/ miércoles 5 de mayo de 2021

Gobernanza y sostenibilidad | Cómo fortalecer las instituciones en México

El desplome de un tramo del Metro de la Ciudad de México es profundamente trágico. Los videos e imágenes que circulan por la red dan cuenta de lo terrible de los acontecimientos que fueron descritos por un diario español como “la mayor tragedia desde el terremoto de 2017” en la Ciudad de México. Este evento trajo irremediablemente a la memoria colectiva las múltiples críticas y acusaciones de corrupción y opacidad con que inició en 2012, la línea más nueva del sistema del Metro.

A pesar de las acciones jurídicas y penales que resulten de este acontecimiento, la tragedia es irreversible y dolorosa. Nada hay que pueda regresar el tiempo atrás, nada hay que supla la ausencia de las personas que perdieron la vida y la vida no será igual par aquellos que tendrán que acostumbrarse a vivir sin una extremidad o sin un ser querido.

Hoy circulan en redes imágenes de la viga del puente, previo al accidente, circulan comentarios que afirman que hubo avisos sobre la necesidad urgente de mantenimiento. Abundan en Twitter, críticas a quienes presuntamente omitieron atender el problema. Esta desventura traerá muchas lecturas e interpretaciones, pero esta indignación, estos reclamos, esta cólera –ciudadana, patriota, humana– que se siente no regresará el tiempo, pero debiera servir para releer la realidad y resignificar nuestra participación en la forma en la que operan los acontecimientos que la constituyen.

Es claro que esto no puede repetirse, pero no solo eso, esto jamás debió suceder. Los mecanismos institucionales debieron servir para erradicar las posibilidades de riesgos o al menos para corregir los desperfectos. Toda persona tiene derecho al libre tránsito, a la seguridad, a estar en armonía con su entorno. A pesar de que estemos expuestos –y habituados– a los constantes estímulos del caos de una sociedad acelerada y del bombardeo mediático, todo sujeto, debería tener condiciones dignas de vida y para eso, se requiere una administración pública que fortalezca las instituciones en un marco de derecho.

Es natural que la dinámica de toda organización humana tenga dos polos de comportamiento, uno encaminado a lo racional y otro encaminado al poder. En el fondo dos tipos de racionalidad una argumentativa y otra política. Esta inevitable dualidad de las organizaciones tiene que ser equilibrada mediante procesos objetivos y ordenados. No se puede negar la racionalidad política que existe bajo cualquier máscara en las organizaciones privadas, pero tampoco se puede negar la racionalidad argumentativa que durante años ha sostenido la democracia por más incipiente que puede juzgarse. Las organizaciones públicas han generado gobernabilidad en distintas medidas a causa de esta racionalidad estructurada y procedimental.

La democracia tiene que ver con instituciones, con organizaciones que van guiando el rumbo de agendas sociales diversas y que son o no efectivas de acuerdo a la propia cultura organizacional. Dejar que en la balanza de la cultura organizacional de las instituciones el peso de lo político supere lo argumentativo descuidando los aspectos técnicos que deben guiar su rumbo es condenar no solo el futuro institucional, sino la misma sociedad. La integridad moral de una persona –que se asume como deber en cualquier organización privada o pública– no es suficiente para guiar un proyecto institucional. Hacen falta expertos en administración pública, en finanzas públicas, en políticas públicas que propicien una administración efectiva que genere legitimidad y la que pueda propiciar mejores condiciones sociales en tanto que los ciudadanos deben participar de estos mecanismos de gobierno colaborativo.

Aún no podemos regresar el tiempo, pero –a pesar de todo– sí podemos articular mejores tiempos para las próximas generaciones. Aún no es tarde.

El desplome de un tramo del Metro de la Ciudad de México es profundamente trágico. Los videos e imágenes que circulan por la red dan cuenta de lo terrible de los acontecimientos que fueron descritos por un diario español como “la mayor tragedia desde el terremoto de 2017” en la Ciudad de México. Este evento trajo irremediablemente a la memoria colectiva las múltiples críticas y acusaciones de corrupción y opacidad con que inició en 2012, la línea más nueva del sistema del Metro.

A pesar de las acciones jurídicas y penales que resulten de este acontecimiento, la tragedia es irreversible y dolorosa. Nada hay que pueda regresar el tiempo atrás, nada hay que supla la ausencia de las personas que perdieron la vida y la vida no será igual par aquellos que tendrán que acostumbrarse a vivir sin una extremidad o sin un ser querido.

Hoy circulan en redes imágenes de la viga del puente, previo al accidente, circulan comentarios que afirman que hubo avisos sobre la necesidad urgente de mantenimiento. Abundan en Twitter, críticas a quienes presuntamente omitieron atender el problema. Esta desventura traerá muchas lecturas e interpretaciones, pero esta indignación, estos reclamos, esta cólera –ciudadana, patriota, humana– que se siente no regresará el tiempo, pero debiera servir para releer la realidad y resignificar nuestra participación en la forma en la que operan los acontecimientos que la constituyen.

Es claro que esto no puede repetirse, pero no solo eso, esto jamás debió suceder. Los mecanismos institucionales debieron servir para erradicar las posibilidades de riesgos o al menos para corregir los desperfectos. Toda persona tiene derecho al libre tránsito, a la seguridad, a estar en armonía con su entorno. A pesar de que estemos expuestos –y habituados– a los constantes estímulos del caos de una sociedad acelerada y del bombardeo mediático, todo sujeto, debería tener condiciones dignas de vida y para eso, se requiere una administración pública que fortalezca las instituciones en un marco de derecho.

Es natural que la dinámica de toda organización humana tenga dos polos de comportamiento, uno encaminado a lo racional y otro encaminado al poder. En el fondo dos tipos de racionalidad una argumentativa y otra política. Esta inevitable dualidad de las organizaciones tiene que ser equilibrada mediante procesos objetivos y ordenados. No se puede negar la racionalidad política que existe bajo cualquier máscara en las organizaciones privadas, pero tampoco se puede negar la racionalidad argumentativa que durante años ha sostenido la democracia por más incipiente que puede juzgarse. Las organizaciones públicas han generado gobernabilidad en distintas medidas a causa de esta racionalidad estructurada y procedimental.

La democracia tiene que ver con instituciones, con organizaciones que van guiando el rumbo de agendas sociales diversas y que son o no efectivas de acuerdo a la propia cultura organizacional. Dejar que en la balanza de la cultura organizacional de las instituciones el peso de lo político supere lo argumentativo descuidando los aspectos técnicos que deben guiar su rumbo es condenar no solo el futuro institucional, sino la misma sociedad. La integridad moral de una persona –que se asume como deber en cualquier organización privada o pública– no es suficiente para guiar un proyecto institucional. Hacen falta expertos en administración pública, en finanzas públicas, en políticas públicas que propicien una administración efectiva que genere legitimidad y la que pueda propiciar mejores condiciones sociales en tanto que los ciudadanos deben participar de estos mecanismos de gobierno colaborativo.

Aún no podemos regresar el tiempo, pero –a pesar de todo– sí podemos articular mejores tiempos para las próximas generaciones. Aún no es tarde.

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