/ lunes 4 de febrero de 2019

Justificar la cobardía

Un gobernante contemporáneo afirmó hace poco, como una justificación política que muchos países consideraron omisa ante un evidente e injustificado acto criminal por parte de un país con el que tiene lazos comerciales, que ni modo, “el mundo es un lugar peligroso para vivir”.

Nadie desde luego niega la lógica de esta conclusión. Pero si lo vemos bien, esta quizá sea sólo una forma pobre de justificar lo injustificable, ya que no siempre la lógica es señal de certeza y menos de verdad moral.

Porque si así fuera, todos tendríamos razones suficientes para explicar hasta aquello que por sí mismo no es justificable. Por ejemplo, pensar que el cambio climático es una forma por la que la naturaleza se retroalimenta a sí misma y entonces es inútil enfrentarlo, aduciendo que “ni modo, así es el progreso” sería sin duda un grave pecado contra la humanidad, a la vista de los desastres ambientales que ya estamos sufriendo. Y sin embargo algunos países continúan afirmando que no tiene sentido molestarse por la depredación de las especies, por el dispendio del agua, la polución de los mares y por el consumismo fuera de control, porque tranquilamente afirman que así es nuestro mundo y no tiene caso afanarse por lo inevitable.

Pero si esas explicaciones fueran válidas, ¿por qué luchar entonces contra los pederastas y su conducta perversa si así nacieron y su “preferencia” debería ser aceptada y respetada por todos? No hay razón para ir en contra de la discriminación, o contra la erradicación de la violencia entre los grupos raciales y religiosos, o la educación de los jóvenes, ya que ellos son, han sido y serán siempre así, egoístas y poco solidarios, y podríamos decir lo mismo de tantos otros males que nos han aquejado y hemos soslayado, porque, según dicen, hay que aceptarlo, ese es nuestro mundo y debemos habituarnos a sus altas y bajas.

En uno de sus libros de Ética, Aristóteles afirma que la virtud es el “justo medio” entre dos polos opuestos: Por ejemplo, la valentía es un valor que está en medio de la cobardía y la osadía y la humildad es la virtud por la que alguien busca reafirmar lo que en realidad es y no se rebaja a sí mismo negándolo, como hace el fatuo, que se engrandece más de lo que en realidad es como persona. Por un orden natural, cada cosa debe tener su propio equilibrio en el concierto de todo lo que existe.

Para muchos esta podría ser una buena forma de explicar cómo es que a veces pretendemos justificar la cobardía como si fuera una virtud, sin serlo. Es decir, como una visión plausible de muchas de nuestras conductas, cuando en realidad no lo es.

Porque es cobarde el que abandona el barco, en lugar de impedir que naufrague, pudiendo hacerlo; el que tortura y lastima al indefenso, aduciendo que quizás sea culpable, y así buscar lo que supuestamente conduce a la justicia y sólo logra con eso asemejarse a aquel a quien lastima; es cobarde el que traiciona o engaña a su prójimo sea por un plato de lentejas o por treinta monedas de plata; quien no cumple las promesas aunque tenga mil pretextos que busquen justificarlo y el vergonzante que oculta en público lo que en privado profesa.

Es cobarde también quien culpa a los demás de sus propias y autoinducidas decepciones; el que cree que algo es bueno porque todo mundo lo hace y malo si nadie lo hace y así se justifica ; es cobarde el hipócrita el que pone la cara que le conviene, cuando le conviene; quien miente aun cuando conoce la verdad, pero le resulta productivo disfrazarla y presentar como tal una dizque “verdad alternativa”.

No hay nada que contribuya más al deterioro de nuestras comunidades que el sometimiento a una cultura mediatizada por los intereses que favorecen la mezquindad y el convencionalismo. Tolerar el engaño, la corrupción y la maldad en todos sus aspectos, hacerse de la “vista gorda” ante la injusticia, aunque sea patente ante nuestros ojos; hacer juicios errados, sólo para sentirme mejor; tolerar lo detestable, sólo no parecer intolerante, es lo peor que puede pasar a una sociedad civilizada. Y aceptar que no tiene sentido molestarse por algo que es inutil enfrentar, arropándose en la media verdad de que el “mundo es un lugar peligroso para vivir”

Ser acomodaticio, convenenciero, “no salir de la zona en confort” por usar una fórmula celebrada por la época contemporánea, es una actitud asumida por muchos que olvidan que tienen una deuda impagable con el mundo y con la vida que recibieron sin antes haberla merecido y por eso es que deben aportar algo al crecimiento de él y no hacerlo es un pecado de omisión tan grave como evitar el mal pudiendo hacerlo.

Pero quizás la forma aún más perversa de la cobardía es la que puede manifestarse en un ser humano, es el abuso perverso de otro ser humano y más cuando se trata de quien es vulnerable e indefenso. En la actitud machista, ruin y deleznable de quien no ha logrado superar un siniestro complejo de inferioridad, se esconde un falso sentido de superioridad, que se manifiesta al agredir al niño, al anciano, al discapacitado y a la mujer. El violador, golpeador y asesino de mujeres, es un ser abominable cuyo cerebro torcido le hace creerse superior y ésa es su manera torpe y vil de manifestarlo: ejerciéndolo cobardamente sobre quien en su indefensión sólo puede oponer su dignidad vulnerada, pero siempre frágil ante quien injustamente le agrede.

Desafortunadamente, en el caso concreto de la mujer, a veces nos conformamos con maquillar las formas sin tocar el fondo. Creemos que con proclamar la “paridad de género” en el Congreso, podremos paliar la tasa de feminicidios y que aumentando los días de festejos (merecidos es cierto) para la mujer y su “empoderamiento” en todos sentidos, las cosas se compondrán automáticamente. Pero el sentido de la ofensa sigue sin ser explicado. Y es sólo a través de la educación, que debería comenzar en el mismo hogar, continuar en la escuela y en las iglesias, que el respeto por la mujer podrá hacerse consciente y mejorará el concepto de dignidad para las mujeres.

Hanna Arendt afirmó que “el mal existe, porque en las sociedades organizadas se ha permitido el predominio de las personas mediocres”

Y es la educación integral la que podrá realmente evitar que esto siga sucediendo.

Un gobernante contemporáneo afirmó hace poco, como una justificación política que muchos países consideraron omisa ante un evidente e injustificado acto criminal por parte de un país con el que tiene lazos comerciales, que ni modo, “el mundo es un lugar peligroso para vivir”.

Nadie desde luego niega la lógica de esta conclusión. Pero si lo vemos bien, esta quizá sea sólo una forma pobre de justificar lo injustificable, ya que no siempre la lógica es señal de certeza y menos de verdad moral.

Porque si así fuera, todos tendríamos razones suficientes para explicar hasta aquello que por sí mismo no es justificable. Por ejemplo, pensar que el cambio climático es una forma por la que la naturaleza se retroalimenta a sí misma y entonces es inútil enfrentarlo, aduciendo que “ni modo, así es el progreso” sería sin duda un grave pecado contra la humanidad, a la vista de los desastres ambientales que ya estamos sufriendo. Y sin embargo algunos países continúan afirmando que no tiene sentido molestarse por la depredación de las especies, por el dispendio del agua, la polución de los mares y por el consumismo fuera de control, porque tranquilamente afirman que así es nuestro mundo y no tiene caso afanarse por lo inevitable.

Pero si esas explicaciones fueran válidas, ¿por qué luchar entonces contra los pederastas y su conducta perversa si así nacieron y su “preferencia” debería ser aceptada y respetada por todos? No hay razón para ir en contra de la discriminación, o contra la erradicación de la violencia entre los grupos raciales y religiosos, o la educación de los jóvenes, ya que ellos son, han sido y serán siempre así, egoístas y poco solidarios, y podríamos decir lo mismo de tantos otros males que nos han aquejado y hemos soslayado, porque, según dicen, hay que aceptarlo, ese es nuestro mundo y debemos habituarnos a sus altas y bajas.

En uno de sus libros de Ética, Aristóteles afirma que la virtud es el “justo medio” entre dos polos opuestos: Por ejemplo, la valentía es un valor que está en medio de la cobardía y la osadía y la humildad es la virtud por la que alguien busca reafirmar lo que en realidad es y no se rebaja a sí mismo negándolo, como hace el fatuo, que se engrandece más de lo que en realidad es como persona. Por un orden natural, cada cosa debe tener su propio equilibrio en el concierto de todo lo que existe.

Para muchos esta podría ser una buena forma de explicar cómo es que a veces pretendemos justificar la cobardía como si fuera una virtud, sin serlo. Es decir, como una visión plausible de muchas de nuestras conductas, cuando en realidad no lo es.

Porque es cobarde el que abandona el barco, en lugar de impedir que naufrague, pudiendo hacerlo; el que tortura y lastima al indefenso, aduciendo que quizás sea culpable, y así buscar lo que supuestamente conduce a la justicia y sólo logra con eso asemejarse a aquel a quien lastima; es cobarde el que traiciona o engaña a su prójimo sea por un plato de lentejas o por treinta monedas de plata; quien no cumple las promesas aunque tenga mil pretextos que busquen justificarlo y el vergonzante que oculta en público lo que en privado profesa.

Es cobarde también quien culpa a los demás de sus propias y autoinducidas decepciones; el que cree que algo es bueno porque todo mundo lo hace y malo si nadie lo hace y así se justifica ; es cobarde el hipócrita el que pone la cara que le conviene, cuando le conviene; quien miente aun cuando conoce la verdad, pero le resulta productivo disfrazarla y presentar como tal una dizque “verdad alternativa”.

No hay nada que contribuya más al deterioro de nuestras comunidades que el sometimiento a una cultura mediatizada por los intereses que favorecen la mezquindad y el convencionalismo. Tolerar el engaño, la corrupción y la maldad en todos sus aspectos, hacerse de la “vista gorda” ante la injusticia, aunque sea patente ante nuestros ojos; hacer juicios errados, sólo para sentirme mejor; tolerar lo detestable, sólo no parecer intolerante, es lo peor que puede pasar a una sociedad civilizada. Y aceptar que no tiene sentido molestarse por algo que es inutil enfrentar, arropándose en la media verdad de que el “mundo es un lugar peligroso para vivir”

Ser acomodaticio, convenenciero, “no salir de la zona en confort” por usar una fórmula celebrada por la época contemporánea, es una actitud asumida por muchos que olvidan que tienen una deuda impagable con el mundo y con la vida que recibieron sin antes haberla merecido y por eso es que deben aportar algo al crecimiento de él y no hacerlo es un pecado de omisión tan grave como evitar el mal pudiendo hacerlo.

Pero quizás la forma aún más perversa de la cobardía es la que puede manifestarse en un ser humano, es el abuso perverso de otro ser humano y más cuando se trata de quien es vulnerable e indefenso. En la actitud machista, ruin y deleznable de quien no ha logrado superar un siniestro complejo de inferioridad, se esconde un falso sentido de superioridad, que se manifiesta al agredir al niño, al anciano, al discapacitado y a la mujer. El violador, golpeador y asesino de mujeres, es un ser abominable cuyo cerebro torcido le hace creerse superior y ésa es su manera torpe y vil de manifestarlo: ejerciéndolo cobardamente sobre quien en su indefensión sólo puede oponer su dignidad vulnerada, pero siempre frágil ante quien injustamente le agrede.

Desafortunadamente, en el caso concreto de la mujer, a veces nos conformamos con maquillar las formas sin tocar el fondo. Creemos que con proclamar la “paridad de género” en el Congreso, podremos paliar la tasa de feminicidios y que aumentando los días de festejos (merecidos es cierto) para la mujer y su “empoderamiento” en todos sentidos, las cosas se compondrán automáticamente. Pero el sentido de la ofensa sigue sin ser explicado. Y es sólo a través de la educación, que debería comenzar en el mismo hogar, continuar en la escuela y en las iglesias, que el respeto por la mujer podrá hacerse consciente y mejorará el concepto de dignidad para las mujeres.

Hanna Arendt afirmó que “el mal existe, porque en las sociedades organizadas se ha permitido el predominio de las personas mediocres”

Y es la educación integral la que podrá realmente evitar que esto siga sucediendo.