/ domingo 24 de febrero de 2019

Enseña patria

  • En esta época, en que hasta las banderas parecen globalizarse, por puro instinto de supervivencia es necesario cobijarnos con la nuestra. Sin que ello signifique convertirnos en islas.

Las banderas son símbolos que reflejan lo mejor de cada uno de nosotros en los diferentes países del mundo y todos sentimos reverencia por ellas. Los atletas la ven antes de comenzar una contienda, como quien espera recibir de ella la inspiración que necesita para triunfar. Los soldados la portan con gallardía, como si quisieran hacerse uno con ella. El niño ve ese manto colorido intuyendo que algo sagrado existe en él que debe respetarse, aunque aún no lo entienda, y ser el abanderado de la escuela es el más alto honor al que un estudiante puede aspirar. Y en nuestra historia antigua se cuenta que un combate se ganó tan sólo porque, quien portaba su estandarte, fue derribado y su ejército huyó, como si por eso se hubiera perdido toda posibilidad de triunfo.

En nuestro país, la devoción por nuestro lábaro patrio puede percibirse claramente en nuestro orgullo por ella. Cuando participan en algún evento deportivo y triunfan, nuestros atletas ven satisfechos cómo lograron a través de su esfuerzo hacerla sobresalir en medio de las demás. Todos a su paso nos ponemos de pie y guardamos respetuoso silencio; le rendimos honores para fortalecer nuestra identidad y nuestra idiosincrasia, y en ella vibra siempre intenso el espíritu de quienes la concibieron, un lejano pero no olvidado día, plasmando en sus colores la esencia misma de nuestra nacionalidad.

Aunque a algunos parezca romántico y anticuado en cada parte de ella se encuentra vivo el sueño de quienes la idearon: la esperanza de un futuro mejor para nosotros y para nuestros hijos, y el rumbo cierto que nos regalaron los que por ella murieron un día. Y, en medio de sus hermosos colores, solemne ondea ese escudo maravilloso, que sacraliza nuestra ascendencia, esa águila orgullosa que a pesar del tiempo, sigue devorando las nefastas serpientes que pretenden, sin lograrlo, impedir truncar camino a la trascendencia.

Todos los hombres enarbolamos banderas que justifican nuestros afanes: El Cid Campeador se ofreció como estandarte, aún después de muerto, para derrotar a los enemigos de su nación; el vencedor de torneos medievales ponía en su lanza la vaporosa banda que le ofrendaba su amada en señal de devoción y fortaleza en el combate; el hombre de ciencia tiene como inspiración la insignia del quehacer que le permite al hombre seguir evolucionando; el heroico pionero la planta en el lugar de su conquista, material o espiritual, terrenal o celeste; y a su conjuro se han suscitado actos sublimes que ennoblecen la humana naturaleza. Y ver mancillada su imagen es el supremo ultraje al que una nación puede ser sometida.

Nuestra bandera es por eso algo más que una mezcla de colores en un lienzo y un escudo que define el origen de nuestros sueños. Es la señal insigne que marca el rumbo histórico de nuestro pueblo, el motor que impulsa, a quienes la veneramos, por el rumbo del progreso. Por eso la saludamos remitiendo nuestro brazo hacia el corazón, como si de éste quisiéramos sacar fuerzas para después entregar las manos al trabajo que en verdad la fecunde, la engrandezca y la haga permanecer enhiesta en medio de todas las demás.

Nuestra bandera es el gran crisol que purifica el deseo individual y lo hace destino colectivo; la que hace transparente nuestra visión del mañana, y condensa los ideales de quienes la entendieron como faro que alumbra horizontes de grandeza, para quienes tengan un día la audacia de soñarlos.

Es cierto, todos debemos amar nuestra bandera. Pero también es verdad que los afanes económicos de la postmodernidad nos llevan a menudo a abrir nuestras fronteras e integrar naciones para compartir recursos, lo que debería ser benéfico para todos, mientras no signifique borrar la identidad que como naciones libres y sobernas todas merecen. Pero sin el orgullo que sentimos por la propia y por su pureza e integridad careceríamos de propósito, seríamos como naves errantes sin un destino definido, hombres de paja en un lucha constante en contra de nuestros propios fantasmas.

Historia o maravillosa leyenda, en una de las tantas cruentas batallas que hemos tenido en defensa de nuestra soberanía, se narra que un soldado niño se envolvió en su bandera y se arrojó al vacío por no ver mancillada la hermosa divisa de su alma. Al perder la vida nos devolvió gloriosa la ruta de la nuestra: en el lábaro que honramos latirá por siempre el sacrificio fecundo de aquellos que quisieron presentarla a nosotros como inmaculada señal del glorioso destino que tenemos como nación de hombres orgullosos y libres.

  • En esta época, en que hasta las banderas parecen globalizarse, por puro instinto de supervivencia es necesario cobijarnos con la nuestra. Sin que ello signifique convertirnos en islas.

Las banderas son símbolos que reflejan lo mejor de cada uno de nosotros en los diferentes países del mundo y todos sentimos reverencia por ellas. Los atletas la ven antes de comenzar una contienda, como quien espera recibir de ella la inspiración que necesita para triunfar. Los soldados la portan con gallardía, como si quisieran hacerse uno con ella. El niño ve ese manto colorido intuyendo que algo sagrado existe en él que debe respetarse, aunque aún no lo entienda, y ser el abanderado de la escuela es el más alto honor al que un estudiante puede aspirar. Y en nuestra historia antigua se cuenta que un combate se ganó tan sólo porque, quien portaba su estandarte, fue derribado y su ejército huyó, como si por eso se hubiera perdido toda posibilidad de triunfo.

En nuestro país, la devoción por nuestro lábaro patrio puede percibirse claramente en nuestro orgullo por ella. Cuando participan en algún evento deportivo y triunfan, nuestros atletas ven satisfechos cómo lograron a través de su esfuerzo hacerla sobresalir en medio de las demás. Todos a su paso nos ponemos de pie y guardamos respetuoso silencio; le rendimos honores para fortalecer nuestra identidad y nuestra idiosincrasia, y en ella vibra siempre intenso el espíritu de quienes la concibieron, un lejano pero no olvidado día, plasmando en sus colores la esencia misma de nuestra nacionalidad.

Aunque a algunos parezca romántico y anticuado en cada parte de ella se encuentra vivo el sueño de quienes la idearon: la esperanza de un futuro mejor para nosotros y para nuestros hijos, y el rumbo cierto que nos regalaron los que por ella murieron un día. Y, en medio de sus hermosos colores, solemne ondea ese escudo maravilloso, que sacraliza nuestra ascendencia, esa águila orgullosa que a pesar del tiempo, sigue devorando las nefastas serpientes que pretenden, sin lograrlo, impedir truncar camino a la trascendencia.

Todos los hombres enarbolamos banderas que justifican nuestros afanes: El Cid Campeador se ofreció como estandarte, aún después de muerto, para derrotar a los enemigos de su nación; el vencedor de torneos medievales ponía en su lanza la vaporosa banda que le ofrendaba su amada en señal de devoción y fortaleza en el combate; el hombre de ciencia tiene como inspiración la insignia del quehacer que le permite al hombre seguir evolucionando; el heroico pionero la planta en el lugar de su conquista, material o espiritual, terrenal o celeste; y a su conjuro se han suscitado actos sublimes que ennoblecen la humana naturaleza. Y ver mancillada su imagen es el supremo ultraje al que una nación puede ser sometida.

Nuestra bandera es por eso algo más que una mezcla de colores en un lienzo y un escudo que define el origen de nuestros sueños. Es la señal insigne que marca el rumbo histórico de nuestro pueblo, el motor que impulsa, a quienes la veneramos, por el rumbo del progreso. Por eso la saludamos remitiendo nuestro brazo hacia el corazón, como si de éste quisiéramos sacar fuerzas para después entregar las manos al trabajo que en verdad la fecunde, la engrandezca y la haga permanecer enhiesta en medio de todas las demás.

Nuestra bandera es el gran crisol que purifica el deseo individual y lo hace destino colectivo; la que hace transparente nuestra visión del mañana, y condensa los ideales de quienes la entendieron como faro que alumbra horizontes de grandeza, para quienes tengan un día la audacia de soñarlos.

Es cierto, todos debemos amar nuestra bandera. Pero también es verdad que los afanes económicos de la postmodernidad nos llevan a menudo a abrir nuestras fronteras e integrar naciones para compartir recursos, lo que debería ser benéfico para todos, mientras no signifique borrar la identidad que como naciones libres y sobernas todas merecen. Pero sin el orgullo que sentimos por la propia y por su pureza e integridad careceríamos de propósito, seríamos como naves errantes sin un destino definido, hombres de paja en un lucha constante en contra de nuestros propios fantasmas.

Historia o maravillosa leyenda, en una de las tantas cruentas batallas que hemos tenido en defensa de nuestra soberanía, se narra que un soldado niño se envolvió en su bandera y se arrojó al vacío por no ver mancillada la hermosa divisa de su alma. Al perder la vida nos devolvió gloriosa la ruta de la nuestra: en el lábaro que honramos latirá por siempre el sacrificio fecundo de aquellos que quisieron presentarla a nosotros como inmaculada señal del glorioso destino que tenemos como nación de hombres orgullosos y libres.