/ lunes 24 de septiembre de 2018

Espíritu de gente buena

Creo que en alguna otra ocasión lo de dicho ya, que en mi pueblo el tiempo pasa lento, sin prisas de nada...

Es aquel apacible lugar, un oasis de la holganza vespertina, un cofre de secretos pueblerinos que sólo se escuchan en las reuniones de las comadres o de las bohemias masculinas, es también un cementerio de viejas historias salpicadas de sentidas tragedias y de hilarantes comedias.

Al menos así era en mis tiempos mozos, cuando después del colegio no había nada qué hacer, más que jugar a las canicas, elevar el papalote o practicar un poco el deporte del basquetbol en la cancha de los ferrocarrileros. El tiempo se pasaba sin sentir, como si no existiera, era sólo el despertar, el dormir y el comer, lo único que nos hacía entender que existía el horario.

Conocíamos a casi todos los habitantes del pueblo, desde el doctor Amonario Díaz de León, médico de gran valía profesional y humana, hasta el gangoso al que le decían “El jamajá”, en aquel entonces miembro de la picaresca local y que después se vino a vivir a Tampico.

Cómo no recordar al doctor Flores y su colega García Ramos, a la maestra Morín, del Colegio Justo Sierra, donde estudié primaria, y también a los Jiménez, a los Valdez, a los Damiani, amigos con quienes vivimos muchas aventuras.

La vida de mi pueblo era el taller del ferrocarril, el paso del tren cuatro veces al día, los días de mercado y el comercio de los productos del campo cercano. La gente se moría de vieja.

Por cierto, había un singular tipo al que le apodaban “El inmortal”, porque según platicaban, una gitana le dijo que iba a morir en un accidente de trabajo y el sujeto nunca había trabajado y, por supuesto, jamás lo haría. Creo que todavía vive.

Pueblo de panzas bien guardadas en cómodos sillones meciéndose en el corredor de la casa, pueblo de calles vacías y mal cuidadas que en tiempo de lluvia se volvían intransitables, pueblo de noches oscuras que envolvían los pecados de la gente y los juegos infantiles de los que aún no sabían de los apetitos carnales.

Sin embargo, era un pueblo de contrastes, porque mire usted, en las fechas simbólicas mexicanas, se realizaban fiestas para el pueblo, que siempre remataban con un baile de gala, donde hombres y mujeres lucían sus mejores atuendos, éllas acompañadas por sus mamás y éllos enfundados en traje formal, esperando encontrar la pareja ideal.

Hoy sólo quedan polvos de aquel camino, recuerdos de una época remota que en nada se parece a la realidad actual. Mi pueblo se ha transformado casi total: Todas sus calles están pavimentadas de concreto hidráulico, tiene alumbrado público que envidiaría cualquier ciudad de ese Estado, mantiene una febril actividad comercial y su principal actividad productiva, el campo, se ha fortalecido en lo agrícola y en lo ganadero, gracias a los ejes carreteros que le dan salida y entrada a lo que se vende y a lo que se compra.

Sólo algo no ha cambiado en mi pueblo, es la calidad de su gente, el respeto por los demás, su generosidad y su amor por el terruño, en Cárdenas del Estado de San Luis Potosí, la modernidad no ha calado en la calidad moral de sus habitantes, no ha podido, ni podrá jamás, dañar su espíritu de gente buena, de paz y de trabajo.

P.D.- La modernidad no cambia a un pueblo bueno, sólo lo maquilla.


Creo que en alguna otra ocasión lo de dicho ya, que en mi pueblo el tiempo pasa lento, sin prisas de nada...

Es aquel apacible lugar, un oasis de la holganza vespertina, un cofre de secretos pueblerinos que sólo se escuchan en las reuniones de las comadres o de las bohemias masculinas, es también un cementerio de viejas historias salpicadas de sentidas tragedias y de hilarantes comedias.

Al menos así era en mis tiempos mozos, cuando después del colegio no había nada qué hacer, más que jugar a las canicas, elevar el papalote o practicar un poco el deporte del basquetbol en la cancha de los ferrocarrileros. El tiempo se pasaba sin sentir, como si no existiera, era sólo el despertar, el dormir y el comer, lo único que nos hacía entender que existía el horario.

Conocíamos a casi todos los habitantes del pueblo, desde el doctor Amonario Díaz de León, médico de gran valía profesional y humana, hasta el gangoso al que le decían “El jamajá”, en aquel entonces miembro de la picaresca local y que después se vino a vivir a Tampico.

Cómo no recordar al doctor Flores y su colega García Ramos, a la maestra Morín, del Colegio Justo Sierra, donde estudié primaria, y también a los Jiménez, a los Valdez, a los Damiani, amigos con quienes vivimos muchas aventuras.

La vida de mi pueblo era el taller del ferrocarril, el paso del tren cuatro veces al día, los días de mercado y el comercio de los productos del campo cercano. La gente se moría de vieja.

Por cierto, había un singular tipo al que le apodaban “El inmortal”, porque según platicaban, una gitana le dijo que iba a morir en un accidente de trabajo y el sujeto nunca había trabajado y, por supuesto, jamás lo haría. Creo que todavía vive.

Pueblo de panzas bien guardadas en cómodos sillones meciéndose en el corredor de la casa, pueblo de calles vacías y mal cuidadas que en tiempo de lluvia se volvían intransitables, pueblo de noches oscuras que envolvían los pecados de la gente y los juegos infantiles de los que aún no sabían de los apetitos carnales.

Sin embargo, era un pueblo de contrastes, porque mire usted, en las fechas simbólicas mexicanas, se realizaban fiestas para el pueblo, que siempre remataban con un baile de gala, donde hombres y mujeres lucían sus mejores atuendos, éllas acompañadas por sus mamás y éllos enfundados en traje formal, esperando encontrar la pareja ideal.

Hoy sólo quedan polvos de aquel camino, recuerdos de una época remota que en nada se parece a la realidad actual. Mi pueblo se ha transformado casi total: Todas sus calles están pavimentadas de concreto hidráulico, tiene alumbrado público que envidiaría cualquier ciudad de ese Estado, mantiene una febril actividad comercial y su principal actividad productiva, el campo, se ha fortalecido en lo agrícola y en lo ganadero, gracias a los ejes carreteros que le dan salida y entrada a lo que se vende y a lo que se compra.

Sólo algo no ha cambiado en mi pueblo, es la calidad de su gente, el respeto por los demás, su generosidad y su amor por el terruño, en Cárdenas del Estado de San Luis Potosí, la modernidad no ha calado en la calidad moral de sus habitantes, no ha podido, ni podrá jamás, dañar su espíritu de gente buena, de paz y de trabajo.

P.D.- La modernidad no cambia a un pueblo bueno, sólo lo maquilla.