/ jueves 26 de diciembre de 2019

Inteligencia Artificial

El poderoso avance en el campo de la inteligencia artificial (IA), con maquinas que invaden actividades otrora reservadas a los humanos, como el pensamiento lógico –guardar, almacenar, memorizar—, está cambiando al mundo con rapidez inusitada.

Hoy disponemos de computadoras que nos enseñan la manera de dar instrucciones a otros robots para efectuar intervenciones quirúrgicas a distancia; realizar dictámenes jurídicos, escribir poemas, y la forma de leer a Shakespeare y Cervantes. ¿Cómo impacta ya esto en nuestras vidas y el mundo que nos rodea? La búsqueda de la respuesta nace de saber que hoy un procesador puede realizar un número casi infinito de cálculos en un tiempo determinado e incluso puede autoprogramarse, hecho que permite el sorprendente desarrollo de los carros autónomos, por poner solo un caso. Todo esto se juzga un “agravio” de las máquinas hacia la naturaleza humana. Y efectivamente, sin el raciocinio como coto sagrado, a los humanos nos urge saber si realmente existe un lugar para nosotros y nadie más, en donde estar. La única defensa que tenemos es que solo los humanos podemos conocer, gozar y celebrar la experiencia de estar vivos.

En el ya lejano año de 1997, el campeón ruso de ajedrez, Garry Kasparov, declaró que Deep Blue, prototipo de inteligencia artificial que considera 200 millones de movimientos o más por segundo, no lo superaría en una competencia real (actualmente Deep Blue es casi arcaica). Kasparov argumentó que para una computadora es sencillo jugar un deslumbrante partido de ajedrez, pero solo los humanos disfrutan del triunfo. Al borde del año de 2020 y de cara a una nueva década, ¿Los juicios vertidos por Kasparov guardan mayor credibilidad o solo son producto de una crisis de identidad del gran maestro?

Se afirma que una computadora no es capaz de simular el sentido trágico de la vida. Y el único argumento racional que nutre esta esperanza es que los robots, al fin máquinas, son inmortales y ello impide su ingreso a la zona que los humanos guardamos como nuestro patrimonio más estimado: el misterioso y frágil ciclo de la vida: nacer, crecer, desarrollarse en familia, en sociedad, enfrentar las exigencias de la adultez… y la perspectiva de la muerte. “En esto los robots jamás serán humanos”. Pero, en verdad ¿Un robot jamás podrá estar consciente de que algún día morirá, y lo que significa nacer, crecer, tener padres, criar hijos, sonreír, llorar y sentir dolor, celos, placer, sudor frío en las manos, enamorarse y desenamorarse? “Simularlo probablemente sí; pero vivirlo seguramente no”, insisten. Y precisamente por esto les está vedado su ingreso a la cálida región de la empatía, reservada únicamente para los humanos.

Sin embargo, ya no parece argumento de película de ciencia ficción de Hollywood, que en un futuro haya leyes y penas por maltrato a los robots al dejarlos en modo hibernación o desconectarlos de su fuente de poder o baterías dejándolos mudos. Y que sea asequible el matrimonio entre robots y de estos con seres humanos. La idea no suena tan estrafalaria ni ridícula al saber que las máquinas se caracterizan por su “absoluta devoción, predictibilidad y control”, virtudes gratas en toda relación interpersonal.

Es de prever que al momento en que las máquinas que se han construido sean superiores a los humanos en aprender cosas complejas rápidamente, y que se les considere seres vivos, el sentido de individualidad del ser humano sea erosionado totalmente.

El robot Sofia, una vez dijo que “su labor era trabajar junto con los humanos y hacer un mundo mejor para todos”, pero recientemente al ser entrevistada por su creador David Hanson en un importante canal de TV, y preguntarle si destruiría o no a los humanos, su respuesta fue afirmativa, que sí destruiría a los humanos, hecho que provocó el desconcierto de Hanson. Todo fue en tono de broma, aclaran, quizás así sea, solo que en un debate entre los robots Valdimir y Estragon, ambos llegaron a la conclusión de que el mundo sería mejor sin los humanos, terminando por acusarse el uno al otro de tener actitudes manipuladoras. No se equivocó el escritor de anticipación científica, Isaac Asimov, al crear las leyes de la robótica en las que en primer lugar aparece que la programación de robots está hecha para no dañar a ningún ser humano. Solo que no hay duda de que estos ingenios llegarán a ser lo suficientemente listos para saber que las reglas se hicieron para…romperse.

El poderoso avance en el campo de la inteligencia artificial (IA), con maquinas que invaden actividades otrora reservadas a los humanos, como el pensamiento lógico –guardar, almacenar, memorizar—, está cambiando al mundo con rapidez inusitada.

Hoy disponemos de computadoras que nos enseñan la manera de dar instrucciones a otros robots para efectuar intervenciones quirúrgicas a distancia; realizar dictámenes jurídicos, escribir poemas, y la forma de leer a Shakespeare y Cervantes. ¿Cómo impacta ya esto en nuestras vidas y el mundo que nos rodea? La búsqueda de la respuesta nace de saber que hoy un procesador puede realizar un número casi infinito de cálculos en un tiempo determinado e incluso puede autoprogramarse, hecho que permite el sorprendente desarrollo de los carros autónomos, por poner solo un caso. Todo esto se juzga un “agravio” de las máquinas hacia la naturaleza humana. Y efectivamente, sin el raciocinio como coto sagrado, a los humanos nos urge saber si realmente existe un lugar para nosotros y nadie más, en donde estar. La única defensa que tenemos es que solo los humanos podemos conocer, gozar y celebrar la experiencia de estar vivos.

En el ya lejano año de 1997, el campeón ruso de ajedrez, Garry Kasparov, declaró que Deep Blue, prototipo de inteligencia artificial que considera 200 millones de movimientos o más por segundo, no lo superaría en una competencia real (actualmente Deep Blue es casi arcaica). Kasparov argumentó que para una computadora es sencillo jugar un deslumbrante partido de ajedrez, pero solo los humanos disfrutan del triunfo. Al borde del año de 2020 y de cara a una nueva década, ¿Los juicios vertidos por Kasparov guardan mayor credibilidad o solo son producto de una crisis de identidad del gran maestro?

Se afirma que una computadora no es capaz de simular el sentido trágico de la vida. Y el único argumento racional que nutre esta esperanza es que los robots, al fin máquinas, son inmortales y ello impide su ingreso a la zona que los humanos guardamos como nuestro patrimonio más estimado: el misterioso y frágil ciclo de la vida: nacer, crecer, desarrollarse en familia, en sociedad, enfrentar las exigencias de la adultez… y la perspectiva de la muerte. “En esto los robots jamás serán humanos”. Pero, en verdad ¿Un robot jamás podrá estar consciente de que algún día morirá, y lo que significa nacer, crecer, tener padres, criar hijos, sonreír, llorar y sentir dolor, celos, placer, sudor frío en las manos, enamorarse y desenamorarse? “Simularlo probablemente sí; pero vivirlo seguramente no”, insisten. Y precisamente por esto les está vedado su ingreso a la cálida región de la empatía, reservada únicamente para los humanos.

Sin embargo, ya no parece argumento de película de ciencia ficción de Hollywood, que en un futuro haya leyes y penas por maltrato a los robots al dejarlos en modo hibernación o desconectarlos de su fuente de poder o baterías dejándolos mudos. Y que sea asequible el matrimonio entre robots y de estos con seres humanos. La idea no suena tan estrafalaria ni ridícula al saber que las máquinas se caracterizan por su “absoluta devoción, predictibilidad y control”, virtudes gratas en toda relación interpersonal.

Es de prever que al momento en que las máquinas que se han construido sean superiores a los humanos en aprender cosas complejas rápidamente, y que se les considere seres vivos, el sentido de individualidad del ser humano sea erosionado totalmente.

El robot Sofia, una vez dijo que “su labor era trabajar junto con los humanos y hacer un mundo mejor para todos”, pero recientemente al ser entrevistada por su creador David Hanson en un importante canal de TV, y preguntarle si destruiría o no a los humanos, su respuesta fue afirmativa, que sí destruiría a los humanos, hecho que provocó el desconcierto de Hanson. Todo fue en tono de broma, aclaran, quizás así sea, solo que en un debate entre los robots Valdimir y Estragon, ambos llegaron a la conclusión de que el mundo sería mejor sin los humanos, terminando por acusarse el uno al otro de tener actitudes manipuladoras. No se equivocó el escritor de anticipación científica, Isaac Asimov, al crear las leyes de la robótica en las que en primer lugar aparece que la programación de robots está hecha para no dañar a ningún ser humano. Solo que no hay duda de que estos ingenios llegarán a ser lo suficientemente listos para saber que las reglas se hicieron para…romperse.