/ domingo 9 de enero de 2022

En busca del paraíso perdido

Para el poeta inglés John Milton en su poema homónimo al presente artículo, el cielo y el infierno no son lugares físicos sino estados mentales en donde el infierno es caracterizado como un permanente estado de duda, insatisfacción y desesperación interna, y no como la caldera de azufre ardiente como la apologética cristiana hace.

En Milton el tedio o aburrimiento empuja al abandono del estado de inocencia original de Adán y Eva; la monotonía lleva a Eva a modificar lo que hasta antes de ese momento era la vida de pareja con Adán, lo que la conducirá más tarde a aceptar la propuesta de la serpiente.

De esta forma Adán y Eva abandonan el paraíso que como escribe Milton no es un lugar, sino un estado mental cuyos atributos son la plenitud, el bienestar y la satisfacción.

En la vida cotidiana las personas adultas pocas veces tienen oportunidad de experimentar el estado mental paradisíaco de Milton y desdichadamente sufre más tiempo de lo sanamente aconsejable el aguijoneo del miedo, la incertidumbre y la insatisfacción que hacen de la existencia un infierno miltoniano del cual no podemos alejarnos por más distancia que recorramos.

La plenitud paradisíaca de la inocencia sólo la vivimos una vez en la infancia y jamás volvemos a ella, la inserción en la sociedad que implica la vida adulta nos arrebata poco a poco la satisfacción y nos impone en su lugar las exigencias sociales como una segunda naturaleza que reprime a la primera.

Para la conciencia del hombre moderno la esperanza en la promesa bíblica del retorno al paraíso en el más allá se ha desvanecido, pero en su lugar monta simulacros que le permitan imitar por breves y fugaces momentos ese estado de plenitud y satisfacción infantil del que quedan quiméricos vestigios en su memoria que sirven para estimular su ansiedad y desesperación presentes.

Lo que caracteriza a esta satisfacción infantil paradisíaca es el descubrimiento de un mundo que se ofrece pletórico de objetos y sensaciones, no es la intensidad irrefrenable de los estímulos y emociones de un niño lo que los mantiene satisfechos, sino la cantidad de cosas por descubrir pero cuando aquellos objetos y sensaciones empiezan a declinar a consecuencia del hábito, la rutina y el sedentarismo que hacen disminuir la cantidad de cosas por descubrir aumenta proporcionalmente su insatisfacción paralela a su vida adulta.

El misterio en el mundo se agotó cuando ya no quedó nada por descubrir, hasta entonces los relatos de los grandes exploradores obsesionaban a los lectores de los periódicos donde se publicaban reviviendo junto a ellos la satisfacción que da la pasajera posesión del descubrimiento que nos brinda la renovada sensación de lo nuevo.

Pero tan pronto desaparece vuelve el infierno del hastío y el aburrimiento de lo ya conocido al que perennemente estamos condenados.

Por ello, solo los viajes de descubrimiento a donde sea, pero que siendo hacia algo inédito nos pueden hacer revivir por corto tiempo esa satisfacción originaria de poseer sensaciones que no teníamos desde la infancia, lugar que no es otro que nuestro auténtico paraíso perdido.

Al respecto con razón Borges dirá que cuando se extraña un lugar lo que realmente extrañamos es la época que corresponde a ese lugar, ya que no se extrañan los sitios sino los tiempos que son la modificación de nuestro estado mental producto de las sensaciones que sentimos.

Regeneración.

Para el poeta inglés John Milton en su poema homónimo al presente artículo, el cielo y el infierno no son lugares físicos sino estados mentales en donde el infierno es caracterizado como un permanente estado de duda, insatisfacción y desesperación interna, y no como la caldera de azufre ardiente como la apologética cristiana hace.

En Milton el tedio o aburrimiento empuja al abandono del estado de inocencia original de Adán y Eva; la monotonía lleva a Eva a modificar lo que hasta antes de ese momento era la vida de pareja con Adán, lo que la conducirá más tarde a aceptar la propuesta de la serpiente.

De esta forma Adán y Eva abandonan el paraíso que como escribe Milton no es un lugar, sino un estado mental cuyos atributos son la plenitud, el bienestar y la satisfacción.

En la vida cotidiana las personas adultas pocas veces tienen oportunidad de experimentar el estado mental paradisíaco de Milton y desdichadamente sufre más tiempo de lo sanamente aconsejable el aguijoneo del miedo, la incertidumbre y la insatisfacción que hacen de la existencia un infierno miltoniano del cual no podemos alejarnos por más distancia que recorramos.

La plenitud paradisíaca de la inocencia sólo la vivimos una vez en la infancia y jamás volvemos a ella, la inserción en la sociedad que implica la vida adulta nos arrebata poco a poco la satisfacción y nos impone en su lugar las exigencias sociales como una segunda naturaleza que reprime a la primera.

Para la conciencia del hombre moderno la esperanza en la promesa bíblica del retorno al paraíso en el más allá se ha desvanecido, pero en su lugar monta simulacros que le permitan imitar por breves y fugaces momentos ese estado de plenitud y satisfacción infantil del que quedan quiméricos vestigios en su memoria que sirven para estimular su ansiedad y desesperación presentes.

Lo que caracteriza a esta satisfacción infantil paradisíaca es el descubrimiento de un mundo que se ofrece pletórico de objetos y sensaciones, no es la intensidad irrefrenable de los estímulos y emociones de un niño lo que los mantiene satisfechos, sino la cantidad de cosas por descubrir pero cuando aquellos objetos y sensaciones empiezan a declinar a consecuencia del hábito, la rutina y el sedentarismo que hacen disminuir la cantidad de cosas por descubrir aumenta proporcionalmente su insatisfacción paralela a su vida adulta.

El misterio en el mundo se agotó cuando ya no quedó nada por descubrir, hasta entonces los relatos de los grandes exploradores obsesionaban a los lectores de los periódicos donde se publicaban reviviendo junto a ellos la satisfacción que da la pasajera posesión del descubrimiento que nos brinda la renovada sensación de lo nuevo.

Pero tan pronto desaparece vuelve el infierno del hastío y el aburrimiento de lo ya conocido al que perennemente estamos condenados.

Por ello, solo los viajes de descubrimiento a donde sea, pero que siendo hacia algo inédito nos pueden hacer revivir por corto tiempo esa satisfacción originaria de poseer sensaciones que no teníamos desde la infancia, lugar que no es otro que nuestro auténtico paraíso perdido.

Al respecto con razón Borges dirá que cuando se extraña un lugar lo que realmente extrañamos es la época que corresponde a ese lugar, ya que no se extrañan los sitios sino los tiempos que son la modificación de nuestro estado mental producto de las sensaciones que sentimos.

Regeneración.