/ domingo 3 de marzo de 2019

La mujer del año

La mujer del año

¿Qué mujer no aceptaría competir, si acaso se le invitara, para obtener el honroso título de la mujer del año?

Estoy cierto que más de alguna sería nominada debido a su hermosura física, a sus proporciones ideales y posiblemente de muchas de ellas hasta harían calendarios, para deleite de quienes sabe apreciar la belleza femenina, en toda su magia y su esplendor.

Otras tal vez serían candidatas a esa distinción por ser emprendedoras, por dar trabajo a muchas personas; negociar con clientes y proveedores; obtener ganancias en el mercado bursátil, y ser hábiles administradoras de sus negocios, pequeños o grandes. Lo que evidentemente es muy meritorio, en este mundo diseñado por y para hombres.

Quizás otras serían igualmente invitadas a participar en esa contienda por ser escritoras, poetisas, artistas, actrices laureadas, maestras de Universidades prestigiosas, premios Nobel, viajeras incansables en la galopante y seductora globalización que tanto nos atrae, o por ser competitivas, capaces, inteligentes y sensatas. Agraciadas tanto por su belleza como por su vasta cultura, merecerían sin duda competir y ganar.

Y a algunas también, quizás en menor número, se les nominaría por ser políticas de altos vuelos, grandes oradoras, líderes de sus comunidades, dirigentes de partidos y de gobiernos, creadoras de infraestructuras sociales útiles para la comunidad donde viven, especialmente en sus estratos más vulnerables, apoyos invaluables en este mundo que con su aportación puede crecer más armónica y equilibradamente. Por lo que sería justo que también fueran invitadas a participar.

Pero hay otras mujeres que tal vez ni siquiera del concurso se enterarían, y aunque lo supieran, seguramente no serían convocadas al certamen.

Son las que no dan las proporciones para Miss Universo, no han escrito libros, ni se han dedicado a la política, ni dirigen una empresa lucrativa y muchas de ellas tal vez ni siquiera fueron a la escuela. No son famosas, ni reconocidas, ni brillantes, pero con su esfuerzo cotidiano y rutinario, han hecho la diferencia.

Son las emprendedoras de su propio hogar, a las que abruma el quehacer de la casa, para muchos intrascendente; las que tienen dobles y triples roles pues además trabajan, atienden niños y maridos fatigados, saben de médicos, escuelas, uniformes y gastos para los que no hay nunca suficiente. Las que saben del vaporub, el jarabe para la tos, la fiebre y las noches en vela.

Se debe sin embargo hacer aquí una aclaración muy importante: Sin duda muchas de las mujeres antes mencionadas también saben de todos estos afanes y desvelos, por lo que muchas veces ven multiplicados sus muy variados papeles en la vida cotidiana. Desde luego que eso no está a discusión. No obstante creo que se debería invitar también a aquellas otras a las que los reflectores no siguen y cuya importancia es a menudo olvidada por nuestra sociedad, que por desgracia gusta de festejar íconos sólo para el consumo de los devotos del espejo social y la alfombra roja merezcan o no ese privilegio.

Por eso afirmo que habría que convocar también a dicha competencia a todas aquellas mujeres que se levantan cuando todavía está oscuro, tarde apagan su lámpara y cuidan con devoción de su casa. Las que lavan los platos a mano pues no tienen un lavavajillas; las que tienden, y planchan la ropa de todos y además se dan tiempo para adornar sus mejillas como pueden, pues a veces hasta el cosmético les resulta prohibitivo. Las que comen con sus hijos, rezan con ellos y cuya familia es todo su corazón. Las que tal vez no estudiaron, pero su educación es mucha porque su universidad ha sido la vida misma. Y sienten gratificante hacer todo eso que finalmente constituye su propia recompensa.

Se debería convocar a aquellas mujeres para las que no hay días festivos; las que se quitan el mandil para correr a alcanzar el micro que las llevará al trabajo rutinario; las que enseñan por un salario pobre, porque su escuela es humilde; las que siembran nuestros campos, en medio del día y el calor y no saben del aire acondicionado. A nuestras sirvientas, nuestras enfermeras, nuestras religiosas, las mujeres humildes, las que separan con pena cosas del supermercado porque no les alcanzó el dinero que llevaban y caminan con aquellas pesadas bolsas que doblan su cuerpo pero jamás doblegarán su espíritu.

Aquellas mujeres para quienes la tecnología no ha llegado todavía, ignoran lo que es Internet o cómo se maneja una app, un smartphone o Instagram, pero aún llevan a sus hijos a la escuela, son incansables, esforzadas y admirables, mujeres sencillas que, cuando no reconocemos su valía, acabamos por no desconocernos a nosotros mismos.

Una cosa es cierta. Al final del día aceptaremos que todas las mujeres son igualmente bellas, porque son la magia y el misterio a través del cual es definida nuestra misma naturaleza esencial, y por ello constituyen “la mejor parte de nuestras vidas” Y por ello deberían, sin distingo alguno, concursar, ganar y ser coronadas, cada una, como “la mujer del año”.

Pero todos los años de su vida. Y de la nuestra también.

La mujer del año

¿Qué mujer no aceptaría competir, si acaso se le invitara, para obtener el honroso título de la mujer del año?

Estoy cierto que más de alguna sería nominada debido a su hermosura física, a sus proporciones ideales y posiblemente de muchas de ellas hasta harían calendarios, para deleite de quienes sabe apreciar la belleza femenina, en toda su magia y su esplendor.

Otras tal vez serían candidatas a esa distinción por ser emprendedoras, por dar trabajo a muchas personas; negociar con clientes y proveedores; obtener ganancias en el mercado bursátil, y ser hábiles administradoras de sus negocios, pequeños o grandes. Lo que evidentemente es muy meritorio, en este mundo diseñado por y para hombres.

Quizás otras serían igualmente invitadas a participar en esa contienda por ser escritoras, poetisas, artistas, actrices laureadas, maestras de Universidades prestigiosas, premios Nobel, viajeras incansables en la galopante y seductora globalización que tanto nos atrae, o por ser competitivas, capaces, inteligentes y sensatas. Agraciadas tanto por su belleza como por su vasta cultura, merecerían sin duda competir y ganar.

Y a algunas también, quizás en menor número, se les nominaría por ser políticas de altos vuelos, grandes oradoras, líderes de sus comunidades, dirigentes de partidos y de gobiernos, creadoras de infraestructuras sociales útiles para la comunidad donde viven, especialmente en sus estratos más vulnerables, apoyos invaluables en este mundo que con su aportación puede crecer más armónica y equilibradamente. Por lo que sería justo que también fueran invitadas a participar.

Pero hay otras mujeres que tal vez ni siquiera del concurso se enterarían, y aunque lo supieran, seguramente no serían convocadas al certamen.

Son las que no dan las proporciones para Miss Universo, no han escrito libros, ni se han dedicado a la política, ni dirigen una empresa lucrativa y muchas de ellas tal vez ni siquiera fueron a la escuela. No son famosas, ni reconocidas, ni brillantes, pero con su esfuerzo cotidiano y rutinario, han hecho la diferencia.

Son las emprendedoras de su propio hogar, a las que abruma el quehacer de la casa, para muchos intrascendente; las que tienen dobles y triples roles pues además trabajan, atienden niños y maridos fatigados, saben de médicos, escuelas, uniformes y gastos para los que no hay nunca suficiente. Las que saben del vaporub, el jarabe para la tos, la fiebre y las noches en vela.

Se debe sin embargo hacer aquí una aclaración muy importante: Sin duda muchas de las mujeres antes mencionadas también saben de todos estos afanes y desvelos, por lo que muchas veces ven multiplicados sus muy variados papeles en la vida cotidiana. Desde luego que eso no está a discusión. No obstante creo que se debería invitar también a aquellas otras a las que los reflectores no siguen y cuya importancia es a menudo olvidada por nuestra sociedad, que por desgracia gusta de festejar íconos sólo para el consumo de los devotos del espejo social y la alfombra roja merezcan o no ese privilegio.

Por eso afirmo que habría que convocar también a dicha competencia a todas aquellas mujeres que se levantan cuando todavía está oscuro, tarde apagan su lámpara y cuidan con devoción de su casa. Las que lavan los platos a mano pues no tienen un lavavajillas; las que tienden, y planchan la ropa de todos y además se dan tiempo para adornar sus mejillas como pueden, pues a veces hasta el cosmético les resulta prohibitivo. Las que comen con sus hijos, rezan con ellos y cuya familia es todo su corazón. Las que tal vez no estudiaron, pero su educación es mucha porque su universidad ha sido la vida misma. Y sienten gratificante hacer todo eso que finalmente constituye su propia recompensa.

Se debería convocar a aquellas mujeres para las que no hay días festivos; las que se quitan el mandil para correr a alcanzar el micro que las llevará al trabajo rutinario; las que enseñan por un salario pobre, porque su escuela es humilde; las que siembran nuestros campos, en medio del día y el calor y no saben del aire acondicionado. A nuestras sirvientas, nuestras enfermeras, nuestras religiosas, las mujeres humildes, las que separan con pena cosas del supermercado porque no les alcanzó el dinero que llevaban y caminan con aquellas pesadas bolsas que doblan su cuerpo pero jamás doblegarán su espíritu.

Aquellas mujeres para quienes la tecnología no ha llegado todavía, ignoran lo que es Internet o cómo se maneja una app, un smartphone o Instagram, pero aún llevan a sus hijos a la escuela, son incansables, esforzadas y admirables, mujeres sencillas que, cuando no reconocemos su valía, acabamos por no desconocernos a nosotros mismos.

Una cosa es cierta. Al final del día aceptaremos que todas las mujeres son igualmente bellas, porque son la magia y el misterio a través del cual es definida nuestra misma naturaleza esencial, y por ello constituyen “la mejor parte de nuestras vidas” Y por ello deberían, sin distingo alguno, concursar, ganar y ser coronadas, cada una, como “la mujer del año”.

Pero todos los años de su vida. Y de la nuestra también.