/ domingo 15 de noviembre de 2020

Inolvidable

De muchas y muy diferentes maneras, todos guardamos profundamente en nuestro corazón la memoria viva de algo o alguien que será inolvidable a lo largo de nuestra existencia.

Es cierto que hay quienes disfrutan el estéril gasto emocional de un recuerdo que les sigue atormentando, como tóxico sutil que deshace su alma y viven aquejados por él. Aquí lo inolvidable se hace cruel porque se piensa que, al no poder olvidarlo, jamás lo perdonarán. Y esa es una forma triste de gestionar nuestras vivencias.

Hay también, afortunadamente, quienes atesoran los recuerdos mágicos que un día les acontecieron y no permiten que mueran, porque saben que si lo hicieran ellos también morirían un poco.

Nadie sin embargo puede evitar el tener una mezcla de recuerdos buenos y malos, lo que simplemente nos hace entender que la vida es, como dice el pensador, “pedacitos de plata en medio de un gran camino de grava”. No vivir atormentados por unos y disfrutar el haber experimentado los otros, es lo que da sentido y equilibrio a nuestra vida. Es saber que las rosas también tienen espinas y que no comprender esto, es lo que al final del día nos hace incapaces de discernir con sensatez los momentos de felicidad, de aquellos otros en los que no tuvimos la fortuna de poseerla.

¿Quién no recuerda, a partir de que le fue posible hacerlo, esos días felices de su niñez y la caricia fragante de quienes le amaron? ¿Quién podrá borrar de su corazón el abrazo y la ternura de aquellos que con su cariño le enseñaron a amar? ¿Es posible olvidar a los primeros amigos, a los compañeros de nuestros juegos infantiles, a la maestra que un día fue la diosa de nuestros sueños, la primera vez que vimos el mar o la esperanza viva de nuestras siempre anheladas vacaciones?

¿Podremos alguna vez olvidar cuando el torbellino del amor primerizo arrebató nuestra alma y la llevó al séptimo cielo; la espera impaciente que nos trajo el romance adolescente, las alegres piñatas infantiles, las entrañables navidades y aquellas dulces fantasías en las que empeñamos nuestra tantas veces atropellada búsqueda de la felicidad?

¿No será por siempre inolvidable la primera vez que tocamos a Dios, la bendición de nuestros padres, bálsamo para nuestra alma y su consejo oportuno, el tibio consuelo de la mano que tocó nuestro todavía frágil corazón cuando fue incomprensiblemente herido; el diálogo sencillo con quienes nos eran cercanos; los días de campo con los hijos y esa infinidad de invaluables tesoros que ningún recuerdo ingrato podrá un día arrebatarnos?

Nos perdemos tanto en no olvidar lo que un día nos hirió que hacemos a un lado también lo que nos maravilló; hacemos tan inolvidable, aunque sea doloroso, lo que en el pasado agravió nuestro espíritu, que al mismo tiempo neciamente renunciamos a todo aquello que colmó nuestras ansias de felicidad, como cuando nos convertimos en el horizonte de alguien que quiso compartir nuestros sueños. Es cierto que no podremos olvidar jamás aquello que nos lastimó un día, pero sí podemos hacer el esfuerzo por privilegiar de igual manera lo que hizo a nuestro corazón más grande, más fuerte y más comprensivo.

Tal vez en la lista de daños y beneficios que tenemos todos grabados en nuestra mente, los débitos sean más que los haberes, pero la vida, dice Freud, será siempre así: solo cuestión de saldos en nuestro final estado de pérdidas y ganancias. Ver que haya más saldos positivos que negativos es una tarea en la que todos debemos empeñarnos, si queremos tener la sabiduría de vivir con plenitud nuestra fugaz existencia terrenal.

Afortunadamente siempre habrá espacios en nuestra alma para lo que es en verdad inolvidable: el acontecimiento aquel cuyo perfume aún nos aroma, la fecha anhelada que finalmente llegó; el calor de la perfecta compañía, la luz que generosa disipó nuestras tinieblas, la suave ternura de nuestra alma gemela, la dicha en fin, que aunque veces haya sido fugitiva, se anidó fecunda como esperanza cierta en nuestro agradecido corazón.

Un poeta escribió que la mejor manera de hacer a alguien inmortal es quererlo de tal forma que no lo olvidemos nunca. Es a través del regocijo del recuerdo por el cual nos percatamos que este no es un espacio perdido, sino una posibilidad de auténtica recuperación.

Confesar que vivimos, amamos y disfrutamos con alguien el aquí y el ahora de la vida, que tuvimos el privilegio y la felicidad de coincidir en el tiempo con el que nuestro corazón eligió para compartir la hermosa danza de la vida, es adquirir la certeza de que, si supimos hacerlo con sabiduría, un día seremos para ese alguien personas inolvidables.

Pero es así que finalmente entenderemos cómo el recuerdo, especialmente del amor que un día dimos y nos dieron, será siempre más fuerte que la muerte.

INOLVIDABLE

“… y aunque un día ya no pueda

hacer volver la gloria de la flor

y el esplendor en la hierba,

su belleza quedará en el recuerdo…”

Oda a la inmortalidad.

William Wordsworth

De muchas y muy diferentes maneras, todos guardamos profundamente en nuestro corazón la memoria viva de algo o alguien que será inolvidable a lo largo de nuestra existencia.

Es cierto que hay quienes disfrutan el estéril gasto emocional de un recuerdo que les sigue atormentando, como tóxico sutil que deshace su alma y viven aquejados por él. Aquí lo inolvidable se hace cruel porque se piensa que, al no poder olvidarlo, jamás lo perdonarán. Y esa es una forma triste de gestionar nuestras vivencias.

Hay también, afortunadamente, quienes atesoran los recuerdos mágicos que un día les acontecieron y no permiten que mueran, porque saben que si lo hicieran ellos también morirían un poco.

Nadie sin embargo puede evitar el tener una mezcla de recuerdos buenos y malos, lo que simplemente nos hace entender que la vida es, como dice el pensador, “pedacitos de plata en medio de un gran camino de grava”. No vivir atormentados por unos y disfrutar el haber experimentado los otros, es lo que da sentido y equilibrio a nuestra vida. Es saber que las rosas también tienen espinas y que no comprender esto, es lo que al final del día nos hace incapaces de discernir con sensatez los momentos de felicidad, de aquellos otros en los que no tuvimos la fortuna de poseerla.

¿Quién no recuerda, a partir de que le fue posible hacerlo, esos días felices de su niñez y la caricia fragante de quienes le amaron? ¿Quién podrá borrar de su corazón el abrazo y la ternura de aquellos que con su cariño le enseñaron a amar? ¿Es posible olvidar a los primeros amigos, a los compañeros de nuestros juegos infantiles, a la maestra que un día fue la diosa de nuestros sueños, la primera vez que vimos el mar o la esperanza viva de nuestras siempre anheladas vacaciones?

¿Podremos alguna vez olvidar cuando el torbellino del amor primerizo arrebató nuestra alma y la llevó al séptimo cielo; la espera impaciente que nos trajo el romance adolescente, las alegres piñatas infantiles, las entrañables navidades y aquellas dulces fantasías en las que empeñamos nuestra tantas veces atropellada búsqueda de la felicidad?

¿No será por siempre inolvidable la primera vez que tocamos a Dios, la bendición de nuestros padres, bálsamo para nuestra alma y su consejo oportuno, el tibio consuelo de la mano que tocó nuestro todavía frágil corazón cuando fue incomprensiblemente herido; el diálogo sencillo con quienes nos eran cercanos; los días de campo con los hijos y esa infinidad de invaluables tesoros que ningún recuerdo ingrato podrá un día arrebatarnos?

Nos perdemos tanto en no olvidar lo que un día nos hirió que hacemos a un lado también lo que nos maravilló; hacemos tan inolvidable, aunque sea doloroso, lo que en el pasado agravió nuestro espíritu, que al mismo tiempo neciamente renunciamos a todo aquello que colmó nuestras ansias de felicidad, como cuando nos convertimos en el horizonte de alguien que quiso compartir nuestros sueños. Es cierto que no podremos olvidar jamás aquello que nos lastimó un día, pero sí podemos hacer el esfuerzo por privilegiar de igual manera lo que hizo a nuestro corazón más grande, más fuerte y más comprensivo.

Tal vez en la lista de daños y beneficios que tenemos todos grabados en nuestra mente, los débitos sean más que los haberes, pero la vida, dice Freud, será siempre así: solo cuestión de saldos en nuestro final estado de pérdidas y ganancias. Ver que haya más saldos positivos que negativos es una tarea en la que todos debemos empeñarnos, si queremos tener la sabiduría de vivir con plenitud nuestra fugaz existencia terrenal.

Afortunadamente siempre habrá espacios en nuestra alma para lo que es en verdad inolvidable: el acontecimiento aquel cuyo perfume aún nos aroma, la fecha anhelada que finalmente llegó; el calor de la perfecta compañía, la luz que generosa disipó nuestras tinieblas, la suave ternura de nuestra alma gemela, la dicha en fin, que aunque veces haya sido fugitiva, se anidó fecunda como esperanza cierta en nuestro agradecido corazón.

Un poeta escribió que la mejor manera de hacer a alguien inmortal es quererlo de tal forma que no lo olvidemos nunca. Es a través del regocijo del recuerdo por el cual nos percatamos que este no es un espacio perdido, sino una posibilidad de auténtica recuperación.

Confesar que vivimos, amamos y disfrutamos con alguien el aquí y el ahora de la vida, que tuvimos el privilegio y la felicidad de coincidir en el tiempo con el que nuestro corazón eligió para compartir la hermosa danza de la vida, es adquirir la certeza de que, si supimos hacerlo con sabiduría, un día seremos para ese alguien personas inolvidables.

Pero es así que finalmente entenderemos cómo el recuerdo, especialmente del amor que un día dimos y nos dieron, será siempre más fuerte que la muerte.

INOLVIDABLE

“… y aunque un día ya no pueda

hacer volver la gloria de la flor

y el esplendor en la hierba,

su belleza quedará en el recuerdo…”

Oda a la inmortalidad.

William Wordsworth