/ lunes 15 de octubre de 2018

Gavaldón y los brazos caníbales

El prototipo del oligarca feudal regional en el cine mexicano se ha transformado acorde a los vaivenes del contexto sociopolítico.

Sin embargo, el germen de este tipo de personajes tiene su génesis, indudablemente, en la cinta Rosauro Castro/ 1950, dirigida por Roberto Gavaldón, cuyo guión urdió con sobriedad e inteligencia (pese a ser un adaptación) el escritor José Revueltas, teniendo a Pedro Armendáriz como protagonista central.

Gavaldón, cuya obra aún no recibe la atención merecida, era un director de atmósferas híbridas donde los personajes parecían haber perdido lo que a los de Ismael Rodríguez le sobraba: vivacidad.

Maestro en el manejo de los géneros, aunque el melodrama era el dominante. Gavaldón dejó verdaderas perlas en nuestro cine: La barraca, La otra, La noche avanza, Macario, Días de otoño, El gallo de oro (donde colaboró en el guión con Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez) y Doña Macabra. Incluso, se dio el lujo de darle categoría al personaje de Cantinflas en Don Quijote cabalga de nuevo, coproducción mexicana-española de 1972.

En Rosauro Castro, Pedro Armendáriz está en su jugo. Es el villano, cacique de un pequeño pueblo en donde es dueño de tierras y de vidas. Nada se mueve sin su voluntad. Y si algún adversario logra retarlo, la tumba es el destino final para el interfecto.

El laconismo, el páramo y las calles del pueblo casi vacías, arropan a los personajes de Rosauro Castro en una geografía asfixiante donde, al parecer, la venganza es la única justicia posible.

El cacique en el cine mexicano ha sido, curiosamente, un referente muy poco socorrido. Si acaso el último lo representó Fernando Soler en El lugar sin límites, en el rol de don Alejo (amén de echarle un vistazo a los sobrecogedores documentales Etnocidio: notas sobre El mezquital, de Paul Leduc, y Santa Gertrudis: la primera pregunta sobre la felicidad, de Gilles Groulx, los cuales denuncian sin cortapisas el papel siniestro del cacique en el medio rural mexicano).

Quizá el cine mexicano ha tenido en el cacique una figura polémica y rica en exploración fílmica, sin embargo la censura brutal que ha vivido este país hizo que los cineastas recularan y mostraran a dicho personaje sólo por el borde.

Los acomodos políticos y democráticos que vivimos en México pueden permitir que el cine goce de mayor libertad y arriesgue temático. Sólo quedará algo peor que la censura: la autocensura que, lamentablemente, afecta al creador fílmico.

Ante la ausencia de una cabeza que disponía del curso (y recursos) del país, los poderes institucionales están ajustados en eso que Octavio Paz apunta en un verso: “Abrazos caníbales”, ya que cada quien devora, en beneficio propio, al contrincante. Senadores, diputados, alcaldes, regidores, síndicos y gobernadores al parecer se sienten libres de los amarres de antaño para poder actuar.

Pensando en la figura de los virreyes, no es arriesgado decir (como alegoría) que los mandatarios estatales se han erigido, ya sin el tlatoani del ejecutivo, en los nuevos virreyes y han convertido a su estado en auténticos feudos donde hacen lo que quieren, impunemente, sin que nadie ni nada los detenga…


El prototipo del oligarca feudal regional en el cine mexicano se ha transformado acorde a los vaivenes del contexto sociopolítico.

Sin embargo, el germen de este tipo de personajes tiene su génesis, indudablemente, en la cinta Rosauro Castro/ 1950, dirigida por Roberto Gavaldón, cuyo guión urdió con sobriedad e inteligencia (pese a ser un adaptación) el escritor José Revueltas, teniendo a Pedro Armendáriz como protagonista central.

Gavaldón, cuya obra aún no recibe la atención merecida, era un director de atmósferas híbridas donde los personajes parecían haber perdido lo que a los de Ismael Rodríguez le sobraba: vivacidad.

Maestro en el manejo de los géneros, aunque el melodrama era el dominante. Gavaldón dejó verdaderas perlas en nuestro cine: La barraca, La otra, La noche avanza, Macario, Días de otoño, El gallo de oro (donde colaboró en el guión con Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez) y Doña Macabra. Incluso, se dio el lujo de darle categoría al personaje de Cantinflas en Don Quijote cabalga de nuevo, coproducción mexicana-española de 1972.

En Rosauro Castro, Pedro Armendáriz está en su jugo. Es el villano, cacique de un pequeño pueblo en donde es dueño de tierras y de vidas. Nada se mueve sin su voluntad. Y si algún adversario logra retarlo, la tumba es el destino final para el interfecto.

El laconismo, el páramo y las calles del pueblo casi vacías, arropan a los personajes de Rosauro Castro en una geografía asfixiante donde, al parecer, la venganza es la única justicia posible.

El cacique en el cine mexicano ha sido, curiosamente, un referente muy poco socorrido. Si acaso el último lo representó Fernando Soler en El lugar sin límites, en el rol de don Alejo (amén de echarle un vistazo a los sobrecogedores documentales Etnocidio: notas sobre El mezquital, de Paul Leduc, y Santa Gertrudis: la primera pregunta sobre la felicidad, de Gilles Groulx, los cuales denuncian sin cortapisas el papel siniestro del cacique en el medio rural mexicano).

Quizá el cine mexicano ha tenido en el cacique una figura polémica y rica en exploración fílmica, sin embargo la censura brutal que ha vivido este país hizo que los cineastas recularan y mostraran a dicho personaje sólo por el borde.

Los acomodos políticos y democráticos que vivimos en México pueden permitir que el cine goce de mayor libertad y arriesgue temático. Sólo quedará algo peor que la censura: la autocensura que, lamentablemente, afecta al creador fílmico.

Ante la ausencia de una cabeza que disponía del curso (y recursos) del país, los poderes institucionales están ajustados en eso que Octavio Paz apunta en un verso: “Abrazos caníbales”, ya que cada quien devora, en beneficio propio, al contrincante. Senadores, diputados, alcaldes, regidores, síndicos y gobernadores al parecer se sienten libres de los amarres de antaño para poder actuar.

Pensando en la figura de los virreyes, no es arriesgado decir (como alegoría) que los mandatarios estatales se han erigido, ya sin el tlatoani del ejecutivo, en los nuevos virreyes y han convertido a su estado en auténticos feudos donde hacen lo que quieren, impunemente, sin que nadie ni nada los detenga…