/ domingo 18 de noviembre de 2018

La revolución que viene

Ante el asombrado rostro del hombre, y en un despliegue globalizador de milagrería, una nueva revolución de características históricamente originales se presenta inquietante y abrumadora. Estamos ante el nacimiento de una sociedad en la que la producción y el consumo, la calidad, la competitividad y la innovación tecnológica ocupan desde hace tiempo un lugar indiscutible. Y debemos estar preparados para lo que todo ello traerá como consecuencia inmediata.

Por las revoluciones libertarias, de las que la mexicana es una muestra viva, el hombre ha luchado incluso con su sangre, por su valor más importante: su propia libertad. El profundo sentimiento de la dignidad que como persona humana posee, ha sido finalmente reconocido: las democracias liberales, con todo y sus deficiencias, han llegado para quedarse entre los hombres como paradigma reivindicatorio de esa dignidad tantas veces pisoteada, y muy a pesar de los reductos de oprobiosa dominación que aún existen, sin olvidar la ola de conservadurismo nacionalista y libertario que avanza por el mundo con tintes democráticos.

Pero hemos olvidado que en ambos casos, la libertad conseguida no es tan sólo el derecho inalienable de cada uno de nosotros a buscar la plena satisfacción de sus deseos, sin otro límite que la libertad de los demás. La otra dimensión de ella es de tipo económico y lleva aparejado un concepto de competencia, casi inherente a su misma naturaleza. Al prevalecer el sistema de economía libre, cada hombre piensa que puede y debe crear sus propias opciones de bienestar y riqueza, al precio que sea y sin importar las consecuencias, por ejemplo endeudarse enajenando así su economía futura, para acabar siendo rehén de su propia libertad en la búsqueda de los bienes materiales. Es por esto que hace falta poner en el vértice de esa concepción de libertad otra revolución que perfeccione a la primera y obligue al hombre a definir su postura ante los principios que quiere defender y los antivalores que quiere rechazar. Y ésta no puede ser sino una revolución ética.

Si deslumbrado por la obtención de la libertad, el hombre no revoluciona su vida con una dimensión moral, creerá que es libre no sólo para diseñar su futuro, como pretenden los modernos “liberatarios” sino también para manipular su genética. Podrá obtener casi todo apretando la tecla de una computadora, accesando e intercambiando información y llenándose de conocimientos, pero no de sabiduría. Y alucinado por el descubrimiento de todas sus potencialidades se olvidará quizás de la responsabilidad personal de su manejo, creyendo con fatua presunción que es capaz de dominarlo todo, aunque sea incapaz de manejarse a sí mismo.

La revolución que ya está aquí, es sin duda la económica, la globalización el multilateralismo y la lucha por los mercados. Pero, paradójicamente, esto puede traer como resultado una defensa a ultranza el nacionalismo aislacionista, un relativismo en el concepto de la ética y la justicia, una visión no planetaria de la aventura humana, en la que probablemente el hombre acabará convirtiéndose en enemigo del hombre.

Y esto ya empezamos a verlo en a visión puramente egocéntrica y nacionalista, en la que el hombre parece olvidarse de la existencia de ideales, de pautas universales de conducta y de tareas éticas superiores, por las que en última instancia es esencialmente definido. Es por ello que esa libertad que tanto trabajo le costó obtener debe llevar implícita la obligación de hacer de este mundo un lugar mejor para vivir, pero para todos, no nada más para unos cuantos, asignatura pendiente que el egoísmo nos impide casi siempre cumplir.

Pero si aceptamos el reto de la libertad como la posibilidad de un diseño humano en la benevolencia, el cuidado, la justicia y la economía moral, y asumimos la responsabilidad que la libertad misma conlleva, la revolución que viene por igual el desarrollo común y la calidad de vida para todos e invitará por igual a los seres humanos al esplendente banquete de la vida. La utopía entonces será realidad por la acción del hombre que viéndose a sí mismo, se encontrará con la auténtica verdad de su existir: la dimensión ética es la única que puede impedir la colonización de su espíritu hecho para más.

B.F. Skinner afirma en su libro “Más allá de la dignidad y la libertad”, que si el hombre no es capaz de enfrentar, a través de la reanimación de ideales éticos, los retos inherentes a su propia revolución interior, acabará por abdicar de la libertad misma. Y entonces aquello por lo que durante tanto tiempo luchó y que anheló, se convertirá en el germen de su propia destrucción. Lo que aún estamos a tiempo de evitar, si nos lo proponemos.


Ante el asombrado rostro del hombre, y en un despliegue globalizador de milagrería, una nueva revolución de características históricamente originales se presenta inquietante y abrumadora. Estamos ante el nacimiento de una sociedad en la que la producción y el consumo, la calidad, la competitividad y la innovación tecnológica ocupan desde hace tiempo un lugar indiscutible. Y debemos estar preparados para lo que todo ello traerá como consecuencia inmediata.

Por las revoluciones libertarias, de las que la mexicana es una muestra viva, el hombre ha luchado incluso con su sangre, por su valor más importante: su propia libertad. El profundo sentimiento de la dignidad que como persona humana posee, ha sido finalmente reconocido: las democracias liberales, con todo y sus deficiencias, han llegado para quedarse entre los hombres como paradigma reivindicatorio de esa dignidad tantas veces pisoteada, y muy a pesar de los reductos de oprobiosa dominación que aún existen, sin olvidar la ola de conservadurismo nacionalista y libertario que avanza por el mundo con tintes democráticos.

Pero hemos olvidado que en ambos casos, la libertad conseguida no es tan sólo el derecho inalienable de cada uno de nosotros a buscar la plena satisfacción de sus deseos, sin otro límite que la libertad de los demás. La otra dimensión de ella es de tipo económico y lleva aparejado un concepto de competencia, casi inherente a su misma naturaleza. Al prevalecer el sistema de economía libre, cada hombre piensa que puede y debe crear sus propias opciones de bienestar y riqueza, al precio que sea y sin importar las consecuencias, por ejemplo endeudarse enajenando así su economía futura, para acabar siendo rehén de su propia libertad en la búsqueda de los bienes materiales. Es por esto que hace falta poner en el vértice de esa concepción de libertad otra revolución que perfeccione a la primera y obligue al hombre a definir su postura ante los principios que quiere defender y los antivalores que quiere rechazar. Y ésta no puede ser sino una revolución ética.

Si deslumbrado por la obtención de la libertad, el hombre no revoluciona su vida con una dimensión moral, creerá que es libre no sólo para diseñar su futuro, como pretenden los modernos “liberatarios” sino también para manipular su genética. Podrá obtener casi todo apretando la tecla de una computadora, accesando e intercambiando información y llenándose de conocimientos, pero no de sabiduría. Y alucinado por el descubrimiento de todas sus potencialidades se olvidará quizás de la responsabilidad personal de su manejo, creyendo con fatua presunción que es capaz de dominarlo todo, aunque sea incapaz de manejarse a sí mismo.

La revolución que ya está aquí, es sin duda la económica, la globalización el multilateralismo y la lucha por los mercados. Pero, paradójicamente, esto puede traer como resultado una defensa a ultranza el nacionalismo aislacionista, un relativismo en el concepto de la ética y la justicia, una visión no planetaria de la aventura humana, en la que probablemente el hombre acabará convirtiéndose en enemigo del hombre.

Y esto ya empezamos a verlo en a visión puramente egocéntrica y nacionalista, en la que el hombre parece olvidarse de la existencia de ideales, de pautas universales de conducta y de tareas éticas superiores, por las que en última instancia es esencialmente definido. Es por ello que esa libertad que tanto trabajo le costó obtener debe llevar implícita la obligación de hacer de este mundo un lugar mejor para vivir, pero para todos, no nada más para unos cuantos, asignatura pendiente que el egoísmo nos impide casi siempre cumplir.

Pero si aceptamos el reto de la libertad como la posibilidad de un diseño humano en la benevolencia, el cuidado, la justicia y la economía moral, y asumimos la responsabilidad que la libertad misma conlleva, la revolución que viene por igual el desarrollo común y la calidad de vida para todos e invitará por igual a los seres humanos al esplendente banquete de la vida. La utopía entonces será realidad por la acción del hombre que viéndose a sí mismo, se encontrará con la auténtica verdad de su existir: la dimensión ética es la única que puede impedir la colonización de su espíritu hecho para más.

B.F. Skinner afirma en su libro “Más allá de la dignidad y la libertad”, que si el hombre no es capaz de enfrentar, a través de la reanimación de ideales éticos, los retos inherentes a su propia revolución interior, acabará por abdicar de la libertad misma. Y entonces aquello por lo que durante tanto tiempo luchó y que anheló, se convertirá en el germen de su propia destrucción. Lo que aún estamos a tiempo de evitar, si nos lo proponemos.