/ miércoles 7 de marzo de 2018

Entre juventudes y sobresaltos

He procurado estar con usted con temas diferentes cada tercer día desde aquel diciembre de 2014. Esta amistad entre usted y yo está cumpliendo, aproximadamente, tres años y medio. Como en cualquier otra relación no todo ha sido “miel sobre hojuelas” y hemos tenido diferencias de opiniones. Algunas de estas discrepancias lo han llevado a escribirme para hacer notar su punto de vista, que es, indudablemente, tan válido como el de cualquier otro individuo, pues el acto de pensar y proponer nos diferencia del resto de los seres vivos.

En ese acto, y gracias a la distancia, al tiempo, o a la comodidad del correo electrónico, algunos han aprovechado para pasar del comentario constructivo y propositivo a la ofensa, la crítica malsana, el acoso en redes y hasta a la investigación de la vida íntima y sentencian cosas como “ya sé en dónde te puedo encontrar”, “ya me dijeron quiénes son tus padres”, “ya estuve preguntando de ti”, etc. A todos les he tratado de corresponder con gratitud y sin agravios.

Hace un par de meses redacté una entrega en torno a la relación inversamente proporcional entre los valores morales y la conducta respetuosa y cívica que existe en las nuevas generaciones y el desarrollo cronológico de estas últimas hasta llevarlas a un punto de madurez en el que se vuelven responsables de sus actos y de la toma de decisiones de esta sociedad a la que todos pertenecemos.

Como respuesta, obtuve un correo electrónico que, palabras más; palabras menos, me tachaba de “mocho”, envejecido y me lanzaban una dura sentencia debido a que, en mi adolescencia, no existían los recursos tecnológicos de transmisión de datos que hay en estos días. El escritor de la misiva, de una forma agresiva, me invita a la reflexión de que “los tiempos cambian”, “la juventud es distinta” y, cito textualmente, “los valores que tanto defiendes deben cambiar porque se entienden a través de nuevas culturas mundiales”.

Evité la respuesta conflictiva y solamente escribí: “Agradezco los comentarios, dejemos que el tiempo decida quién tiene la razón”.

Desafortunadamente el “padre tiempo”, en su inexorable marcha, dio pie a un evento en el que sólo hay víctimas y nos deja mucho qué pensar y más qué componer, pues ya no creo que haya evidencia más clara de que nuestra sociedad se está desmoronando o que las personas a las que se les va a confiar la reconstrucción de ella, no están lo suficientemente maduras y preparadas para cumplir con tal compromiso. Espero con esto último no ofender a nadie.

En primer término. Tres personas fallecidas de las que, de alguna manera u otra, dependían sus familias, en términos sentimentales, económicos, morales y otros. Fallecer en una situación así no debe construir argumentos como “era el destino”, “ya estaba marcado” y más. Pues es tan inadmisible como el sentenciar: “El destino ya había decidido que tú serías un criminal”.

La pena que embarga a las familias porque el ser amado ya no volverá, es una herida que no sanará con ningún bálsamo pues su hermano, madre, hijo, padre, etc., fue arrebatado de manera fortuita en un instante y en uno de los casos, sin darle oportunidad a la ciencia de ofrecer el socorro debido.

Ahora, de un día para otro, esas familias están obligadas a reconstruirse, a reinventarse y, tristemente, por las circunstancias, no pueden hacerlo en la serenidad de su hogar, por el contrario, están envueltos en declaraciones ante la autoridad para el deslinde de responsabilidades, atendiendo abogados y otras cuestiones más.

Víctima, también es la familia de la inculpada. Víctima por propia mano de la protagonista de este hecho. Ella, también es hija, hermana, nieta y más. Antes de que piense cosas como “tienen la culpa”, “hubieran estado al pendiente de ella”, “no le hubieran dejado conducir la camioneta ese día”, le suplico que recuerde lo que escribí renglones arriba: En este lamentable suceso solo hay sacrificados.

Y, aunque nos cueste trabajo creerlo o aceptarlo, ella también es víctima de sí misma, de su propia irresponsabilidad y falta de cordura, de su malentendido derroche de ego y autosuficiencia, de su poco criterio al elegir a sus “amistades”, de su aparente carencia de valores al pretender huir del lugar de los hechos y, digo aparente, porque no la conozco y no la puedo juzgar.

Ha destruido su vida en la etapa más bella. Con tres personas a cuestas en su conciencia, con un expediente jurídico y con la amarga experiencia de pisar un centro penitenciario.

Y, por último, de alguna manera, la sociedad se ha dolido por este hecho, ha acrecentado su coraje, dado muestras de compasión, exigido a la autoridad, reclamado a la detenida y, por lo que he oído, reflexionado sobre lo que hace mucho platicamos y que, en su momento, me fue reclamado por correo electrónico.

Hoy, despido esta columna con una pregunta, ¿Qué nos toca por hacer a nosotros, querido amigo lector?

¡Hasta la próxima!

He procurado estar con usted con temas diferentes cada tercer día desde aquel diciembre de 2014. Esta amistad entre usted y yo está cumpliendo, aproximadamente, tres años y medio. Como en cualquier otra relación no todo ha sido “miel sobre hojuelas” y hemos tenido diferencias de opiniones. Algunas de estas discrepancias lo han llevado a escribirme para hacer notar su punto de vista, que es, indudablemente, tan válido como el de cualquier otro individuo, pues el acto de pensar y proponer nos diferencia del resto de los seres vivos.

En ese acto, y gracias a la distancia, al tiempo, o a la comodidad del correo electrónico, algunos han aprovechado para pasar del comentario constructivo y propositivo a la ofensa, la crítica malsana, el acoso en redes y hasta a la investigación de la vida íntima y sentencian cosas como “ya sé en dónde te puedo encontrar”, “ya me dijeron quiénes son tus padres”, “ya estuve preguntando de ti”, etc. A todos les he tratado de corresponder con gratitud y sin agravios.

Hace un par de meses redacté una entrega en torno a la relación inversamente proporcional entre los valores morales y la conducta respetuosa y cívica que existe en las nuevas generaciones y el desarrollo cronológico de estas últimas hasta llevarlas a un punto de madurez en el que se vuelven responsables de sus actos y de la toma de decisiones de esta sociedad a la que todos pertenecemos.

Como respuesta, obtuve un correo electrónico que, palabras más; palabras menos, me tachaba de “mocho”, envejecido y me lanzaban una dura sentencia debido a que, en mi adolescencia, no existían los recursos tecnológicos de transmisión de datos que hay en estos días. El escritor de la misiva, de una forma agresiva, me invita a la reflexión de que “los tiempos cambian”, “la juventud es distinta” y, cito textualmente, “los valores que tanto defiendes deben cambiar porque se entienden a través de nuevas culturas mundiales”.

Evité la respuesta conflictiva y solamente escribí: “Agradezco los comentarios, dejemos que el tiempo decida quién tiene la razón”.

Desafortunadamente el “padre tiempo”, en su inexorable marcha, dio pie a un evento en el que sólo hay víctimas y nos deja mucho qué pensar y más qué componer, pues ya no creo que haya evidencia más clara de que nuestra sociedad se está desmoronando o que las personas a las que se les va a confiar la reconstrucción de ella, no están lo suficientemente maduras y preparadas para cumplir con tal compromiso. Espero con esto último no ofender a nadie.

En primer término. Tres personas fallecidas de las que, de alguna manera u otra, dependían sus familias, en términos sentimentales, económicos, morales y otros. Fallecer en una situación así no debe construir argumentos como “era el destino”, “ya estaba marcado” y más. Pues es tan inadmisible como el sentenciar: “El destino ya había decidido que tú serías un criminal”.

La pena que embarga a las familias porque el ser amado ya no volverá, es una herida que no sanará con ningún bálsamo pues su hermano, madre, hijo, padre, etc., fue arrebatado de manera fortuita en un instante y en uno de los casos, sin darle oportunidad a la ciencia de ofrecer el socorro debido.

Ahora, de un día para otro, esas familias están obligadas a reconstruirse, a reinventarse y, tristemente, por las circunstancias, no pueden hacerlo en la serenidad de su hogar, por el contrario, están envueltos en declaraciones ante la autoridad para el deslinde de responsabilidades, atendiendo abogados y otras cuestiones más.

Víctima, también es la familia de la inculpada. Víctima por propia mano de la protagonista de este hecho. Ella, también es hija, hermana, nieta y más. Antes de que piense cosas como “tienen la culpa”, “hubieran estado al pendiente de ella”, “no le hubieran dejado conducir la camioneta ese día”, le suplico que recuerde lo que escribí renglones arriba: En este lamentable suceso solo hay sacrificados.

Y, aunque nos cueste trabajo creerlo o aceptarlo, ella también es víctima de sí misma, de su propia irresponsabilidad y falta de cordura, de su malentendido derroche de ego y autosuficiencia, de su poco criterio al elegir a sus “amistades”, de su aparente carencia de valores al pretender huir del lugar de los hechos y, digo aparente, porque no la conozco y no la puedo juzgar.

Ha destruido su vida en la etapa más bella. Con tres personas a cuestas en su conciencia, con un expediente jurídico y con la amarga experiencia de pisar un centro penitenciario.

Y, por último, de alguna manera, la sociedad se ha dolido por este hecho, ha acrecentado su coraje, dado muestras de compasión, exigido a la autoridad, reclamado a la detenida y, por lo que he oído, reflexionado sobre lo que hace mucho platicamos y que, en su momento, me fue reclamado por correo electrónico.

Hoy, despido esta columna con una pregunta, ¿Qué nos toca por hacer a nosotros, querido amigo lector?

¡Hasta la próxima!