitudes disfuncionales. Es precisamente esto lo que nos lleva a confundir amor con sexo, libertad con tolerancia, precio con valor y legalidad con justicia.

Algo semejante parece habernos acontecido con la felicidad. Establecerla como un don gratuito y además previamente merecido, nos ha llevado a la inmovilidad. Presentarla como meta definitiva, nos ha conducido a la frustración. Plantearla como condición, nos ha llevado al aniquilamiento, por el que acabamos siendo absurdamente controlados por las circunstancias.

Pero la búsqueda de la felicidad sólo es entendible como meta si nos permite ver las hojas de los árboles, pero sin impedirnos ver al mismo tiempo el bosque, y sólo podemos hacerla consciente si la comprendemos como logro y anhelo aun en la debilidad humana. Es sólo así que podremos aspirar a la relativa felicidad que en este mundo existe, sin que nuestros sueños sean sólo brillantes pompas de jabón, que la veleidosa brisa desvanecerá un día sin remedio.

«No es al término del camino que la felicidad se encuentra, sino a lo largo de todo el trayecto», dijo el poeta. En realidad el deseo innato de buscarla existe no tan sólo por el placer que nos proporciona el poder encontrarla, sino también por la auténtica felicidad que se encuentra en la fascinante posibilidad de seguirla buscando.

Por eso es terminantemente cierto lo que escribió Gibrán: “sólo cuando alcanzamos la cumbre, es que empezamos realmente a subir…”


…buscamos para encontrar; pero al encontrar, debemos seguir buscando…

Agustín de Hipona

Desde siempre, y casi por instinto, el hombre ha querido creer que nació para ser feliz. Con esa creencia nace, crece, se reproduce y muere anhelando, en cada etapa por la que transita, poseer esa sombra inasible y fugaz que le impida morir del todo, como dice Erich Fromm, sin haber nacido completamente.

Con esa premisa, que el hombre ha inscrito tenazmente en su corazón, reclama airado cuando la felicidad lo esquiva y todavía más cuando la infelicidad lo asalta. Se angustia cuando no la tiene y cuando finalmente logra atraparla por un instante, le deprime pensar en su temporalidad, porque por otro lado sabe que no podrá tenerla por siempre. En todos los casos, el hombre intuye que, en realidad, la finalidad primordial de su vida no debería consistir tan solo en ser feliz, sino también y fundamentalmente en desarrollar su capacidad para amar, hacer todas las cosas con calidad, ser creativo y comprometido, y en entender que a través de ello, y sólo por añadidura, podrá obtener la auténtica felicidad que su corazón ansía.

La falacia de la felicidad, como meta única e indiscutible del destino humano, ha conducido al hombre a cultivar la filosofía de la “nada”. No se afana por perseguirla, sino que cree tener el derecho a ella. No la planea, sino que la pone como condición para su realización personal. No la procura, la espera y su anhelo es muchas veces como la fe que sin obras resulta estéril.

Por eso, cuando condiciona su actuar a ser primero feliz, se siente incapaz de diseñar los sueños que podría edificar si lo fuera, sin pensar que en la construcción de todo sueño va implícita la felicidad, precisamente por su capacidad de tenerlo. Y así, cuando la infelicidad se pone a sus espaldas, su mundo se derrumba, en lugar de encontrar en ella la enorme posibilidad de crear uno diferente, que sea al menos capaz de mitigar un poco la contrariedad que le produce su indeseable presencia.

Cuantas veces el hombre ha propuesto para su vida la obtención de la felicidad como destino absoluto, ha encontrado como respuesta la insatisfacción de su naturaleza perfectible, que afortunadamente le reclama subir otras cimas, en una búsqueda que jamás es plenamente satisfecha. Así la felicidad sólo debería ser aceptable como objetivo transitorio, por cuanto nos facilita llegar a otras metas intermedias, pero a través de las cuales podamos diseñar el plan definitivo de nuestra realización personal. Porque somos sólo proyectos inacabados que, en su ascética cuanto pertinaz lucha por su propio perfeccionamiento, logran encontrar su sentido y su trascendencia.

De esta manera y comprometido con mitos fantasiosos, el hombre condiciona muchas veces su existencia al disfrute de vivencias superficiales con las cuales la felicidad se enmascara y le seduce, tales como el placer, el altruismo egoísta, la utilidad o la posesión. Acepta entonces, sin detenerse a pensar sobre su significado, las pequeñas satisfacciones que estos sustitutos de felicidad le proporcionan y los convierte en horizontes que dimensionan su vida hasta que su vaciedad existencial le devuelve de nuevo al principio: nada de eso le ha hecho realmente feliz. La veleidosa felicidad sigue siendo sólo un fantasma con que se nutre su infecunda esperanza terrenal.

Parece estar demostrado, según los psicólogos y los expertos en la conducta humana, que casi todas las decepciones que en nosotros se producen, se deben a desviaciones que, siendo de origen sólo ideas erróneas, desgraciadamente terminan convirtiéndose en actitudes disfuncionales. Es precisamente esto lo que nos lleva a confundir amor con sexo, libertad con tolerancia, precio con valor y legalidad con justicia.

Algo semejante parece habernos acontecido con la felicidad. Establecerla como un don gratuito y además previamente merecido, nos ha llevado a la inmovilidad. Presentarla como meta definitiva, nos ha conducido a la frustración. Plantearla como condición, nos ha llevado al aniquilamiento, por el que acabamos siendo absurdamente controlados por las circunstancias.

Pero la búsqueda de la felicidad sólo es entendible como meta si nos permite ver las hojas de los árboles, pero sin impedirnos ver al mismo tiempo el bosque, y sólo podemos hacerla consciente si la comprendemos como logro y anhelo aun en la debilidad humana. Es sólo así que podremos aspirar a la relativa felicidad que en este mundo existe, sin que nuestros sueños sean sólo brillantes pompas de jabón, que la veleidosa brisa desvanecerá un día sin remedio.

«No es al término del camino que la felicidad se encuentra, sino a lo largo de todo el trayecto», dijo el poeta. En realidad el deseo innato de buscarla existe no tan sólo por el placer que nos proporciona el poder encontrarla, sino también por la auténtica felicidad que se encuentra en la fascinante posibilidad de seguirla buscando.

Por eso es terminantemente cierto lo que escribió Gibrán: “sólo cuando alcanzamos la cumbre, es que empezamos realmente a subir…”


…buscamos para encontrar; pero al encontrar, debemos seguir buscando…

Agustín de Hipona