/ domingo 19 de agosto de 2018

La ética: un sentimiento de pérdida

La tendencia a minimizar las funestas consecuencias que trae el poner distancia entre nuestras acciones y la moralidad consciente, parece haber apartado al hombre del único camino que puede realmente salvarlo de regresar a la barbarie. Ahora se habla simplemente de una actitud moral que nos convenga, de una ética que no nos duela y de una libertad sin limitaciones que incluso sea capaz de convertir nuestra conciencia en algo que no moleste a nuestros deseos de realización personal. Y en los cuales, desde luego, no haya falsos sentimientos de culpabilidad.

El mundo ve hoy la conducta ética como si fuera un acuerdo tácito que aceptan sólo unos cuantos despistados, y no como una fórmula libre de convivencia fraternal y pacífica que brota de una exigencia definitiva de la misma naturaleza humana. El hombre no ha encontrado todavía la estrategia adecuada para lograr esto, pues no ha querido despojarse del egoísmo que le invita seductor a conseguir sus muy particulares metas, sin que le importe si con ello lastima a los demás. José Saramago afirma que la búsqueda individualista y el olvido de la comunidad, son las peores enfermedades del siglo XXI, junto con la incomunicación y la famosa revolución tecnológica.

En este afán por lograr el éxito sin miramientos, es evidente que la moralidad se convierte en un estorbo. El razonamiento, falaz por cierto, de que si todo mundo actúa de una determinada manera, es porque debe ser buena, nos conduce a olvidar que no porque todos se propusieran hacer el mal éste se va a convertir en bien, y por el mismo argumento el bien no se convertirá en mal sólo porque nadie lo haga. La absurda justificación humana de que si no aceptamos hacer el mal alguien más lo hará, no lo hace bien, por simple lógica.

Podríamos así seguir con esa tan socialmente aceptada cadena de falacias, tales como el aparentar que algo se convertirá en correcto, aunque no lo sea, si con ello se persigue un bien superior y que maquillar cifras, o permitir la impunidad será siempre aceptable dependiendo de “situaciones” y “circunstancias” determinadas, aunque se tenga que dejar de lado que todo ello puede constituir una herencia nefasta cuyos dividendos deberán pagar los hijos mañana.

Así tergiversan las valoraciones éticas quienes pretenden hacernos creer que conductas perversas como la guerra, la injusticia, la discriminación y la violencia, son hechos normales de este mundo, en el que es más común privilegiar la astucia que la inteligencia y tranquilamente se acepta que el fin justifica los medios, de cualquier manera que enmascare sus despropósitos. El problema real de la moralidad es que al ser una elección consciente sobre los mandatos de lo que no es físicamente obligatorio ni coercible, nos hace directamente responsables de nuestras decisiones en lo que preferimos.

Porque es cierto que todos sabemos lo importante que son los valores morales como condición para una vida buena, pero casi nadie quiere hacerlos parte relevante de su existencia. Todos quisiéramos personas honestas y decentes a nuestro alrededor, ya que nadie quiere convivir o trabajar con irresponsables, abusivos o tramposos. Pero muchas veces los toleramos porque sabemos que la competencia es cruel y equivocadamente concluimos que es preferible tener a un mentiroso, pero que haga las cosas con eficacia, a un santo pero bueno para nada que las perjudique.

Pero este dilema en realidad parte de una premisa equivocada. Se puede ser eficiente y honesto, transparente y responsable, ético y con alta productividad, como se puede ser igualmente deshonesto e ineficiente. De esta manera los daños que hemos inventado y que supuestamente se hacen a la competitividad cuando se privilegia la moral por encima de la corrupción, han sido solamente eso: sofismas para justificar la ausencia de ética, distractores de una conducta cada vez más extendida y que tiene por divisa tutelar sólo lo que nos conviene, aunque no sea correcto ni decente.

Si hemos de ser sinceros debemos comenzar por aceptar que la aguda crisis de auténticos valores morales que vive nuestra sociedad es la verdadera causa de todos nuestros males, sean económicos, políticos o sociales. La riqueza mal habida ha empobrecido nuestros cuerpos y nuestras almas por décadas y por ello seguimos en la injusticia y el subdesarrollo, mientras que la impunidad a su vez ha hecho de nuestra juventud presa fácil de la delincuencia y el vicio, cada día a edad más temprana. Pero afortunadamente ya hemos comenzado a ver claramente que no se debe dañar lo que hay que valorar y que no se debe hacer a otro lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros.

R.W. Emerson afirma que una persona íntegra es la que de tal forma escucha la voz de su conciencia moral que es incapaz de ser seducido por las voces que le hablan para que siga lo incorrecto. En esta nuestra era posmoderna, de conocimiento, anhelada transparencia y avances tecnológicos extraordinarios, en la que podemos tener acceso a saber de casi todo, la ética debe ser ya además de un imperativo personal y social, una estrategia educativa, empresarial y profesional. Retomar esto es recuperar algo en cuya pérdida todos somos responsables solidarios como coadyuvantes definitivos de esa misma pérdida.

La tendencia a minimizar las funestas consecuencias que trae el poner distancia entre nuestras acciones y la moralidad consciente, parece haber apartado al hombre del único camino que puede realmente salvarlo de regresar a la barbarie. Ahora se habla simplemente de una actitud moral que nos convenga, de una ética que no nos duela y de una libertad sin limitaciones que incluso sea capaz de convertir nuestra conciencia en algo que no moleste a nuestros deseos de realización personal. Y en los cuales, desde luego, no haya falsos sentimientos de culpabilidad.

El mundo ve hoy la conducta ética como si fuera un acuerdo tácito que aceptan sólo unos cuantos despistados, y no como una fórmula libre de convivencia fraternal y pacífica que brota de una exigencia definitiva de la misma naturaleza humana. El hombre no ha encontrado todavía la estrategia adecuada para lograr esto, pues no ha querido despojarse del egoísmo que le invita seductor a conseguir sus muy particulares metas, sin que le importe si con ello lastima a los demás. José Saramago afirma que la búsqueda individualista y el olvido de la comunidad, son las peores enfermedades del siglo XXI, junto con la incomunicación y la famosa revolución tecnológica.

En este afán por lograr el éxito sin miramientos, es evidente que la moralidad se convierte en un estorbo. El razonamiento, falaz por cierto, de que si todo mundo actúa de una determinada manera, es porque debe ser buena, nos conduce a olvidar que no porque todos se propusieran hacer el mal éste se va a convertir en bien, y por el mismo argumento el bien no se convertirá en mal sólo porque nadie lo haga. La absurda justificación humana de que si no aceptamos hacer el mal alguien más lo hará, no lo hace bien, por simple lógica.

Podríamos así seguir con esa tan socialmente aceptada cadena de falacias, tales como el aparentar que algo se convertirá en correcto, aunque no lo sea, si con ello se persigue un bien superior y que maquillar cifras, o permitir la impunidad será siempre aceptable dependiendo de “situaciones” y “circunstancias” determinadas, aunque se tenga que dejar de lado que todo ello puede constituir una herencia nefasta cuyos dividendos deberán pagar los hijos mañana.

Así tergiversan las valoraciones éticas quienes pretenden hacernos creer que conductas perversas como la guerra, la injusticia, la discriminación y la violencia, son hechos normales de este mundo, en el que es más común privilegiar la astucia que la inteligencia y tranquilamente se acepta que el fin justifica los medios, de cualquier manera que enmascare sus despropósitos. El problema real de la moralidad es que al ser una elección consciente sobre los mandatos de lo que no es físicamente obligatorio ni coercible, nos hace directamente responsables de nuestras decisiones en lo que preferimos.

Porque es cierto que todos sabemos lo importante que son los valores morales como condición para una vida buena, pero casi nadie quiere hacerlos parte relevante de su existencia. Todos quisiéramos personas honestas y decentes a nuestro alrededor, ya que nadie quiere convivir o trabajar con irresponsables, abusivos o tramposos. Pero muchas veces los toleramos porque sabemos que la competencia es cruel y equivocadamente concluimos que es preferible tener a un mentiroso, pero que haga las cosas con eficacia, a un santo pero bueno para nada que las perjudique.

Pero este dilema en realidad parte de una premisa equivocada. Se puede ser eficiente y honesto, transparente y responsable, ético y con alta productividad, como se puede ser igualmente deshonesto e ineficiente. De esta manera los daños que hemos inventado y que supuestamente se hacen a la competitividad cuando se privilegia la moral por encima de la corrupción, han sido solamente eso: sofismas para justificar la ausencia de ética, distractores de una conducta cada vez más extendida y que tiene por divisa tutelar sólo lo que nos conviene, aunque no sea correcto ni decente.

Si hemos de ser sinceros debemos comenzar por aceptar que la aguda crisis de auténticos valores morales que vive nuestra sociedad es la verdadera causa de todos nuestros males, sean económicos, políticos o sociales. La riqueza mal habida ha empobrecido nuestros cuerpos y nuestras almas por décadas y por ello seguimos en la injusticia y el subdesarrollo, mientras que la impunidad a su vez ha hecho de nuestra juventud presa fácil de la delincuencia y el vicio, cada día a edad más temprana. Pero afortunadamente ya hemos comenzado a ver claramente que no se debe dañar lo que hay que valorar y que no se debe hacer a otro lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros.

R.W. Emerson afirma que una persona íntegra es la que de tal forma escucha la voz de su conciencia moral que es incapaz de ser seducido por las voces que le hablan para que siga lo incorrecto. En esta nuestra era posmoderna, de conocimiento, anhelada transparencia y avances tecnológicos extraordinarios, en la que podemos tener acceso a saber de casi todo, la ética debe ser ya además de un imperativo personal y social, una estrategia educativa, empresarial y profesional. Retomar esto es recuperar algo en cuya pérdida todos somos responsables solidarios como coadyuvantes definitivos de esa misma pérdida.