/ domingo 24 de enero de 2021

La batalla que no hemos ganado

El ser humano ha evolucionado de tal forma, que ha pasado de las cuevas a los palacios y de ahí a las ciudades “inteligentes”; del descubrimiento y uso del fuego, a la creación del laáser; del lenguaje primitivo y rudimentario, a la invención de la literatura y del descubrimiento de la rueda, a la inteligencia artificial.

De esta manera el hombre, en palabras del sabio jesuita Theilard de Chardin, se ha convertido en “el eje y la flecha de su propia evolución”. Quiso aumentar la velocidad de sus piernas y para lograrlo inventó el automóvil; quiso volar y creó el avión; aumentar su visión y su capacidad de escuchar y hablar y creó el telescopio y el megáfono.

Ha querido adentrarse en la profundidad del cosmos para tratar de comprender sus misterios, aunque los resultados de esa aventura magnífica hayan sido hasta ahora poco espectaculares para sus verdaderas aspiraciones.

Pero sigue intentándolo con curiosidad y vehemencia. Porque en palabras de San Agustín, “busca para encontrar, pero al encontrar debe seguir buscando”.

Fue precisamente el sentido de esa búsqueda, junto con su tenacidad, lo que le llevó de los palafitos neolíticos a las construcciones maravillosas; de las tablas de arcilla mesopotámicas, a la tableta digital tan celebrada, y a desafiar el mito, atreviéndose a pensar.

Y encontró gratificante sustituir lo que le significaba esfuerzo físico para obtener satisfactores a través de la tecnología, que parece reemplazar ahora a casi todo, incluso al hombre mismo.

Pero en esa lucha, al parecer irrefrenable y nunca saciada por la innovación y la modernidad, el hombre ha perdido muchas batallas, juntamente con las que sin duda ha ganado. Pero sin darse cuenta cabalmente si acaso ha existido, entre unas y otras, un balance que las equilibre.

Porque descubrir el motor de combustión interna, invento formidable sin duda, trajo aparejada la contaminación del aire, cuya factura seguimos pagando a cambio del confort que vino con eso; descubrir el plástico, el pet, que dice reciclable, y lo práctico de los “desechables”, trajo como consecuencia la acumulación de basura que los océanos y lagunas han comenzado a sentir en su ecosistema, y el costo de la llamada civilización postmoderna aún no ha sido dimensionada en términos de una verdadera calidad de vida para el ser humano.

Pero ojalá el ser humano, arrastrado casi irremediablemente por la ola de lo novedoso y su deseo por lo fugaz, se diera también un poco de tiempo para pensar en la trascendencia de su naturaleza pensante y su espíritu inmortal y comenzara a establecer prioridades en todo aquello que un día heredará a sus hijos.

Ojalá quisiera entender que no toda invención y proceso disruptivo, hoy convertido en paradigma de todo lo deseable, es por sí mismo necesariamente bueno; que se dé cuenta cómo el ingenio humano puede también ser encauzado hacia el mal si no se fundamenta en los valores de la vida buena, que el descubrimiento de la fisión del átomo, pudo haberse empleado para generar energía que iluminara al mundo, pero en cambio se usó para hacer una bomba que destruyó ciudades y seres humanos en una guerra.

Y lo mismo podemos decir de la magia esplendente de la digitalización y los sistemas computacionales que, al mismo tiempo que han colaborado definitivamente con la ciencia y servido para múltiples tareas en la medicina, en la química o la física, han creado nuevas adicciones, amenazas virtuales, alejamientos reales y dependencias nefastas, y a pesar de las señales ominosas que advierten a todos de los riesgos físicos y psicólogicos que conllevan, como en el caso de algunas redes sociales, siguen siendo moda vigente con las que muchos calman sus deseos de notoriedad o incluso como arma para denigrar y ofender a los demás.

Instalados como estamos en procurar que nuestro sistema de recompensas en el cerebro solo privilegie lo que le gratifica sin esfuerzo, hemos hecho marginales la generosidad y la compasión y el profundo significado que tienen para nuestra vida y la de los demás, dándolos tristemente a cambio del oropel del confort temporal y la ganancia fácil pero intrascendente.

Ojalá no olvidáramos nunca que en la tarea de dar sentido a la historia el ser humano debería centrar su proceso formativo integral en la dialéctica de la inclusión, no de la exclusión; de la solidaridad, no del egoísmo. Y que finalmente fuera capaz de comprender que el verdadero desarrollo se dará, cuando los integrantes de una sociedad se orienten a realizar, aún en condiciones adversas, los valores comunes en la propia vida personal.

La batalla que no hemos ganado es la de la gestión de nuestras propias emociones distinguiendo las que nos enriquecen de las que nos envilecen: la vanidad, la ambición, el poder y la ganancia a cambio de lo que es realmente significativo y duradero para nuestra vida: la voluntad para comprender y tener empatía con el prójimo; que aún nos duela la esclavitud, la pobreza, la marginación y la discriminación; y que sintamos como propias el hambre, la soledad y la desesperanza de los demás.

S. Hawking afirmó que el hombre engreído por todo lo que ha creado, sin duda puede, si se lo propone, destruir el mundo cuando quiera. Pero en su egoísmo no se ha percatado que no tendrá a donde ir, al menos hasta ahora, cuando haya dejado atrás el mundo que previamente destruyó, por su soberbia, su necedad y su indiferencia.

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LA BATALLA QUE NO HEMOS GANADO…

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“No es más valiente

aquel que triunfa sobre una ciudad,

que el que triunfa sobre sí mismo…”

Platón

El ser humano ha evolucionado de tal forma, que ha pasado de las cuevas a los palacios y de ahí a las ciudades “inteligentes”; del descubrimiento y uso del fuego, a la creación del laáser; del lenguaje primitivo y rudimentario, a la invención de la literatura y del descubrimiento de la rueda, a la inteligencia artificial.

De esta manera el hombre, en palabras del sabio jesuita Theilard de Chardin, se ha convertido en “el eje y la flecha de su propia evolución”. Quiso aumentar la velocidad de sus piernas y para lograrlo inventó el automóvil; quiso volar y creó el avión; aumentar su visión y su capacidad de escuchar y hablar y creó el telescopio y el megáfono.

Ha querido adentrarse en la profundidad del cosmos para tratar de comprender sus misterios, aunque los resultados de esa aventura magnífica hayan sido hasta ahora poco espectaculares para sus verdaderas aspiraciones.

Pero sigue intentándolo con curiosidad y vehemencia. Porque en palabras de San Agustín, “busca para encontrar, pero al encontrar debe seguir buscando”.

Fue precisamente el sentido de esa búsqueda, junto con su tenacidad, lo que le llevó de los palafitos neolíticos a las construcciones maravillosas; de las tablas de arcilla mesopotámicas, a la tableta digital tan celebrada, y a desafiar el mito, atreviéndose a pensar.

Y encontró gratificante sustituir lo que le significaba esfuerzo físico para obtener satisfactores a través de la tecnología, que parece reemplazar ahora a casi todo, incluso al hombre mismo.

Pero en esa lucha, al parecer irrefrenable y nunca saciada por la innovación y la modernidad, el hombre ha perdido muchas batallas, juntamente con las que sin duda ha ganado. Pero sin darse cuenta cabalmente si acaso ha existido, entre unas y otras, un balance que las equilibre.

Porque descubrir el motor de combustión interna, invento formidable sin duda, trajo aparejada la contaminación del aire, cuya factura seguimos pagando a cambio del confort que vino con eso; descubrir el plástico, el pet, que dice reciclable, y lo práctico de los “desechables”, trajo como consecuencia la acumulación de basura que los océanos y lagunas han comenzado a sentir en su ecosistema, y el costo de la llamada civilización postmoderna aún no ha sido dimensionada en términos de una verdadera calidad de vida para el ser humano.

Pero ojalá el ser humano, arrastrado casi irremediablemente por la ola de lo novedoso y su deseo por lo fugaz, se diera también un poco de tiempo para pensar en la trascendencia de su naturaleza pensante y su espíritu inmortal y comenzara a establecer prioridades en todo aquello que un día heredará a sus hijos.

Ojalá quisiera entender que no toda invención y proceso disruptivo, hoy convertido en paradigma de todo lo deseable, es por sí mismo necesariamente bueno; que se dé cuenta cómo el ingenio humano puede también ser encauzado hacia el mal si no se fundamenta en los valores de la vida buena, que el descubrimiento de la fisión del átomo, pudo haberse empleado para generar energía que iluminara al mundo, pero en cambio se usó para hacer una bomba que destruyó ciudades y seres humanos en una guerra.

Y lo mismo podemos decir de la magia esplendente de la digitalización y los sistemas computacionales que, al mismo tiempo que han colaborado definitivamente con la ciencia y servido para múltiples tareas en la medicina, en la química o la física, han creado nuevas adicciones, amenazas virtuales, alejamientos reales y dependencias nefastas, y a pesar de las señales ominosas que advierten a todos de los riesgos físicos y psicólogicos que conllevan, como en el caso de algunas redes sociales, siguen siendo moda vigente con las que muchos calman sus deseos de notoriedad o incluso como arma para denigrar y ofender a los demás.

Instalados como estamos en procurar que nuestro sistema de recompensas en el cerebro solo privilegie lo que le gratifica sin esfuerzo, hemos hecho marginales la generosidad y la compasión y el profundo significado que tienen para nuestra vida y la de los demás, dándolos tristemente a cambio del oropel del confort temporal y la ganancia fácil pero intrascendente.

Ojalá no olvidáramos nunca que en la tarea de dar sentido a la historia el ser humano debería centrar su proceso formativo integral en la dialéctica de la inclusión, no de la exclusión; de la solidaridad, no del egoísmo. Y que finalmente fuera capaz de comprender que el verdadero desarrollo se dará, cuando los integrantes de una sociedad se orienten a realizar, aún en condiciones adversas, los valores comunes en la propia vida personal.

La batalla que no hemos ganado es la de la gestión de nuestras propias emociones distinguiendo las que nos enriquecen de las que nos envilecen: la vanidad, la ambición, el poder y la ganancia a cambio de lo que es realmente significativo y duradero para nuestra vida: la voluntad para comprender y tener empatía con el prójimo; que aún nos duela la esclavitud, la pobreza, la marginación y la discriminación; y que sintamos como propias el hambre, la soledad y la desesperanza de los demás.

S. Hawking afirmó que el hombre engreído por todo lo que ha creado, sin duda puede, si se lo propone, destruir el mundo cuando quiera. Pero en su egoísmo no se ha percatado que no tendrá a donde ir, al menos hasta ahora, cuando haya dejado atrás el mundo que previamente destruyó, por su soberbia, su necedad y su indiferencia.

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LA BATALLA QUE NO HEMOS GANADO…

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“No es más valiente

aquel que triunfa sobre una ciudad,

que el que triunfa sobre sí mismo…”

Platón