/ domingo 16 de enero de 2022

La fascinación de la vida cotidiana

Muchas personas que tienen el privilegio de disfrutar de la hermosa danza de la vida, tal vez no lo harán de una manera brillante, excepcional y que sea festejada por los demás.

No todos nacimos para ser extraordinarios en nuestros logros, entendiendo por ello lo que el mundo acepta en términos de éxito y de ganancia. No todos tendremos una avenida que llevará nuestro nombre, ni seremos privilegiados con homenajes, reconocimientos o estatuas, como algunos sí lo serán.

Hay familias enteras que pasan su vida sin que nada extraordinario les acontezca. Hay quienes piensan que eso es ser mediocre, mientras que otros opinan que eso es envidiable. Yo creo que por razones de economía social, la vida debe ser así. Lo difícil es aceptarlo sin caer en un conformismo fatalista.

Kant, el sabio de Koenisberg, no salió jamás de su pueblo natal en Alemania y, sin embargo, hoy sus teorías se estudian en todos las universidades del mundo; Tomás de Aquino, el genial creador de la filosofía escolástica, vivió su corta vida semirecluido en un convento, tratando de entender cuál es la esencia de Dios y su significado para el hombre, y hoy se habla de él igual que de muchos que ganaron batallas y construyeron hitos gigantescos en la historia de la humanidad. Y Galileo, que vivió pendiente de su telescopio, escudriñando el universo y sus misterios, a sus 70 años fue apresado y humillado por la Inquisición y solo siglos después fue reconocido como uno de los padres de la ciencia moderna.

Es evidente que no todos podremos, en toda nuestra vida, viajar a China o al menos conocer un poco de nuestro propio país, ni ser premios Nobel, Presidentes o Sumos Pontífices. Hay personas que aún no saben lo que es internet, niños que ignoran lo que es un juguete caro y otros que nunca subirán a un avión. Pero lo extraordinario es que, por encima de todo eso, somos, igual que los demás, reflejos vivos de la divinidad; tenemos la semilla de la inmortalidad y poseemos el don grandioso de la vida. Y en sí mismo eso es ya admirable, sobre todo si somos conscientes de que lo tenemos sin antes haberlo merecido.

Pero a pesar de ello, muchos sienten la necesidad de buscar en otros, en quienes ven cristalizado el éxito, una forma de asimilación que les haga ser igualmente reconocidos. Por eso les complace hurgar en la vida de los “famosos”; vestir como ellos, mostrar donde pasan sus vacaciones, exhibir sus amores y desamores y querer a veces, de una forma morbosa, conocer y dar a conocer detalles íntimos de sus vidas, sin pensar siquiera por un instante que su triunfo sin duda ha tenido un precio, pero que los que buscan ser sus reflejos no desearían pagar sino gozar tan solo de la felicidad que creen aquellos poseen, ignorando o pretendiendo hacer a un lado lo que todo ello significó para sus vidas.

Pero el mundo parece haber olvidado que, afortunadamente y para muchos, todavía existe la fascinación por lo cotidiano, algo que aparentemente no todos comprendemos. Hemos olvidado que hay aún quienes no necesitan que un edificio lleve su nombre para ser felices. Que quizá haya más dicha en el que disfruta de su vida sencillamente, que en la sofisticación del que tiene que poner cara de acontecimiento para mostrar cuán feliz es, aunque no sepamos de sus verdaderos sentimientos, seducidos como son por el estruendo del aplauso y elogio. Que también en la rutina diaria se puede encontrar el amor si sabemos buscarlo; que cualquier trabajo ennoblece si se hace con entusiasmo y que ser ignorados tiene también su recompensa. Y que el pago por aparecer extraordinarios, es, la mayoría de las veces, la pérdida de la privacidad, junto con su paradójica soledad.

Por eso hay que descubrir esa otra fascinación en aquello que pensamos solo el supuesto triunfador es capaz de sentir. Que también se puede disfrutar de un amanecer, cuando el sol sale por el rumbo de la aurora y además es gratis; de la diaria bendición que recibimos de nuestros padres y el abrazo de los abuelos; que por encima del impersonal trato de los negocios redituables, está la calidez de la profunda relación interpersonal con los que amamos y nos aman y que el Producto Interno Bruto es nada al lado del incomparable regocijo de la felicidad interna bruta, que nos proporciona la tierna caricia de un niño.

Descubrir la fascinación de lo cotidiano es saber disfrutar del gozo que se encuentra en las cosas sencillas de la vida; es saber reír sin tener que acudir a las formas vulgares que algunos usan para arrancarnos una sonrisa; es disfrutar de la brisa vespertina y el crepúsculo carmesí con alguien que queremos; es trabajar y saber compartir nuestra alegría con los compañeros en la diaria labor y es ser y no actuar, como si estuviéramos en una telenovela. Es finalmente comprender que cada cosa, por sencilla que sea, tiene su propio sentido entrañable y profundo, el cual podemos convertir, si queremos, en una plegaria de agradecimiento para ser ofrecida a Dador de todo eso, que es Dios mismo.

Marcel Proust escribió que mucha gente cree que la felicidad del viaje está en el destino y a él se encamina con tanta rapidez que se pierde de la maravilla que hay en cada etapa del camino. Y que no se necesita alguien extraordinario para transitarlo, sino solo disfrutarlo cada momento, sabiendo que, inevitablemente, un día a ese destino habremos de llegar.

“…lo cotidiano es ya, en sí mismo,

algo maravilloso.

Muchas personas que tienen el privilegio de disfrutar de la hermosa danza de la vida, tal vez no lo harán de una manera brillante, excepcional y que sea festejada por los demás.

No todos nacimos para ser extraordinarios en nuestros logros, entendiendo por ello lo que el mundo acepta en términos de éxito y de ganancia. No todos tendremos una avenida que llevará nuestro nombre, ni seremos privilegiados con homenajes, reconocimientos o estatuas, como algunos sí lo serán.

Hay familias enteras que pasan su vida sin que nada extraordinario les acontezca. Hay quienes piensan que eso es ser mediocre, mientras que otros opinan que eso es envidiable. Yo creo que por razones de economía social, la vida debe ser así. Lo difícil es aceptarlo sin caer en un conformismo fatalista.

Kant, el sabio de Koenisberg, no salió jamás de su pueblo natal en Alemania y, sin embargo, hoy sus teorías se estudian en todos las universidades del mundo; Tomás de Aquino, el genial creador de la filosofía escolástica, vivió su corta vida semirecluido en un convento, tratando de entender cuál es la esencia de Dios y su significado para el hombre, y hoy se habla de él igual que de muchos que ganaron batallas y construyeron hitos gigantescos en la historia de la humanidad. Y Galileo, que vivió pendiente de su telescopio, escudriñando el universo y sus misterios, a sus 70 años fue apresado y humillado por la Inquisición y solo siglos después fue reconocido como uno de los padres de la ciencia moderna.

Es evidente que no todos podremos, en toda nuestra vida, viajar a China o al menos conocer un poco de nuestro propio país, ni ser premios Nobel, Presidentes o Sumos Pontífices. Hay personas que aún no saben lo que es internet, niños que ignoran lo que es un juguete caro y otros que nunca subirán a un avión. Pero lo extraordinario es que, por encima de todo eso, somos, igual que los demás, reflejos vivos de la divinidad; tenemos la semilla de la inmortalidad y poseemos el don grandioso de la vida. Y en sí mismo eso es ya admirable, sobre todo si somos conscientes de que lo tenemos sin antes haberlo merecido.

Pero a pesar de ello, muchos sienten la necesidad de buscar en otros, en quienes ven cristalizado el éxito, una forma de asimilación que les haga ser igualmente reconocidos. Por eso les complace hurgar en la vida de los “famosos”; vestir como ellos, mostrar donde pasan sus vacaciones, exhibir sus amores y desamores y querer a veces, de una forma morbosa, conocer y dar a conocer detalles íntimos de sus vidas, sin pensar siquiera por un instante que su triunfo sin duda ha tenido un precio, pero que los que buscan ser sus reflejos no desearían pagar sino gozar tan solo de la felicidad que creen aquellos poseen, ignorando o pretendiendo hacer a un lado lo que todo ello significó para sus vidas.

Pero el mundo parece haber olvidado que, afortunadamente y para muchos, todavía existe la fascinación por lo cotidiano, algo que aparentemente no todos comprendemos. Hemos olvidado que hay aún quienes no necesitan que un edificio lleve su nombre para ser felices. Que quizá haya más dicha en el que disfruta de su vida sencillamente, que en la sofisticación del que tiene que poner cara de acontecimiento para mostrar cuán feliz es, aunque no sepamos de sus verdaderos sentimientos, seducidos como son por el estruendo del aplauso y elogio. Que también en la rutina diaria se puede encontrar el amor si sabemos buscarlo; que cualquier trabajo ennoblece si se hace con entusiasmo y que ser ignorados tiene también su recompensa. Y que el pago por aparecer extraordinarios, es, la mayoría de las veces, la pérdida de la privacidad, junto con su paradójica soledad.

Por eso hay que descubrir esa otra fascinación en aquello que pensamos solo el supuesto triunfador es capaz de sentir. Que también se puede disfrutar de un amanecer, cuando el sol sale por el rumbo de la aurora y además es gratis; de la diaria bendición que recibimos de nuestros padres y el abrazo de los abuelos; que por encima del impersonal trato de los negocios redituables, está la calidez de la profunda relación interpersonal con los que amamos y nos aman y que el Producto Interno Bruto es nada al lado del incomparable regocijo de la felicidad interna bruta, que nos proporciona la tierna caricia de un niño.

Descubrir la fascinación de lo cotidiano es saber disfrutar del gozo que se encuentra en las cosas sencillas de la vida; es saber reír sin tener que acudir a las formas vulgares que algunos usan para arrancarnos una sonrisa; es disfrutar de la brisa vespertina y el crepúsculo carmesí con alguien que queremos; es trabajar y saber compartir nuestra alegría con los compañeros en la diaria labor y es ser y no actuar, como si estuviéramos en una telenovela. Es finalmente comprender que cada cosa, por sencilla que sea, tiene su propio sentido entrañable y profundo, el cual podemos convertir, si queremos, en una plegaria de agradecimiento para ser ofrecida a Dador de todo eso, que es Dios mismo.

Marcel Proust escribió que mucha gente cree que la felicidad del viaje está en el destino y a él se encamina con tanta rapidez que se pierde de la maravilla que hay en cada etapa del camino. Y que no se necesita alguien extraordinario para transitarlo, sino solo disfrutarlo cada momento, sabiendo que, inevitablemente, un día a ese destino habremos de llegar.

“…lo cotidiano es ya, en sí mismo,

algo maravilloso.