/ lunes 11 de junio de 2018

Esa revelación llamada libro

Siempre he tenido frente a mí un muro que me impide avanzar dentro de este pensamiento: ¿para qué escribir libros si, por ejemplo, las instituciones culturales estatales les destinan el más oprobioso de los destinos: las bodegas?

Un libro, por naturaleza, debe nacer de las entrañas (intelectuales, por supuesto) del autor. La gestación del libro es un proceso donde se vacía el escritor, donde deja las vísceras de sus preocupaciones racionales. Y, de este modo, podríamos llamar con algún dejo de precisión que el autor nos ha proporcionado algo o mucho de su apuesta creativa.

Elías Canetti, en su obra La provincia del hombre (Carnet de notas 1942- 1972) anota algo muy interesante acerca de los libros. Es como si los compara al bouquet de los buenos vinos: mientras más tiempo pase, el olor tendrá mayor valor. Aquí un trozo de Canetti: “Hay libros que tenemos a nuestro lado veinte años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos, que los llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque haya muy poco sitio, y que tal vez hojeamos en el momento de sacarlos de la maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque sólo sea una frase completa. Luego, al cabo de veinte años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéramos bajo la presión de un operativo superior, no podemos hacer otra cosa que coger un libro de estos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo: este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los veinte años transcurridos en los que ha vivido mudo a nuestro lado. No hubiera podido decir tantas cosas si no hubiera estado mudo durante este tiempo, y qué imbécil se atrevería a afirmar que en el libro hubo siempre lo mismo.”

Un libro cae, tarde que temprano, por su propio peso. Es decir, el efecto literario o moral del mismo nos alcanza para penetrar interiormente con significados diversos, no sólo por la obvia aprehensión de cada lector sino por algo más hondo: por lo que le dice (y sigue diciendo) a través de los años no del libro, del lector. Porque siempre se ha despotricado con la expresión de que los libros (o las películas) envejecen; pienso que es cierto pero también hay que considerar otra inobjetable realidad: el envejecimiento de los lectores no en el sentido meramente físico sino intelectual.

Las lecturas de la niñez no son las mismas que las que tenemos en la edad adulta. ¿Por qué? Porque tenemos los intereses vitales en asuntos ramificados, extenuados en la rutina de una vida.

Sin embargo, como apunta Canetti, un libro puede llegar a ser una revelación: el de la vida que se nos está yendo a cada instante…

Siempre he tenido frente a mí un muro que me impide avanzar dentro de este pensamiento: ¿para qué escribir libros si, por ejemplo, las instituciones culturales estatales les destinan el más oprobioso de los destinos: las bodegas?

Un libro, por naturaleza, debe nacer de las entrañas (intelectuales, por supuesto) del autor. La gestación del libro es un proceso donde se vacía el escritor, donde deja las vísceras de sus preocupaciones racionales. Y, de este modo, podríamos llamar con algún dejo de precisión que el autor nos ha proporcionado algo o mucho de su apuesta creativa.

Elías Canetti, en su obra La provincia del hombre (Carnet de notas 1942- 1972) anota algo muy interesante acerca de los libros. Es como si los compara al bouquet de los buenos vinos: mientras más tiempo pase, el olor tendrá mayor valor. Aquí un trozo de Canetti: “Hay libros que tenemos a nuestro lado veinte años sin leerlos, libros de los que no nos alejamos, que los llevamos de una ciudad a otra, de un país a otro, cuidadosamente empaquetados, aunque haya muy poco sitio, y que tal vez hojeamos en el momento de sacarlos de la maleta; sin embargo, nos guardamos muy bien de leer aunque sólo sea una frase completa. Luego, al cabo de veinte años, llega un momento en el que, de repente, como si estuviéramos bajo la presión de un operativo superior, no podemos hacer otra cosa que coger un libro de estos y leerlo de un tirón, de cabo a rabo: este libro actúa como una revelación. En aquel momento sabemos por qué le hemos hecho tanto caso. Tenía que estar mucho tiempo a nuestro lado; tenía que viajar; tenía que ocupar sitio; tenía que ser una carga y ahora ha llegado a la meta de su viaje; ahora levanta su velo; ahora ilumina los veinte años transcurridos en los que ha vivido mudo a nuestro lado. No hubiera podido decir tantas cosas si no hubiera estado mudo durante este tiempo, y qué imbécil se atrevería a afirmar que en el libro hubo siempre lo mismo.”

Un libro cae, tarde que temprano, por su propio peso. Es decir, el efecto literario o moral del mismo nos alcanza para penetrar interiormente con significados diversos, no sólo por la obvia aprehensión de cada lector sino por algo más hondo: por lo que le dice (y sigue diciendo) a través de los años no del libro, del lector. Porque siempre se ha despotricado con la expresión de que los libros (o las películas) envejecen; pienso que es cierto pero también hay que considerar otra inobjetable realidad: el envejecimiento de los lectores no en el sentido meramente físico sino intelectual.

Las lecturas de la niñez no son las mismas que las que tenemos en la edad adulta. ¿Por qué? Porque tenemos los intereses vitales en asuntos ramificados, extenuados en la rutina de una vida.

Sin embargo, como apunta Canetti, un libro puede llegar a ser una revelación: el de la vida que se nos está yendo a cada instante…