/ domingo 2 de febrero de 2020

Iridiscencias | El jugador de ajedrez


Casi ficción...

La cortina, al estar corrida, nos permitió ver al solitario ocupante del cuarto. Se encontraba sentado frente a un tablero de ajedrez esbozando una extraña sonrisa; sonrisa manifestada con un leve levantamiento de la comisura del labio superior izquierdo, al mismo tiempo que con irrisible voz exclamaba : jaque mate al rey, arrojando a su vez, la pieza vencida.

El viejo edificio se ubicaba en un antiguo barrio de la capital: imposible imaginar el extraño juego que se desarrollaba entre sus vetustas paredes.

Una anciana española, de porte distinguido, administraba los cuartos ofrecidos en alquiler. La prestancia y buenos modales de la anciana denunciaban, sin forzar mucho a la imaginación, que se trataba de una persona cuyo pasado había transitado con cierto desahogo económico, y haber sido educada bajo una atmósfera de refinados modales.

Los cuartos eran ocupados por personas de lo más variado de la especie humana… que por el momento no se tiene porque detallar. En el invierno de 19, un huésped, cuyo nombre no es fácil olvidar pero no quiero mencionarlo, se sentía la reencarnación de Herry Heller: retraído, solitario; llevaba siempre bajo el brazo un ejemplar de El lobo estepario; persona no mayor de treinta años que ocupaba el último cuarto del edificio; cuarto pequeño y apartado. Pocas veces convivía con los demás, y cuando lo hacía, su postura, si no desagradable, era retraída y misteriosa.

En una ocasión, estando sentados en el comedor, en espera de que se sirviera la cena, un compañero —con el afán de inducirlo en la plática del grupo—, le preguntó si solía practicar algún tipo de pasatiempo. Ante la pregunta su rostro mostró un extraño semblante que bien podría percibirse entre indiferente y anodina.

—Sí —respondió secamente—, practico el ajedrez.

¡Caray! —comentó alguien— ¡sí que es complicado tu juego!, pero, aclárame una duda, ¿el ajedrez es un juego de salón o un deporte?

Es más que un juego, es más que un deporte; es una batalla entre la vida y la muerte. —respondió con el mismo tono de su primera respuesta.

La actitud y el tono no fueron del todo agradables a los demás compañeros, desviándose la plática a otros temas y a otros antojos.

Al día siguiente nos dirigimos a la biblioteca de la universidad —a mí también me intrigó la respuesta—, solicitamos El manual básico del ajedrecista y juntos revisamos las reglas del juego, pudiendo destacar que el objetivo del juego, es la captura de la pieza de mayor valor, el rey, terminando aquel con un… “jaque mate al rey”.

Después de dar un ligero vistazo a las demás reglas, mi compañero exclamó:

— ¡¡Caray!! ya decía yo, sí que es un juego complicado.

En una ocasión, nos enteramos por la encargada del aseo, del caos que reinaba en el cuarto del extraño personaje: dibujos de múltiples y difusos colores adheridos a las paredes; viejos libros cuyos títulos y autores eran poco comprensibles —para ella—; un grisáceo busto en donde el personaje reflejaba una profunda y penetrante mirada y en cuya base se incrustaba un nombre que no recordaba; multitud de pequeños papeles blancos con el nombre de personas desconocidas; pero lo que más le llamó la atención… fue un violín; un violín cuidadosamente colgado en la pared y cuya limpieza contrastaba con la anarquía y la dejadez del lugar. Desde el primer día el huésped fue muy claro y enfático en advertirle que únicamente él podía tocar ese violín. Por las noches, casi de madrugada, solían escucharse frenéticas notas, que en ocasiones semejaban lamentos de una tragedia, para después modularse en melodiosa y delicada pasión; uno de los compañeros, avezado en el arte de la música, nos hizo saber que se trataba del vals Maphisto de Franz Lizt. En un fin de semana bastante inquieto, —ya adentrada la noche—, mi compañero y yo nos dirigimos a la cocina con la intención de saciarnos la sed —nos lo demandaba una resaca anticipada—; bebimos varios vasos de agua de una garrafa que se nos colocaba fuera del refrigerador. Una vez satisfechos, nos dirigimos a nuestra habitación… pero antes de entrar sentimos la curiosidad —un tanto morbosa—, de abrir la puerta trasera que da acceso a la escalera que lleva al solitario cuarto; cuarto ocupado precisamente por el extraño personaje. Bajamos sigilosamente y observamos una tenue luz que asomaba por la única ventana del cuarto.

… Su sonrisa dejó de ser un esbozo para convertirse en diabólica carcajada y… en la pieza vencida, se podía divisar un pequeño cartón con una inscripción:

“César” —…, el nombre con quien días antes había tenido un altercado.

Un par de horas después, casi para amanecer, un gran alboroto se escuchaba en el pasillo; fuertes golpes a las puertas de los cuartos nos hicieron levantar abruptamente de nuestras camas… la señora del aseo, con cara desencajada y llanto en los ojos nos avisaba que César, nuestro compañero y amigo, había perdido la vida en un terrible accidente de tránsito. Mi compañero y yo nos miramos estupefactos, paralizados por el dolor y la consternación. Después de aquella noche, nunca más volvimos a ver al misterioso personaje… tal como había llegado… abandonó el lugar.

e-mail: arturomeza44@hotmail.com


Casi ficción...

La cortina, al estar corrida, nos permitió ver al solitario ocupante del cuarto. Se encontraba sentado frente a un tablero de ajedrez esbozando una extraña sonrisa; sonrisa manifestada con un leve levantamiento de la comisura del labio superior izquierdo, al mismo tiempo que con irrisible voz exclamaba : jaque mate al rey, arrojando a su vez, la pieza vencida.

El viejo edificio se ubicaba en un antiguo barrio de la capital: imposible imaginar el extraño juego que se desarrollaba entre sus vetustas paredes.

Una anciana española, de porte distinguido, administraba los cuartos ofrecidos en alquiler. La prestancia y buenos modales de la anciana denunciaban, sin forzar mucho a la imaginación, que se trataba de una persona cuyo pasado había transitado con cierto desahogo económico, y haber sido educada bajo una atmósfera de refinados modales.

Los cuartos eran ocupados por personas de lo más variado de la especie humana… que por el momento no se tiene porque detallar. En el invierno de 19, un huésped, cuyo nombre no es fácil olvidar pero no quiero mencionarlo, se sentía la reencarnación de Herry Heller: retraído, solitario; llevaba siempre bajo el brazo un ejemplar de El lobo estepario; persona no mayor de treinta años que ocupaba el último cuarto del edificio; cuarto pequeño y apartado. Pocas veces convivía con los demás, y cuando lo hacía, su postura, si no desagradable, era retraída y misteriosa.

En una ocasión, estando sentados en el comedor, en espera de que se sirviera la cena, un compañero —con el afán de inducirlo en la plática del grupo—, le preguntó si solía practicar algún tipo de pasatiempo. Ante la pregunta su rostro mostró un extraño semblante que bien podría percibirse entre indiferente y anodina.

—Sí —respondió secamente—, practico el ajedrez.

¡Caray! —comentó alguien— ¡sí que es complicado tu juego!, pero, aclárame una duda, ¿el ajedrez es un juego de salón o un deporte?

Es más que un juego, es más que un deporte; es una batalla entre la vida y la muerte. —respondió con el mismo tono de su primera respuesta.

La actitud y el tono no fueron del todo agradables a los demás compañeros, desviándose la plática a otros temas y a otros antojos.

Al día siguiente nos dirigimos a la biblioteca de la universidad —a mí también me intrigó la respuesta—, solicitamos El manual básico del ajedrecista y juntos revisamos las reglas del juego, pudiendo destacar que el objetivo del juego, es la captura de la pieza de mayor valor, el rey, terminando aquel con un… “jaque mate al rey”.

Después de dar un ligero vistazo a las demás reglas, mi compañero exclamó:

— ¡¡Caray!! ya decía yo, sí que es un juego complicado.

En una ocasión, nos enteramos por la encargada del aseo, del caos que reinaba en el cuarto del extraño personaje: dibujos de múltiples y difusos colores adheridos a las paredes; viejos libros cuyos títulos y autores eran poco comprensibles —para ella—; un grisáceo busto en donde el personaje reflejaba una profunda y penetrante mirada y en cuya base se incrustaba un nombre que no recordaba; multitud de pequeños papeles blancos con el nombre de personas desconocidas; pero lo que más le llamó la atención… fue un violín; un violín cuidadosamente colgado en la pared y cuya limpieza contrastaba con la anarquía y la dejadez del lugar. Desde el primer día el huésped fue muy claro y enfático en advertirle que únicamente él podía tocar ese violín. Por las noches, casi de madrugada, solían escucharse frenéticas notas, que en ocasiones semejaban lamentos de una tragedia, para después modularse en melodiosa y delicada pasión; uno de los compañeros, avezado en el arte de la música, nos hizo saber que se trataba del vals Maphisto de Franz Lizt. En un fin de semana bastante inquieto, —ya adentrada la noche—, mi compañero y yo nos dirigimos a la cocina con la intención de saciarnos la sed —nos lo demandaba una resaca anticipada—; bebimos varios vasos de agua de una garrafa que se nos colocaba fuera del refrigerador. Una vez satisfechos, nos dirigimos a nuestra habitación… pero antes de entrar sentimos la curiosidad —un tanto morbosa—, de abrir la puerta trasera que da acceso a la escalera que lleva al solitario cuarto; cuarto ocupado precisamente por el extraño personaje. Bajamos sigilosamente y observamos una tenue luz que asomaba por la única ventana del cuarto.

… Su sonrisa dejó de ser un esbozo para convertirse en diabólica carcajada y… en la pieza vencida, se podía divisar un pequeño cartón con una inscripción:

“César” —…, el nombre con quien días antes había tenido un altercado.

Un par de horas después, casi para amanecer, un gran alboroto se escuchaba en el pasillo; fuertes golpes a las puertas de los cuartos nos hicieron levantar abruptamente de nuestras camas… la señora del aseo, con cara desencajada y llanto en los ojos nos avisaba que César, nuestro compañero y amigo, había perdido la vida en un terrible accidente de tránsito. Mi compañero y yo nos miramos estupefactos, paralizados por el dolor y la consternación. Después de aquella noche, nunca más volvimos a ver al misterioso personaje… tal como había llegado… abandonó el lugar.

e-mail: arturomeza44@hotmail.com