/ viernes 27 de septiembre de 2019

José Emilio Pacheco, en sus ochenta

José Emilio Pacheco (1939- 2014) fue un autor tentacular, poliédrico. De vivir, tendría ochenta años. Narrador, poeta, traductor, ensayista, crítico literario, periodista cultural y guionista de cine, Pacheco fue, a mí me lo parece, un curioso intelectual cuyo axioma vital, dicho por él mismo, fue tener por tarea “la de escribir versos”.

Pacheco le dio memoria al tiempo. Puso frente a las letras mexicanas las figuras de Arquíloco y Catulo en sus textos poéticos que, con el hálito de los epigramáticos griegos, puntualizó la brevedad del existir ante la inmensidad de la naturaleza y las acciones humanas siempre fatuas en No me preguntes cómo pasa el tiempo/ 1970 y Como la lluvia/ 2000.

Sintetizó la amorfa cotidianidad en versos que atendieron lo nimio, lo inalterado por la rutina como es el polvo de una casa, la hierba del jardín o la laxitud de una mosca. Le proporcionó densidad a la historia mexicana mediante la revisión sin fobias, sólo apegado a las tersuras irrompibles de la metáfora y la cadencia.

¿Qué nos dio el poeta José Emilio Pacheco? La revelación fugaz de la poesía para establecer, a la manera borgeana, un aleph de eternidad mediante la verdad escondida detrás de un beso, de un graffiti, de un tranvía, de un paseo dominical, de una reunión de ex alumnos, de un casa derrumbada para construir un centro comercial. La poesía de Pacheco fue una poesía que dio crónica del paso del tiempo, sí, pero más de la nostalgia. Robinson Crusoe de la nostalgia, Pacheco no se sentó en la isla de la desmemoria; al contrario, vislumbró nuevos horizontes de la recordación para decirnos que en el pasado (del país, de nuestros afectos y relaciones familiares) siempre habrá coordenadas para ubicar dónde nos perdimos, qué perdimos y que todo indicio de rescate aún es posible.

De allí que su novela Las batallas en el desierto/ 1981 (elegida por Nexos como una de las tres mejores novela escritas de 1977 a 2007) se apegue, desde la ficción, a la batahola de la realidad inaprensible de nuestros días cruentos. Las líneas finales de la novela son de una actualidad incontestable: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola…”

Pacheco también peregrinó por los territorios de la tradición literaria; de allí que sus lúcidos ensayos, sus Inventarios y sus traducciones a T. S. Eliot, Wilde, Marcel Schwob y Beckett sean altos registros de su tesitura de poeta atento a la contemporaneidad de todas las literaturas.

Nacido el 30 de junio del 39 en la Ciudad de México, y perteneciente a la llamada Generación de los 50 (junto a Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Vicente Leñero y Juan Vicente Melo), José Emilio Pacheco es tal vez el último humanista de nuestras letras. Polígrafo y testigo de su tiempo, prestó su inteligencia al idioma de Cervantes para dar su amor a la poesía, a la narrativa y a México a través de “La dulce, eterna, luminosa poesía…”

José Emilio Pacheco (1939- 2014) fue un autor tentacular, poliédrico. De vivir, tendría ochenta años. Narrador, poeta, traductor, ensayista, crítico literario, periodista cultural y guionista de cine, Pacheco fue, a mí me lo parece, un curioso intelectual cuyo axioma vital, dicho por él mismo, fue tener por tarea “la de escribir versos”.

Pacheco le dio memoria al tiempo. Puso frente a las letras mexicanas las figuras de Arquíloco y Catulo en sus textos poéticos que, con el hálito de los epigramáticos griegos, puntualizó la brevedad del existir ante la inmensidad de la naturaleza y las acciones humanas siempre fatuas en No me preguntes cómo pasa el tiempo/ 1970 y Como la lluvia/ 2000.

Sintetizó la amorfa cotidianidad en versos que atendieron lo nimio, lo inalterado por la rutina como es el polvo de una casa, la hierba del jardín o la laxitud de una mosca. Le proporcionó densidad a la historia mexicana mediante la revisión sin fobias, sólo apegado a las tersuras irrompibles de la metáfora y la cadencia.

¿Qué nos dio el poeta José Emilio Pacheco? La revelación fugaz de la poesía para establecer, a la manera borgeana, un aleph de eternidad mediante la verdad escondida detrás de un beso, de un graffiti, de un tranvía, de un paseo dominical, de una reunión de ex alumnos, de un casa derrumbada para construir un centro comercial. La poesía de Pacheco fue una poesía que dio crónica del paso del tiempo, sí, pero más de la nostalgia. Robinson Crusoe de la nostalgia, Pacheco no se sentó en la isla de la desmemoria; al contrario, vislumbró nuevos horizontes de la recordación para decirnos que en el pasado (del país, de nuestros afectos y relaciones familiares) siempre habrá coordenadas para ubicar dónde nos perdimos, qué perdimos y que todo indicio de rescate aún es posible.

De allí que su novela Las batallas en el desierto/ 1981 (elegida por Nexos como una de las tres mejores novela escritas de 1977 a 2007) se apegue, desde la ficción, a la batahola de la realidad inaprensible de nuestros días cruentos. Las líneas finales de la novela son de una actualidad incontestable: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia. Todo pasó como pasan los discos en la sinfonola…”

Pacheco también peregrinó por los territorios de la tradición literaria; de allí que sus lúcidos ensayos, sus Inventarios y sus traducciones a T. S. Eliot, Wilde, Marcel Schwob y Beckett sean altos registros de su tesitura de poeta atento a la contemporaneidad de todas las literaturas.

Nacido el 30 de junio del 39 en la Ciudad de México, y perteneciente a la llamada Generación de los 50 (junto a Sergio Pitol, Carlos Monsiváis, Eduardo Lizalde, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Vicente Leñero y Juan Vicente Melo), José Emilio Pacheco es tal vez el último humanista de nuestras letras. Polígrafo y testigo de su tiempo, prestó su inteligencia al idioma de Cervantes para dar su amor a la poesía, a la narrativa y a México a través de “La dulce, eterna, luminosa poesía…”