/ sábado 4 de abril de 2020

Fyilosofía en Expresión | Quédate vivo

No deja de ser impresionante. No estamos acostumbrados al miedo.

A la ira sí, al hartazgo, a los segundos lugares, a no clasificar, a ganar eventualmente, a burlarnos de la tragedia, de la desgracia propia y ajena, a hacer canciones sobre cualquier tema, también.

A hacernos “ojo de hormiga”, a criticar los esfuerzos de los demás, al pesimismo descoyuntado o al optimismo sin sentido, a atacar a quien trata de mejorar y a la competencia desleal, también.

Pero aunque parece extraño dadas algunas de las características anteriores, también estamos acostumbrados a unirnos de forma casi sobrenatural en el momento del fin, en la crisis verdadera, en el desastre, cuando los escombros y las cenizas abrazan a nuestros compatriotas, cuando los amenaza el monstruo, cuando los vivales de la política amenazan acabar con todo, o llegan a la última gota de la paciencia de nuestra raza, ahí históricamente e incluso demostrado en recientes tiempos, nuestro pueblo llega a ser enorme, insensible, terminante y poderoso, pero es al final, en la última línea del hartazgo.

Esto es parecido a los temblores, los incendios y algunos otros fenómenos sociales que acarrean muertes, sólo que estos últimos ocurren, producen su obra macabra y se marchan dejando sólo su rúbrica de dolor y daños. Ahí somos expertos, en ”hacer mano cadena”, linchar a los asaltantes, votar con odio y esperanza, tomar plazas y carreteras, alzar las voces pero también las manos.

Somos un pueblo valiente y sumamente agresivo, pero noble con un espectro muy amplio de paciencia, un umbral del dolor alto y una tolerancia impresionante al maltrato y la humillación.

Pero esta nueva amenaza no es igual, esta no, esta amenaza es distinta, es un fenómeno que avanza rápida pero sigilosamente, en secreto, en silencio e invisible.

Se esconde en lo más querido, en los que amamos, en nuestras más dilectas tradiciones.

Maldición que da sus pasos asesinos a través de los hermanos, los padres y los hijos, amenaza de muerte que transmitimos de boca en boca, a través del amor, Caballo de Troya que se oculta entre los besos y abrazos, el saludo respetuoso y fraterno, la expresión humanitaria de la estancia comunal.

Todos amantes, todos malditos.

Infectos a causa de esa mezcla irracional de desobediencia y cariño.

Este pueblo que hace fiesta por la tarde en el sepelio. Que baila disfrazado de osamenta ebrio del recuerdo de sus seres queridos y deja pan con tequila para fiesta de sus muertos.

Así somos, pero esta vez ser así puede acabarnos.

Esta vez no podemos, no debemos esperar a la línea del desastre para unirnos. No lo sabemos hacer, porque no hemos sido entrenados en la previsión, porque aún hacemos cooperacha para enterrar al fenecido, porque todavía nos agarra desprevenidos la mala hora.

Esta vez no, debemos hacer algo distinto.

Debemos unirnos desde ya, cerrar filas como si estuviéramos entre escombros. Empezar a pertrecharnos, estar en contacto, darnos la mano, empezar por cuidar lo poco que tenemos, ayudar cada uno al que podamos, seguir las indicaciones de nuestras autoridades. Ignorar a los que tratan de manipularnos en contra de nuestros gobernantes que hoy por hoy junto con nuestros hermanos serán nuestros únicos aliados. Suspender la pelea con enemigos, causas contrarias, banderas ajenas, partidos políticos y todos aquellos que intenten usar el miedo y la desgracia para llevar agua a su molino, infelices, desalmados, puercos, traidores y oportunistas.

Hacer como hacemos en la zona de desastre y unimos nuestras manos para salvar a un niño, sin preguntarnos nuestros nombres ni nuestras creencias.

Así, como también somos, un México bravo y aguerrido, el de Revolución y voto de odio, el que rompe en un solo grito en los estadios para ofender al enemigo, que canta en cualquier país a una sola voz “Cielito lindo”, que persigue al asesino, que paga las deudas de un hermano y da estudios a los hijos de sus amigos, el que dio significado de familia a la palabra “compadre”, el que va de procesión con llagas y sudores pero cumple a sus dioses las promesas, el que ama a muerte a sus padres e hijos, este país capaz de levantarse de las ruinas.

Ser ese México puede salvarnos.

Pero esta vez debe ser antes, tiene que ser antes y es posible así que logremos una vez más detener al asesino.

Este pueblo que hace fiesta por la tarde en el sepelio. Que baila disfrazado de osamenta ebrio del recuerdo de sus seres queridos y deja pan con tequila para fiesta de sus muertos.

No deja de ser impresionante. No estamos acostumbrados al miedo.

A la ira sí, al hartazgo, a los segundos lugares, a no clasificar, a ganar eventualmente, a burlarnos de la tragedia, de la desgracia propia y ajena, a hacer canciones sobre cualquier tema, también.

A hacernos “ojo de hormiga”, a criticar los esfuerzos de los demás, al pesimismo descoyuntado o al optimismo sin sentido, a atacar a quien trata de mejorar y a la competencia desleal, también.

Pero aunque parece extraño dadas algunas de las características anteriores, también estamos acostumbrados a unirnos de forma casi sobrenatural en el momento del fin, en la crisis verdadera, en el desastre, cuando los escombros y las cenizas abrazan a nuestros compatriotas, cuando los amenaza el monstruo, cuando los vivales de la política amenazan acabar con todo, o llegan a la última gota de la paciencia de nuestra raza, ahí históricamente e incluso demostrado en recientes tiempos, nuestro pueblo llega a ser enorme, insensible, terminante y poderoso, pero es al final, en la última línea del hartazgo.

Esto es parecido a los temblores, los incendios y algunos otros fenómenos sociales que acarrean muertes, sólo que estos últimos ocurren, producen su obra macabra y se marchan dejando sólo su rúbrica de dolor y daños. Ahí somos expertos, en ”hacer mano cadena”, linchar a los asaltantes, votar con odio y esperanza, tomar plazas y carreteras, alzar las voces pero también las manos.

Somos un pueblo valiente y sumamente agresivo, pero noble con un espectro muy amplio de paciencia, un umbral del dolor alto y una tolerancia impresionante al maltrato y la humillación.

Pero esta nueva amenaza no es igual, esta no, esta amenaza es distinta, es un fenómeno que avanza rápida pero sigilosamente, en secreto, en silencio e invisible.

Se esconde en lo más querido, en los que amamos, en nuestras más dilectas tradiciones.

Maldición que da sus pasos asesinos a través de los hermanos, los padres y los hijos, amenaza de muerte que transmitimos de boca en boca, a través del amor, Caballo de Troya que se oculta entre los besos y abrazos, el saludo respetuoso y fraterno, la expresión humanitaria de la estancia comunal.

Todos amantes, todos malditos.

Infectos a causa de esa mezcla irracional de desobediencia y cariño.

Este pueblo que hace fiesta por la tarde en el sepelio. Que baila disfrazado de osamenta ebrio del recuerdo de sus seres queridos y deja pan con tequila para fiesta de sus muertos.

Así somos, pero esta vez ser así puede acabarnos.

Esta vez no podemos, no debemos esperar a la línea del desastre para unirnos. No lo sabemos hacer, porque no hemos sido entrenados en la previsión, porque aún hacemos cooperacha para enterrar al fenecido, porque todavía nos agarra desprevenidos la mala hora.

Esta vez no, debemos hacer algo distinto.

Debemos unirnos desde ya, cerrar filas como si estuviéramos entre escombros. Empezar a pertrecharnos, estar en contacto, darnos la mano, empezar por cuidar lo poco que tenemos, ayudar cada uno al que podamos, seguir las indicaciones de nuestras autoridades. Ignorar a los que tratan de manipularnos en contra de nuestros gobernantes que hoy por hoy junto con nuestros hermanos serán nuestros únicos aliados. Suspender la pelea con enemigos, causas contrarias, banderas ajenas, partidos políticos y todos aquellos que intenten usar el miedo y la desgracia para llevar agua a su molino, infelices, desalmados, puercos, traidores y oportunistas.

Hacer como hacemos en la zona de desastre y unimos nuestras manos para salvar a un niño, sin preguntarnos nuestros nombres ni nuestras creencias.

Así, como también somos, un México bravo y aguerrido, el de Revolución y voto de odio, el que rompe en un solo grito en los estadios para ofender al enemigo, que canta en cualquier país a una sola voz “Cielito lindo”, que persigue al asesino, que paga las deudas de un hermano y da estudios a los hijos de sus amigos, el que dio significado de familia a la palabra “compadre”, el que va de procesión con llagas y sudores pero cumple a sus dioses las promesas, el que ama a muerte a sus padres e hijos, este país capaz de levantarse de las ruinas.

Ser ese México puede salvarnos.

Pero esta vez debe ser antes, tiene que ser antes y es posible así que logremos una vez más detener al asesino.

Este pueblo que hace fiesta por la tarde en el sepelio. Que baila disfrazado de osamenta ebrio del recuerdo de sus seres queridos y deja pan con tequila para fiesta de sus muertos.