/ domingo 26 de julio de 2020

Iridiscencias | Alejandra Pizarnik

Alejandra Pizarnik, era una poeta argentina de ascendencia ruso-judía quien, durante su infancia —por sus ascendencia ruso judía—, su vida se vio ensombrecida por los terribles acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. Alejandra sufrió muy directamente las atrocidades de los nazis.

Estos acontecimientos —varios de sus familiares fueron asesinados en Rivne—, le dejaron una profunda huella que se prolongó durante toda su vida. Ella, al igual que Arthur Rimbaud en su tiempo, siempre creyó que era necesario conocer del sufrimiento para la creación de la verdadera poesía. Los trastornos físicos que padeció desde su adolescencia — acné, sobrepeso y problemas de tartamudez, asma—, así como por la marcada preferencia de la mamá para con su hermana —en un insano comparativo con el ideal materno de la época—, produjeron en Alejandra la pérdida de su autoestima y que, de alguna manera, se podía adivinar detrás de los versos de su obra poética:

Afuera hay sol.

No es más que un sol

pero los hombres lo miran

y después cantan.

Yo no sé del sol.

Yo sé la melodía del ángel

y el sermón caliente

del último viento.

Sé gritar hasta el alba

cuando la muerte se posa desnuda

en mi sombra.

Yo lloro debajo de mi nombre.

Yo agito pañuelos en la noche

y barcos sedientos de realidad

bailan conmigo.

Yo oculto clavos

para escarnecer a mis sueños enfermos.

Afuera hay sol.

Yo me visto de cenizas.

Alejandra Pizarnik, a pesar de su reconocimiento literario y el haberse relacionado con grandes figuras del mundo intelectual y artístico de su tiempo —Simone de Beauvior, Octavio Paz, Roger Caillois, entre otros—, era víctima de constantes y profundas depresiones. Los problemas que le acompañaron durante toda su vida. La lisonja del medio literario que les calificaban como enfant terrible, influyeron en gran medida al padecimiento de sus crisis depresivas y de ansiedad.

A Alejandra le complacía que se les asemejara a los llamados “poetas malditos”, —Stéphane Mallarmé, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, Francis Pruner, entre otros—, lo que, al parecer, le precipitó a esa soledad que la llevó a un prematuro e infortunado final. Sus poemas, llenos de sonoridad y con la intensidad propia de espíritus atormentados, nos hacen sentir, con un lenguaje casi místico, esa voz que, como súplica, nos muestra la crudeza de su realidad.

Después de varios intentos de suicidio, a la edad de 36 años, en septiembre de 1972, se quitó la vida al ingerir una fuerte dosis de Seconal. Alejandra había conseguido que se le concediera permiso para salir el fin de semana; estaba internada en un hospital psiquiátrico. He aquí, una pequeña muestra de la poeta que supo mostrarnos en la hosquedad de un poema, el delirio de un espíritu atormentado.

Señor

La jaula se ha vuelto pájaro

y se ha volado

y mi corazón está loco

porque aúlla a la muerte

y sonríe detrás del viento

a sus delirios

Qué haré con el miedo.

Dedicado a León Ostrov

Alejandra Pizarnik, era una poeta argentina de ascendencia ruso-judía quien, durante su infancia —por sus ascendencia ruso judía—, su vida se vio ensombrecida por los terribles acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial. Alejandra sufrió muy directamente las atrocidades de los nazis.

Estos acontecimientos —varios de sus familiares fueron asesinados en Rivne—, le dejaron una profunda huella que se prolongó durante toda su vida. Ella, al igual que Arthur Rimbaud en su tiempo, siempre creyó que era necesario conocer del sufrimiento para la creación de la verdadera poesía. Los trastornos físicos que padeció desde su adolescencia — acné, sobrepeso y problemas de tartamudez, asma—, así como por la marcada preferencia de la mamá para con su hermana —en un insano comparativo con el ideal materno de la época—, produjeron en Alejandra la pérdida de su autoestima y que, de alguna manera, se podía adivinar detrás de los versos de su obra poética:

Afuera hay sol.

No es más que un sol

pero los hombres lo miran

y después cantan.

Yo no sé del sol.

Yo sé la melodía del ángel

y el sermón caliente

del último viento.

Sé gritar hasta el alba

cuando la muerte se posa desnuda

en mi sombra.

Yo lloro debajo de mi nombre.

Yo agito pañuelos en la noche

y barcos sedientos de realidad

bailan conmigo.

Yo oculto clavos

para escarnecer a mis sueños enfermos.

Afuera hay sol.

Yo me visto de cenizas.

Alejandra Pizarnik, a pesar de su reconocimiento literario y el haberse relacionado con grandes figuras del mundo intelectual y artístico de su tiempo —Simone de Beauvior, Octavio Paz, Roger Caillois, entre otros—, era víctima de constantes y profundas depresiones. Los problemas que le acompañaron durante toda su vida. La lisonja del medio literario que les calificaban como enfant terrible, influyeron en gran medida al padecimiento de sus crisis depresivas y de ansiedad.

A Alejandra le complacía que se les asemejara a los llamados “poetas malditos”, —Stéphane Mallarmé, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, Francis Pruner, entre otros—, lo que, al parecer, le precipitó a esa soledad que la llevó a un prematuro e infortunado final. Sus poemas, llenos de sonoridad y con la intensidad propia de espíritus atormentados, nos hacen sentir, con un lenguaje casi místico, esa voz que, como súplica, nos muestra la crudeza de su realidad.

Después de varios intentos de suicidio, a la edad de 36 años, en septiembre de 1972, se quitó la vida al ingerir una fuerte dosis de Seconal. Alejandra había conseguido que se le concediera permiso para salir el fin de semana; estaba internada en un hospital psiquiátrico. He aquí, una pequeña muestra de la poeta que supo mostrarnos en la hosquedad de un poema, el delirio de un espíritu atormentado.

Señor

La jaula se ha vuelto pájaro

y se ha volado

y mi corazón está loco

porque aúlla a la muerte

y sonríe detrás del viento

a sus delirios

Qué haré con el miedo.

Dedicado a León Ostrov