/ domingo 21 de junio de 2020

Iridiscencias | Un pueblo, un lugar...una añagaza

Dedicado a mi padre: “Quizás ya no le llore… pero aún lo extraño”.

(Solo un cuento)

Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial; el pueblo bueno de Sogurat, vociferante y aturdidor, rodeaba la humilde cabaña del anciano campesino. El griterío comprometía su promesa de un largo y reparador descanso; su cuerpo lo demandaba. Había pasado el día anterior al acecho de nocivas plagas que amenazaban su pequeño sembradío de maíz. El bullicio de la muchedumbre, como zumbido de abejas, le parecían balbucear su nombre y, en la nebulosidad de su incipiente despertar, parecíale escuchar algunas palabras, si no del todo desconocidas, sí dispersas en la cotidianidad de su existencia: avión, premio, rifa...

Una vez sacudido de su letargo, el anticipado despertar —despertar provocado por el estrepitoso jolgorio— le permitió percibir con claridad el motivo de aquel bullicio: se había ganado el avión presidencial. La utopía de su quimera se había convertido en realidad.

Parecía no creerlo, pero una vez que traspasó el umbral de la acartonada puerta que enfrentaba al exterior, se encontró con efusivos vecinos quienes, con carteles lastimosamente escritos, pero con marcadas sonrisas en sus rostros, corroboraban con gritos y abrazos la caducidad de su quimera, para dar paso a la realidad. Ahora era el poseedor de un avión, que según había oído alguna vez… en algún lugar… ni Obama lo tenía; desconocía quien era ese señor, pero debió ser muy rico y… ahora él lo era más. Los abrazos y felicitaciones que recibió fueron tan numerosos y efusivos que tuvo que pedir una tregua en aquel desborde de entusiasmo colectivo; Sogurat sentía también haberlo ganado; después de todo, ¿no fue acaso la Candela Campesina de Sogurat quien lo había convencido de adquirir el boleto del sorteo y… en abonos chiquitos? y ésta a su vez, ¿no debería sentirse orgullosa de haber adquirido —aunque de manera forzada— de la Confederación de Candelas Campesinas Mexicanas un lote de boletos a crédito y… sin fecha límite de pago?.

Se organizó el festejo; festejo plagado de luces artificiales, papeles multicolores —elaborados precipitadamente con cuanto papel de colores encontraran—; comida típica del lugar, también elaborada con… no se sabe con qué. El festejo hizo largo el día… y aún más larga la noche.

El presidente del poblado convocó a una precipitada sesión extraordinaria de notables, en cuya orden del día se proponía nombrar como hijo predilecto de Sogurat, al afortunado poseedor del tan codiciado premio. Como segundo punto, se sugería una colecta entre todos los habitantes del lugar, con el objeto de colaborar para su desplazamiento a la capital del país y reclamar tan importante premio; acompañado por supuesto por el presidente y los notables en pleno. La moción, por unanimidad…, fue aprobada.

Sogurat, una comunidad ubicada en un apartado lugar, veía en el extraordinario acontecimiento… un rayito de esperanza; esperanza que alumbraría sus ensombrecidos anhelos; anhelos frustrados sistemáticamente por promesas incumplidas.

Cinco mulas y un caballo —asignado al presidente—; una vasta guarnición de productos alimenticios propios del lugar; una dotación suficiente de agua y, la cantidad de $2,655.50 en monedas y algunos billetes de baja denominación, producto de la colecta que, con entusiasmo, más que con solvencia, componían la ayuda a la caravana de la esperanza. Después de todo, Segurat ya había sido visitado por quien promovió el sorteo…, ¿acaso no era legítimo tener esperanza?

El más anciano y sabio del lugar, muy apartado del entusiasmo de la demás gente, en solitario soliloquio evocaba las palabras dichas también por… no recordaba quien, pero sí recordaba que decían: más que esperar, lo deseo; cerró los ojos y pretendió dormir. La caravana partió a su destino a las primeras horas del día siguiente: el festejo aun no terminaba. Al atardecer del segundo día, después de salvar montes y valles, atravesar vados y esquivar quebradas, por fin llegaron a la carretera; a poca distancia de la estación del camión que los llevaría a su destino final, la Ciudad de México. Dejaron las mulas y el caballo en un supuesto mesón para animales, el que debieron pagar por adelantado; después tomaron el deteriorado camión que los llevaría a la capital de país.

Llegaron muy de madrugada: el cansado viaje y con la emoción a cuestas, les persuadió a tener que esperar el amanecer en la central de autobuses, resignándose a dormir bajo las severas complacencias de las bancas del lugar.

Las primeras luces de sol —que les parecía abrigar un extraño manto gris—, junto con el renovado movimiento que comenzaba a mostrarse en la estación, despertó a la voluntariosa comitiva. Después de tomar un discreto desayuno, retomaron su cometido… partir al encuentro del organizador del sorteo, quien, según se habían enterado, habitaba en el Palacio Nacional. Lo escaso de sus recursos le comprometía a la austeridad; austeridad que pronto terminaría al materializarse su esperanza. Después de un rápido y democrático consenso — por supuesto, a instancias del presidente del pueblo— tomaron la decisión de proseguir el recorrido a pie: después de todo, los doce kilómetros —que según un taxista los distanciaba de su objetivo—, no representaba una jornada desconocida en los avatares de su vida cotidiana.

Siguiendo la ruta que le indicó el frustrado taxista —pensaba que haría el día con ellos—, tomaron sus disminuidos arreos y se encaminaron rumbo a Palacio Nacional.

Salvando calles y calzadas; esquivando automóviles y una que otra marcha, llegaron por fin a las puertas del Palacio Nacional.

En el lugar les fue informado que era en la oficina de Atención Ciudadana donde se tramitan todo tipo de asuntos; no sin antes advertirles los requisitos necesarios para su… debida atención. Acudieron a dicha oficina donde presentaron sus identificaciones: el anciano ganador mostró el billete premiado cuando…, de repente, una nube de periodistas —siempre al acecho de la noticia— le abordó cual, si fuera enjambre de abejas, sintiéndose el humilde anciano confundido por el maremágnum de preguntas que le hacían. Una vez de haberse confirmado la veracidad que motivó su presencia, le fue girado, ante el nerviosismo del funcionario que los atendió, un citatorio, para que el día siguiente se presentara en la conferencia mañanera, donde lo darían a conocer como el legítimo ganador del avión presidencial. Al resto de la comitiva se les extendió como cortesía un pase a la conferencia.

El protocolo fue impresionante, las felicitaciones abundantes… al ganador… también se le felicitó; la prensa abundaba en cuestionamientos: todo eran sonrisas y aplausos cuando…, en el fondo de la sala se oyó una voz que preguntaba <<señor presidente; le felicito por haber resuelto satisfactoriamente el gravoso asunto del avión presidencial y que, tan irresponsablemente, fue adquirido por gobiernos anteriores, pero… ¿nos podría informar… si ya fueron liquidados los adeudos pendientes por el estacionamiento del avión?>>.

Una expectante audiencia, en silencio, esperó la respuesta: por supuesto que sí, respondió el interpelado; liquidamos cada uno de los 22 mil 221 pesos de cada día del año: me complace informar al país que ya no gravarán nuestras finanzas con tan innecesario, como inútil gasto. El afortunado ganador se hará cargo de los gastos devengados por el estacionamiento de su avión, pero el primer año será por cuenta de mi gobierno.

Estupefactos los delegados de Sogurat se miraron la cara y...

El más anciano y sabio del lugar se levantó de la cama y una vez liberado de su letargo se dijo… ¡caray!, todo parecía tan real; ya no debería cenar tan noche.

Dedicado a mi padre: “Quizás ya no le llore… pero aún lo extraño”.

(Solo un cuento)

Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial; el pueblo bueno de Sogurat, vociferante y aturdidor, rodeaba la humilde cabaña del anciano campesino. El griterío comprometía su promesa de un largo y reparador descanso; su cuerpo lo demandaba. Había pasado el día anterior al acecho de nocivas plagas que amenazaban su pequeño sembradío de maíz. El bullicio de la muchedumbre, como zumbido de abejas, le parecían balbucear su nombre y, en la nebulosidad de su incipiente despertar, parecíale escuchar algunas palabras, si no del todo desconocidas, sí dispersas en la cotidianidad de su existencia: avión, premio, rifa...

Una vez sacudido de su letargo, el anticipado despertar —despertar provocado por el estrepitoso jolgorio— le permitió percibir con claridad el motivo de aquel bullicio: se había ganado el avión presidencial. La utopía de su quimera se había convertido en realidad.

Parecía no creerlo, pero una vez que traspasó el umbral de la acartonada puerta que enfrentaba al exterior, se encontró con efusivos vecinos quienes, con carteles lastimosamente escritos, pero con marcadas sonrisas en sus rostros, corroboraban con gritos y abrazos la caducidad de su quimera, para dar paso a la realidad. Ahora era el poseedor de un avión, que según había oído alguna vez… en algún lugar… ni Obama lo tenía; desconocía quien era ese señor, pero debió ser muy rico y… ahora él lo era más. Los abrazos y felicitaciones que recibió fueron tan numerosos y efusivos que tuvo que pedir una tregua en aquel desborde de entusiasmo colectivo; Sogurat sentía también haberlo ganado; después de todo, ¿no fue acaso la Candela Campesina de Sogurat quien lo había convencido de adquirir el boleto del sorteo y… en abonos chiquitos? y ésta a su vez, ¿no debería sentirse orgullosa de haber adquirido —aunque de manera forzada— de la Confederación de Candelas Campesinas Mexicanas un lote de boletos a crédito y… sin fecha límite de pago?.

Se organizó el festejo; festejo plagado de luces artificiales, papeles multicolores —elaborados precipitadamente con cuanto papel de colores encontraran—; comida típica del lugar, también elaborada con… no se sabe con qué. El festejo hizo largo el día… y aún más larga la noche.

El presidente del poblado convocó a una precipitada sesión extraordinaria de notables, en cuya orden del día se proponía nombrar como hijo predilecto de Sogurat, al afortunado poseedor del tan codiciado premio. Como segundo punto, se sugería una colecta entre todos los habitantes del lugar, con el objeto de colaborar para su desplazamiento a la capital del país y reclamar tan importante premio; acompañado por supuesto por el presidente y los notables en pleno. La moción, por unanimidad…, fue aprobada.

Sogurat, una comunidad ubicada en un apartado lugar, veía en el extraordinario acontecimiento… un rayito de esperanza; esperanza que alumbraría sus ensombrecidos anhelos; anhelos frustrados sistemáticamente por promesas incumplidas.

Cinco mulas y un caballo —asignado al presidente—; una vasta guarnición de productos alimenticios propios del lugar; una dotación suficiente de agua y, la cantidad de $2,655.50 en monedas y algunos billetes de baja denominación, producto de la colecta que, con entusiasmo, más que con solvencia, componían la ayuda a la caravana de la esperanza. Después de todo, Segurat ya había sido visitado por quien promovió el sorteo…, ¿acaso no era legítimo tener esperanza?

El más anciano y sabio del lugar, muy apartado del entusiasmo de la demás gente, en solitario soliloquio evocaba las palabras dichas también por… no recordaba quien, pero sí recordaba que decían: más que esperar, lo deseo; cerró los ojos y pretendió dormir. La caravana partió a su destino a las primeras horas del día siguiente: el festejo aun no terminaba. Al atardecer del segundo día, después de salvar montes y valles, atravesar vados y esquivar quebradas, por fin llegaron a la carretera; a poca distancia de la estación del camión que los llevaría a su destino final, la Ciudad de México. Dejaron las mulas y el caballo en un supuesto mesón para animales, el que debieron pagar por adelantado; después tomaron el deteriorado camión que los llevaría a la capital de país.

Llegaron muy de madrugada: el cansado viaje y con la emoción a cuestas, les persuadió a tener que esperar el amanecer en la central de autobuses, resignándose a dormir bajo las severas complacencias de las bancas del lugar.

Las primeras luces de sol —que les parecía abrigar un extraño manto gris—, junto con el renovado movimiento que comenzaba a mostrarse en la estación, despertó a la voluntariosa comitiva. Después de tomar un discreto desayuno, retomaron su cometido… partir al encuentro del organizador del sorteo, quien, según se habían enterado, habitaba en el Palacio Nacional. Lo escaso de sus recursos le comprometía a la austeridad; austeridad que pronto terminaría al materializarse su esperanza. Después de un rápido y democrático consenso — por supuesto, a instancias del presidente del pueblo— tomaron la decisión de proseguir el recorrido a pie: después de todo, los doce kilómetros —que según un taxista los distanciaba de su objetivo—, no representaba una jornada desconocida en los avatares de su vida cotidiana.

Siguiendo la ruta que le indicó el frustrado taxista —pensaba que haría el día con ellos—, tomaron sus disminuidos arreos y se encaminaron rumbo a Palacio Nacional.

Salvando calles y calzadas; esquivando automóviles y una que otra marcha, llegaron por fin a las puertas del Palacio Nacional.

En el lugar les fue informado que era en la oficina de Atención Ciudadana donde se tramitan todo tipo de asuntos; no sin antes advertirles los requisitos necesarios para su… debida atención. Acudieron a dicha oficina donde presentaron sus identificaciones: el anciano ganador mostró el billete premiado cuando…, de repente, una nube de periodistas —siempre al acecho de la noticia— le abordó cual, si fuera enjambre de abejas, sintiéndose el humilde anciano confundido por el maremágnum de preguntas que le hacían. Una vez de haberse confirmado la veracidad que motivó su presencia, le fue girado, ante el nerviosismo del funcionario que los atendió, un citatorio, para que el día siguiente se presentara en la conferencia mañanera, donde lo darían a conocer como el legítimo ganador del avión presidencial. Al resto de la comitiva se les extendió como cortesía un pase a la conferencia.

El protocolo fue impresionante, las felicitaciones abundantes… al ganador… también se le felicitó; la prensa abundaba en cuestionamientos: todo eran sonrisas y aplausos cuando…, en el fondo de la sala se oyó una voz que preguntaba <<señor presidente; le felicito por haber resuelto satisfactoriamente el gravoso asunto del avión presidencial y que, tan irresponsablemente, fue adquirido por gobiernos anteriores, pero… ¿nos podría informar… si ya fueron liquidados los adeudos pendientes por el estacionamiento del avión?>>.

Una expectante audiencia, en silencio, esperó la respuesta: por supuesto que sí, respondió el interpelado; liquidamos cada uno de los 22 mil 221 pesos de cada día del año: me complace informar al país que ya no gravarán nuestras finanzas con tan innecesario, como inútil gasto. El afortunado ganador se hará cargo de los gastos devengados por el estacionamiento de su avión, pero el primer año será por cuenta de mi gobierno.

Estupefactos los delegados de Sogurat se miraron la cara y...

El más anciano y sabio del lugar se levantó de la cama y una vez liberado de su letargo se dijo… ¡caray!, todo parecía tan real; ya no debería cenar tan noche.