/ lunes 15 de enero de 2018

La forma del agua

La maduración del oficio, al parecer, a los más grandes cineastas les llega después de los cincuenta años de edad. Y ya instalados en esa franja de vida, son capaces de esmerilar su mirada estilística a niveles rayanos con la maestría.

Eso es lo que es La forma del agua, una pieza magistral de cine de Guillermo del Toro donde abriga –con una poderosa verdeazulada poesía visual – a seres (literalmente) excluidos de una normalidad consensuada bajo la perspectiva de una uniformidad occidentalizada y los ofrece al espectador actual no con tono lastimero, más bien con pulsación orgánica. La historia de Eliza/ Sally Hawkins, trabajadora nocturna de limpieza en un complejo militar en Estados Unidos a principios de la década de los sesentas, es llevada por Del Toro por caminos del cuento de hadas y del cine fantástico (tan inherente e irrenunciable al director tapatío) al relacionarla con un ser amazónico anfibio que será objeto de experimentación científica. Sin embargo, La forma del agua es, antes que nada, cine noir con todas sus cartas credenciales: un asunto/ thriller elucubrado por resolver, aventuras de los protagonistas en ambientes nocturnos o lluviosos, amén de vivir en reductos donde un hotel o la luz de éste parpadea por alguna ventana. Las referencias evidentes (El monstruo de la laguna negra/ 1954 y ciertas cintas musicales y serie B de los cincuenta) son apostillas inteligentes que no entorpecen o distraen el relato de Eliza, su amiga afroamericana Zelda/ Octavia Spencer, y su vecino dibujante gay, sino que lo revisten de una plausible eficacia narrativa enfatizada por la puntual partitura de Alexandre Desplat. Con La forma del agua estamos ante una auténtica carta de amor al cine por parte de Guillermo del Toro. Está toda su pasión y prurito de homenaje a sus más caras influencias de cinéfilo. Y, sobre todo, está la voz de un poeta de la imagen que sabe que la alegoría llevada con la solvencia ética y estética es uno de los tentáculos de la denuncia ante avatares ideologizantes e intolerantes: el macartismo, el racismo, el acoso sexual, misoginia y nacionalismo exacerbado que encarna Michael Shannon como el jefe de seguridad que maltrata a la creatura acuática. Desde el principio de su bello filme, Guillermo del Toro pone sobre la mesa sus intenciones de fabulista: una secuencia submarina con venas adhesivas al Realismo Mágico y a la parte final de la película de Jaime Humberto Hermosillo, El verano de la señora Forbes/ 1988. La carretada de premios que se ha agenciado La forma del agua (León de Oro en Venecia, Globo de Oro) hace presuponer que el Óscar para Guillermo del Toro está más que cantado…

La maduración del oficio, al parecer, a los más grandes cineastas les llega después de los cincuenta años de edad. Y ya instalados en esa franja de vida, son capaces de esmerilar su mirada estilística a niveles rayanos con la maestría.

Eso es lo que es La forma del agua, una pieza magistral de cine de Guillermo del Toro donde abriga –con una poderosa verdeazulada poesía visual – a seres (literalmente) excluidos de una normalidad consensuada bajo la perspectiva de una uniformidad occidentalizada y los ofrece al espectador actual no con tono lastimero, más bien con pulsación orgánica. La historia de Eliza/ Sally Hawkins, trabajadora nocturna de limpieza en un complejo militar en Estados Unidos a principios de la década de los sesentas, es llevada por Del Toro por caminos del cuento de hadas y del cine fantástico (tan inherente e irrenunciable al director tapatío) al relacionarla con un ser amazónico anfibio que será objeto de experimentación científica. Sin embargo, La forma del agua es, antes que nada, cine noir con todas sus cartas credenciales: un asunto/ thriller elucubrado por resolver, aventuras de los protagonistas en ambientes nocturnos o lluviosos, amén de vivir en reductos donde un hotel o la luz de éste parpadea por alguna ventana. Las referencias evidentes (El monstruo de la laguna negra/ 1954 y ciertas cintas musicales y serie B de los cincuenta) son apostillas inteligentes que no entorpecen o distraen el relato de Eliza, su amiga afroamericana Zelda/ Octavia Spencer, y su vecino dibujante gay, sino que lo revisten de una plausible eficacia narrativa enfatizada por la puntual partitura de Alexandre Desplat. Con La forma del agua estamos ante una auténtica carta de amor al cine por parte de Guillermo del Toro. Está toda su pasión y prurito de homenaje a sus más caras influencias de cinéfilo. Y, sobre todo, está la voz de un poeta de la imagen que sabe que la alegoría llevada con la solvencia ética y estética es uno de los tentáculos de la denuncia ante avatares ideologizantes e intolerantes: el macartismo, el racismo, el acoso sexual, misoginia y nacionalismo exacerbado que encarna Michael Shannon como el jefe de seguridad que maltrata a la creatura acuática. Desde el principio de su bello filme, Guillermo del Toro pone sobre la mesa sus intenciones de fabulista: una secuencia submarina con venas adhesivas al Realismo Mágico y a la parte final de la película de Jaime Humberto Hermosillo, El verano de la señora Forbes/ 1988. La carretada de premios que se ha agenciado La forma del agua (León de Oro en Venecia, Globo de Oro) hace presuponer que el Óscar para Guillermo del Toro está más que cantado…