/ domingo 8 de septiembre de 2019

Invisibles

Igual que sucede con el duro viento del desierto, que golpea los rostros sin que se le pueda ver, y así como la brisa vespertina acaricia suavemente nuestra cara, sin que se le pueda tocar, de la misma manera oculta entre los pliegues de la fragilidad humana hay muchas cosas que no son transparentes en nuestra vida y cuya ausencia sin embargo nos impide trascender nuestra temporal estadía terrenal. Y desgraciadamente hay veces que ni siquiera nos percatamos de ello.

Porque hay muchas cosas claramente visibles, que desgraciadamente hacemos invisibles por nuestra propia y autoinducida ceguera, como si creyéramos que por eso ellas dejarán de existir. Y eso es una verdadera tragedia. Así, por ejemplo, pretendemos hacer invisible todo lo que nos mortifica como el dolor y el sufrimiento ajenos para que no perturbe nuestra cómoda tranquilidad o la pobreza del otro porque no queremos ser parte de ella lo que naturalmente nos espanta.

Es así que volteamos el rostro a las necesidades de los demás para no incomodar las nuestras, a menudo insatisfechas. Hacemos como que no vemos la infelicidad de los otros porque creemos que contaminará la nuestra, aunque actuar así signifique renunciar a algo que por su misma naturaleza es irrenunciable, que es la solidaridad humana. La conciencia de la alteridad y el cuidado del otro se convierten en algo intrascendente, que no conduce a nada práctico o cuando mucho a una utopía que nada remedia.

Quizás lo más triste es que esta conducta, justificada para muchos, hace invisibles incluso las cosas valiosas, para las que también nos declaramos ciegos, pero que están ahí presentes sin embargo y en actitud justa de reclamo. Hacemos invisible a nuestra pareja y a su necesidad de afecto, tiempo y comprensión, dones que por otra parte otorgamos generosos al trabajo y la oficina, sin pensar que eso que ahora escatimamos, es factura que algún día deberemos pagar con elevados intereses. Hacemos invisibles a los hijos, víctimas inocentes de nuestra afanosa búsqueda del placer no incluyente y del exceso ocupacional que nos impide ser colaboradores proactivos y tenaces de su crecimiento, de muchas formas casi siempre marginado.

Hacemos igualmente invisibles a nuestros padres, cercanos o distantes, pero ajenos casi siempre de nuestra vida; a los abuelos, tan urgidos de proximidad y olvidados sin remedio, al vecino con quien nos topamos a diario y no saludamos; al que atraviesa la calle y casi arrollamos descuidadamente por nuestra prisa; al indígena sentado en la banqueta y que nos pide al menos un poco de compasión; al planeta que habitamos y depredamos sin misericordia y nos devolverá cada golpe que neciamente le demos; a los niños violentados, a las mujeres discriminadas y al trabajador explotado y todos los compañeros en la aventura terrenal que compartimos, como es el que no piensa como nosotros y todos aquellos para los que fuimos egoístas e insensibles alguna vez, aduciendo que cada quien tiene sus propios problemas. Pero en cambio, ensimismados como estamos en medio de tantas frivolidades, hacemos exageradamente visible a la actriz escandalosa, al deportista fatuo y al pequeño de corazón. Y hasta declaramos invisible a Dios mismo cuando le regateamos el tiempo por nuestra comodidad y nos negamos a reconocer su presencia y alabar su nombre, simplemente porque tenemos cosas más urgentes que reclaman nuestra atención.

Pero lo más necio que hacemos es convertir en invisible a quien nos amó sin condiciones, olvidando lo que dice el poeta: “el tiempo que dedicaste a tu rosa, es lo que la hizo importante”. Y quizás cuando finalmente nos percatemos de eso y nos quedemos a nuestra vez solos y sin cariño, sin devoción ni entrega por parte de nadie, entenderemos porqué deberemos pagar sin duda el precio que nuestra ceguera merece: que también nosotros nos volvamos invisibles para los demás, hasta casi desaparecer, en medio de esa soberbia necedad que es la indiferencia, especialmente de aquellos a quienes deberíamos haberles significado algo.

Un proverbio árabe dice que “de nada sirven unos ojos despiertos en un cerebro ciego”. Cuando negamos a las cosas importantes la posibilidad de hacerse parte de nuestra visión de la vida, podrán volverse un día de tal manera invisibles que podrán entonces golpear con fuerza nuestro rostro, pero para entonces no seremos ya capaces ni siquiera de advertirlas.

Porque nadie puede hacer invisible a nadie o a nada, por insignificante que parezca, sin pensar que al final podrá tener el mismo destino. Ser igualmente invisible para los demás.

---

…lo esencial es invisible

para los ojos;

sólo se ve con el corazón…”

Antoine de Saint-Exupery

---

INVISIBLES.

.

Para Juan José Villela y su siempre presente Claraboya

Rubén Núñez de Cáceres V.

…lo esencial es invisible

para los ojos;

sólo se ve con el corazón…”

Antoine de Saint-Exupery

Para Juan José Villela y su siempre presente Claraboya

Igual que sucede con el duro viento del desierto, que golpea los rostros sin que se le pueda ver, y así como la brisa vespertina acaricia suavemente nuestra cara, sin que se le pueda tocar, de la misma manera oculta entre los pliegues de la fragilidad humana hay muchas cosas que no son transparentes en nuestra vida y cuya ausencia sin embargo nos impide trascender nuestra temporal estadía terrenal. Y desgraciadamente hay veces que ni siquiera nos percatamos de ello.

Porque hay muchas cosas claramente visibles, que desgraciadamente hacemos invisibles por nuestra propia y autoinducida ceguera, como si creyéramos que por eso ellas dejarán de existir. Y eso es una verdadera tragedia. Así, por ejemplo, pretendemos hacer invisible todo lo que nos mortifica como el dolor y el sufrimiento ajenos para que no perturbe nuestra cómoda tranquilidad o la pobreza del otro porque no queremos ser parte de ella lo que naturalmente nos espanta.

Es así que volteamos el rostro a las necesidades de los demás para no incomodar las nuestras, a menudo insatisfechas. Hacemos como que no vemos la infelicidad de los otros porque creemos que contaminará la nuestra, aunque actuar así signifique renunciar a algo que por su misma naturaleza es irrenunciable, que es la solidaridad humana. La conciencia de la alteridad y el cuidado del otro se convierten en algo intrascendente, que no conduce a nada práctico o cuando mucho a una utopía que nada remedia.

Quizás lo más triste es que esta conducta, justificada para muchos, hace invisibles incluso las cosas valiosas, para las que también nos declaramos ciegos, pero que están ahí presentes sin embargo y en actitud justa de reclamo. Hacemos invisible a nuestra pareja y a su necesidad de afecto, tiempo y comprensión, dones que por otra parte otorgamos generosos al trabajo y la oficina, sin pensar que eso que ahora escatimamos, es factura que algún día deberemos pagar con elevados intereses. Hacemos invisibles a los hijos, víctimas inocentes de nuestra afanosa búsqueda del placer no incluyente y del exceso ocupacional que nos impide ser colaboradores proactivos y tenaces de su crecimiento, de muchas formas casi siempre marginado.

Hacemos igualmente invisibles a nuestros padres, cercanos o distantes, pero ajenos casi siempre de nuestra vida; a los abuelos, tan urgidos de proximidad y olvidados sin remedio, al vecino con quien nos topamos a diario y no saludamos; al que atraviesa la calle y casi arrollamos descuidadamente por nuestra prisa; al indígena sentado en la banqueta y que nos pide al menos un poco de compasión; al planeta que habitamos y depredamos sin misericordia y nos devolverá cada golpe que neciamente le demos; a los niños violentados, a las mujeres discriminadas y al trabajador explotado y todos los compañeros en la aventura terrenal que compartimos, como es el que no piensa como nosotros y todos aquellos para los que fuimos egoístas e insensibles alguna vez, aduciendo que cada quien tiene sus propios problemas. Pero en cambio, ensimismados como estamos en medio de tantas frivolidades, hacemos exageradamente visible a la actriz escandalosa, al deportista fatuo y al pequeño de corazón. Y hasta declaramos invisible a Dios mismo cuando le regateamos el tiempo por nuestra comodidad y nos negamos a reconocer su presencia y alabar su nombre, simplemente porque tenemos cosas más urgentes que reclaman nuestra atención.

Pero lo más necio que hacemos es convertir en invisible a quien nos amó sin condiciones, olvidando lo que dice el poeta: “el tiempo que dedicaste a tu rosa, es lo que la hizo importante”. Y quizás cuando finalmente nos percatemos de eso y nos quedemos a nuestra vez solos y sin cariño, sin devoción ni entrega por parte de nadie, entenderemos porqué deberemos pagar sin duda el precio que nuestra ceguera merece: que también nosotros nos volvamos invisibles para los demás, hasta casi desaparecer, en medio de esa soberbia necedad que es la indiferencia, especialmente de aquellos a quienes deberíamos haberles significado algo.

Un proverbio árabe dice que “de nada sirven unos ojos despiertos en un cerebro ciego”. Cuando negamos a las cosas importantes la posibilidad de hacerse parte de nuestra visión de la vida, podrán volverse un día de tal manera invisibles que podrán entonces golpear con fuerza nuestro rostro, pero para entonces no seremos ya capaces ni siquiera de advertirlas.

Porque nadie puede hacer invisible a nadie o a nada, por insignificante que parezca, sin pensar que al final podrá tener el mismo destino. Ser igualmente invisible para los demás.

---

…lo esencial es invisible

para los ojos;

sólo se ve con el corazón…”

Antoine de Saint-Exupery

---

INVISIBLES.

.

Para Juan José Villela y su siempre presente Claraboya

Rubén Núñez de Cáceres V.

…lo esencial es invisible

para los ojos;

sólo se ve con el corazón…”

Antoine de Saint-Exupery

Para Juan José Villela y su siempre presente Claraboya