/ domingo 31 de enero de 2021

La crisis de las ideas

Las crisis recurrentes que hoy agobian a nuestras sociedades, de muchas maneras reflejan la aguda insatisfacción que los seres humanos experimentamos tanto en nuestras familias, como en nuestros centros de trabajo, en las iglesias y en las instituciones que nos gobiernan.

Un sentimiento de pérdida se advierte en las personas que ven cómo esas crisis se van haciendo parte de su quehacer diario y las comunidades deben esfozarse, hoy más que nunca, a vivir con ellas.

Somos muy conscientes, además del flagelo cruel que hoy nos agobia, de nuestros ya muy desbordados problemas de autoridad y de obediencia, de las dolorosas crisis religiosas, económicas, educativas, familiares y sociales, (¿quién no se queja de los alarmantes índices de drogadicción, sobre todo en los jóvenes, de la inhumana trata de personas y la ausencia de seguridad?). Y en medio de todo ello, tal vez la crisis más grave, y a la que desgraciadamente atendemos menos, sea la de las ideas. Pero esta constituye, la raíz y el origen de muchas de las que hoy tanto nos preocupan.

Parecería que todos conocemos muy bien la multitud de asignaturas pendientes que los seres humanos no hemos resuelto todavía. Una de ellas, por ejemplo, es la que tiene que ver con el medio ambiente. Pero en ninguna cumbre de la tierra se ha definido con ideas cómo hacer efectivamente sostenibles nuestros ecosistemas, y nos conformamos con describir los daños que le estamos causando a nuestro planeta, al tiempo que advertimos la proximidad de nuestro fin como sus habitantes.

Y mientras tanto, los países industrializados ignoran las recomendaciones y hasta se burlan de los protocolos que regulan las conductas ecológicas de nuestro hábitat, porque van en contra de su muy particular sentido del progreso.

Del mismo modo la sociedad civil protesta por la ausencia de una verdadera democracia, aunque nuestros gobernantes carezcan de ideas sobre cómo fortalecerla en verdad, y no solo a través de palabras huecas, reiteradas promesas y discursos estériles, porque es más fácil pretender erigirse en supuestos defensores de ella, que aportar fórmulas viables para hacerla realmente crecer.

Si no me cree, vea en estos días los pleitos de los candidatos a cargos públicos, para ver si entiende sus propuestas y motivaciones, como no sean las de siempre: el descalificarse unos a los otros.

Estamos, es cierto, muy convencidos de que las crisis que nos agobian son cada vez más profundas en nuestras familias, pero nos conformamos con pensar que si llevamos a nuestros niños a una escuela que proclama estar preocupada por los valores, aunque en la práctica no lo esté, (aunque me consta que algunas que sí lo hacen) eso nos hará sentir que ya cumplimos nuestra misión como padres y que allá se las arreglen, pues pensamos que para eso están. Creemos que la responsabilidad de los hijos está en todas partes menos en nosotros. Y nos olvidamos que toda educación comienza en el hogar.

Pero eso sí, todo mundo se cree con el derecho de opinar sobre el porqué de las fallas evidentes de nuestras instituciones civiles y religiosas; lo nefasto que a veces resulta el gobierno y sus autoridades; pero nadie o casi nadie se preocupa por aportar nuevas ideas para mejorar las conductas que se critican.

Los partidos políticos y sus candidatos afirman tener la solución para cada uno de nuestros males: surgen entonces las fórmulas mágicas, las promesas estériles, el ofrecimiento de utopías y las propuestas que después no se cumplirán; la ironía y el sarcasmo con que unos y otros se burlan de sus oponentes acaban entonces por suplir la ausencia de auténticas soluciones funcionales y factibles, ideas que subsanen los males que con tanto énfasis se proponen implementar.

Por desgracia, todo esto es resultado de una sociedad en muchos aspectos ignorante superficial, cortoplacista y miope (y esto no tiene nada que ver la posición económica y social) para distinguir quién le propone ideas válidas de aquel que busca cómo embaucarle con falsas promesas y propuestas irrealizables.

Hay todavía quienes creen que somos infantes que debemos ser guiados y sometidos patéticamente a un mesías; que debemos aceptar las fórmulas que nos impiden hacer juicios propios; de tal forma que ser imaginativos, y buscar alternativas no está muchas veces en el horizonte de muchos líderes. Pero el mundo ha avanzado cuando las ideas lo dirigen. Y se estanca cuando se pone coto a ellas. La Edad Media y su oscuridad es una prueba de ello.

Durante siete siglos el desarrollo humano tuvo un penoso retroceso porque quienes debían encauzarlo no pensaban en los demás, solo peleaban por el poder. Cuando las universidades son creadas y el Renacimiento hace explosión con su humanismo a cuestas, el mundo avanza hacia una nueva etapa: la Ilustración, germen del crecimiento posterior que el pensamiento pudo gracias a eso tener.

Se hace entonces necesario un nuevo renacer en el que las ideas y la inteligencia tengan prioridad y no las argucias; donde se privilegie al pensador y no solo a la autoridad, o al estatus social o económico, y donde las personas sean apreciadas por lo que son capaces de crear y no por lo que sean capaces de prometer; porque aquel y no este sin duda el principio movilizador de la democracia y el fin de la demagogia.

Solo así tendremos el mundo plural y el país incluyente que sin duda anhelamos para nosotros y para nuestros hijos.

Las crisis recurrentes que hoy agobian a nuestras sociedades, de muchas maneras reflejan la aguda insatisfacción que los seres humanos experimentamos tanto en nuestras familias, como en nuestros centros de trabajo, en las iglesias y en las instituciones que nos gobiernan.

Un sentimiento de pérdida se advierte en las personas que ven cómo esas crisis se van haciendo parte de su quehacer diario y las comunidades deben esfozarse, hoy más que nunca, a vivir con ellas.

Somos muy conscientes, además del flagelo cruel que hoy nos agobia, de nuestros ya muy desbordados problemas de autoridad y de obediencia, de las dolorosas crisis religiosas, económicas, educativas, familiares y sociales, (¿quién no se queja de los alarmantes índices de drogadicción, sobre todo en los jóvenes, de la inhumana trata de personas y la ausencia de seguridad?). Y en medio de todo ello, tal vez la crisis más grave, y a la que desgraciadamente atendemos menos, sea la de las ideas. Pero esta constituye, la raíz y el origen de muchas de las que hoy tanto nos preocupan.

Parecería que todos conocemos muy bien la multitud de asignaturas pendientes que los seres humanos no hemos resuelto todavía. Una de ellas, por ejemplo, es la que tiene que ver con el medio ambiente. Pero en ninguna cumbre de la tierra se ha definido con ideas cómo hacer efectivamente sostenibles nuestros ecosistemas, y nos conformamos con describir los daños que le estamos causando a nuestro planeta, al tiempo que advertimos la proximidad de nuestro fin como sus habitantes.

Y mientras tanto, los países industrializados ignoran las recomendaciones y hasta se burlan de los protocolos que regulan las conductas ecológicas de nuestro hábitat, porque van en contra de su muy particular sentido del progreso.

Del mismo modo la sociedad civil protesta por la ausencia de una verdadera democracia, aunque nuestros gobernantes carezcan de ideas sobre cómo fortalecerla en verdad, y no solo a través de palabras huecas, reiteradas promesas y discursos estériles, porque es más fácil pretender erigirse en supuestos defensores de ella, que aportar fórmulas viables para hacerla realmente crecer.

Si no me cree, vea en estos días los pleitos de los candidatos a cargos públicos, para ver si entiende sus propuestas y motivaciones, como no sean las de siempre: el descalificarse unos a los otros.

Estamos, es cierto, muy convencidos de que las crisis que nos agobian son cada vez más profundas en nuestras familias, pero nos conformamos con pensar que si llevamos a nuestros niños a una escuela que proclama estar preocupada por los valores, aunque en la práctica no lo esté, (aunque me consta que algunas que sí lo hacen) eso nos hará sentir que ya cumplimos nuestra misión como padres y que allá se las arreglen, pues pensamos que para eso están. Creemos que la responsabilidad de los hijos está en todas partes menos en nosotros. Y nos olvidamos que toda educación comienza en el hogar.

Pero eso sí, todo mundo se cree con el derecho de opinar sobre el porqué de las fallas evidentes de nuestras instituciones civiles y religiosas; lo nefasto que a veces resulta el gobierno y sus autoridades; pero nadie o casi nadie se preocupa por aportar nuevas ideas para mejorar las conductas que se critican.

Los partidos políticos y sus candidatos afirman tener la solución para cada uno de nuestros males: surgen entonces las fórmulas mágicas, las promesas estériles, el ofrecimiento de utopías y las propuestas que después no se cumplirán; la ironía y el sarcasmo con que unos y otros se burlan de sus oponentes acaban entonces por suplir la ausencia de auténticas soluciones funcionales y factibles, ideas que subsanen los males que con tanto énfasis se proponen implementar.

Por desgracia, todo esto es resultado de una sociedad en muchos aspectos ignorante superficial, cortoplacista y miope (y esto no tiene nada que ver la posición económica y social) para distinguir quién le propone ideas válidas de aquel que busca cómo embaucarle con falsas promesas y propuestas irrealizables.

Hay todavía quienes creen que somos infantes que debemos ser guiados y sometidos patéticamente a un mesías; que debemos aceptar las fórmulas que nos impiden hacer juicios propios; de tal forma que ser imaginativos, y buscar alternativas no está muchas veces en el horizonte de muchos líderes. Pero el mundo ha avanzado cuando las ideas lo dirigen. Y se estanca cuando se pone coto a ellas. La Edad Media y su oscuridad es una prueba de ello.

Durante siete siglos el desarrollo humano tuvo un penoso retroceso porque quienes debían encauzarlo no pensaban en los demás, solo peleaban por el poder. Cuando las universidades son creadas y el Renacimiento hace explosión con su humanismo a cuestas, el mundo avanza hacia una nueva etapa: la Ilustración, germen del crecimiento posterior que el pensamiento pudo gracias a eso tener.

Se hace entonces necesario un nuevo renacer en el que las ideas y la inteligencia tengan prioridad y no las argucias; donde se privilegie al pensador y no solo a la autoridad, o al estatus social o económico, y donde las personas sean apreciadas por lo que son capaces de crear y no por lo que sean capaces de prometer; porque aquel y no este sin duda el principio movilizador de la democracia y el fin de la demagogia.

Solo así tendremos el mundo plural y el país incluyente que sin duda anhelamos para nosotros y para nuestros hijos.