/ domingo 8 de agosto de 2021

La soledad humana

“…A veces nuestra soledad no es más que nuestro miedo a la vida…”

Eugenio ONeill

En el principio hizo Dios al hombre, para que siendo testimonio vivo de su Creador, hiciera posible la difusión del Amor sobre la tierra. Y al hacerlo le llenó de inquietudes por saber, afanes de búsqueda y ansias de crecimiento.

Quiso también que todo el esfuerzo que hiciera por lograrlo fuera infecundo, si hubiera tenido que hacerlo sólo para él mismo, sin alguien con quién compartirlo, ya que de esa manera tendría únicamente como herencia su propia soledad. Por eso Dios pensó -dice el Libro Santo- que no era bueno que el hombre estuviera solo, le creó una compañía semejante a él y le proporcionó a la naturaleza humana un sello distinto: el hombre debería ser capaz de ver en los demás la imagen viva y mil veces repetida de sí mismo.

Todos los psicólogos modernos están de acuerdo en afirmar que, sin la compañía de los demás, el hombre perecería. Aristóteles nos describió como “animales políticos y sociales”. Por eso anhelamos siempre crear vínculos con otros seres humanos y su ausencia es fatal para nuestra propia supervivencia.

En las cárceles, el peor castigo que se puede dar a un reo indisciplinado no consiste en enviarlo a hacer trabajo forzado, sino enviarlo al confinamiento solitario, pues el negarle alternar con los demás, castiga y empobrece duramente su espíritu. De igual forma, no ser tomados en cuenta por aquellos que amamos, representa una crueldad que nadie quiere para sí. La soledad nos agravia y humilla por cuanto que Dios mismo quiso que en nuestra naturaleza quedara inscrita como aspiración el que todos nos acompañáramos en el viaje.

Quizás sea ahora, cuando la humanidad vive tiempos tan difíciles y dolorosos, por la crueldad de esta terrible pandemia que implacable se puso a nuestras espaldas, que podamos entender cabalmente, lo que en verdad significa la soledad humana.

Tal vez en estas circunstancias, en las que los niños de las escuelas ven solo una pantalla de televisión o de otro dispositivo móvil, (los que lo tienen, porque habrá muchos que no puedan tenerlo) mientras un profesor distante trata esforzadamente de comunicar a sus alumnos algo que semeja una clase, quizás ahora que sentimos duramente la urgencia que tenemos de platicar con los amigos, abrazar a nuestros padres y nuestros hijos; sentir la suave ternura de los abuelos a quienes no podemos ni visitar siquiera y en que hasta Dios mismo parece haberse ausentado de nuestras plegarias, podamos en verdad comprender lo que en el camino perdimos y que tal vez nunca supimos valorar.

Quizás ahora veamos, ciega y claramente cómo fue que perdimos el rumbo de la auténtica trascendencia, cambiándola por otra, con la que, alucinados por fantasías e ilusiones vanas, terminamos desnaturalizando la esencia misma de nuestro ser racional y social que es estar con el otro, participar con el otro, escuchar al otro y sentir con el otro creyendo que podríamos lograrlo con la fórmula simplista de acercar a los lejanos, mientras nos alejábamos de los cercanos.

Y fue así que olvidamos a nuestra pareja por estar atados a un sistema binario; hicimos a un lado a los hijos, mientras ellos nos intercambiaban por un juego o una red social que les colonizó el cerebro y los hizo realmente esclavos de sus reflejos condicionados y sus sistemas de recompensas. Pero por desgracia, sólo de aquellos cuya gratificación era fácil, pero no valiosa para su espíritu inmortal.

Sin duda una de las grandes lecciones heredadas de esta dolorosa tragedia, es la comprensión de lo que, a pesar de todo, ella nos dejó como enseñanza. Para quien piense que la normalidad, tal como la habíamos entendido está ya de vuelta, no ha dimensionado en su justa medida lo que ha tocado vivir y lo que le falta.

Fue como si de repente nos vieramos en una tormenta, en la que muchos pasajeros caían en el mar tempestuoso y nadie supiera de cierto cuándo, cómo y dónde sería el nuevo desembarco. Pero con una conciencia de nueva de que si este no va acompañado de nuevas premisas para todos, navegantes y pasajeros, “protocolos” dicen los eruditos, tales como cambiar de mentalidad, ser solidarios, participar en nuestras comunidades, vencer el egoísmo, ser compasivos, respetuosos, incluyentes y empáticos, las nuevas olas seguirán llegando, mientras esperamos nuestro turno para naufragar.

Si la soledad nos hiere, y más cuando se presenta de improviso, deberíamos entender que ella es una condición de nuestra naturaleza para que insospechadamente descubramos la necesidad que tenemos de buscar en los demás el complemento de nuestra vida. La validez de esto es mucho más aceptable, si sencillamente somos capaces de internalizar la belleza y verdad que hay en esta sentencia del Budismo Zen: “… el sol que le da al otro, me da a mí también…y el aire que respiro, también lo respira el otro... porque todos somos uno... todos estamos conectados…”

Federico Nietszche afirmó que “nacimos solos y morimos solos. Por eso mientras vivimos, estamos tan patéticamente unidos unos con otros”. Esta es una manera triste de explicar nuestra necesidad de compañía, al emplear la palabra “patéticamente” Sin duda es más optimista lo que un poeta inglés dijo una vez: “amamos para no estar solos”.

En realidad, la verdadera redención humana está en eso, en la tenaz cuanto apasionada búsqueda del amor, que todo lo da sin esperar nada a cambio. Porque definitivamente es cierto que si amamos con autenticidad, no necesitaremos nada más y nuestro corazón no será ya nunca un cazador solitario.

“…A veces nuestra soledad no es más que nuestro miedo a la vida…”

Eugenio ONeill

En el principio hizo Dios al hombre, para que siendo testimonio vivo de su Creador, hiciera posible la difusión del Amor sobre la tierra. Y al hacerlo le llenó de inquietudes por saber, afanes de búsqueda y ansias de crecimiento.

Quiso también que todo el esfuerzo que hiciera por lograrlo fuera infecundo, si hubiera tenido que hacerlo sólo para él mismo, sin alguien con quién compartirlo, ya que de esa manera tendría únicamente como herencia su propia soledad. Por eso Dios pensó -dice el Libro Santo- que no era bueno que el hombre estuviera solo, le creó una compañía semejante a él y le proporcionó a la naturaleza humana un sello distinto: el hombre debería ser capaz de ver en los demás la imagen viva y mil veces repetida de sí mismo.

Todos los psicólogos modernos están de acuerdo en afirmar que, sin la compañía de los demás, el hombre perecería. Aristóteles nos describió como “animales políticos y sociales”. Por eso anhelamos siempre crear vínculos con otros seres humanos y su ausencia es fatal para nuestra propia supervivencia.

En las cárceles, el peor castigo que se puede dar a un reo indisciplinado no consiste en enviarlo a hacer trabajo forzado, sino enviarlo al confinamiento solitario, pues el negarle alternar con los demás, castiga y empobrece duramente su espíritu. De igual forma, no ser tomados en cuenta por aquellos que amamos, representa una crueldad que nadie quiere para sí. La soledad nos agravia y humilla por cuanto que Dios mismo quiso que en nuestra naturaleza quedara inscrita como aspiración el que todos nos acompañáramos en el viaje.

Quizás sea ahora, cuando la humanidad vive tiempos tan difíciles y dolorosos, por la crueldad de esta terrible pandemia que implacable se puso a nuestras espaldas, que podamos entender cabalmente, lo que en verdad significa la soledad humana.

Tal vez en estas circunstancias, en las que los niños de las escuelas ven solo una pantalla de televisión o de otro dispositivo móvil, (los que lo tienen, porque habrá muchos que no puedan tenerlo) mientras un profesor distante trata esforzadamente de comunicar a sus alumnos algo que semeja una clase, quizás ahora que sentimos duramente la urgencia que tenemos de platicar con los amigos, abrazar a nuestros padres y nuestros hijos; sentir la suave ternura de los abuelos a quienes no podemos ni visitar siquiera y en que hasta Dios mismo parece haberse ausentado de nuestras plegarias, podamos en verdad comprender lo que en el camino perdimos y que tal vez nunca supimos valorar.

Quizás ahora veamos, ciega y claramente cómo fue que perdimos el rumbo de la auténtica trascendencia, cambiándola por otra, con la que, alucinados por fantasías e ilusiones vanas, terminamos desnaturalizando la esencia misma de nuestro ser racional y social que es estar con el otro, participar con el otro, escuchar al otro y sentir con el otro creyendo que podríamos lograrlo con la fórmula simplista de acercar a los lejanos, mientras nos alejábamos de los cercanos.

Y fue así que olvidamos a nuestra pareja por estar atados a un sistema binario; hicimos a un lado a los hijos, mientras ellos nos intercambiaban por un juego o una red social que les colonizó el cerebro y los hizo realmente esclavos de sus reflejos condicionados y sus sistemas de recompensas. Pero por desgracia, sólo de aquellos cuya gratificación era fácil, pero no valiosa para su espíritu inmortal.

Sin duda una de las grandes lecciones heredadas de esta dolorosa tragedia, es la comprensión de lo que, a pesar de todo, ella nos dejó como enseñanza. Para quien piense que la normalidad, tal como la habíamos entendido está ya de vuelta, no ha dimensionado en su justa medida lo que ha tocado vivir y lo que le falta.

Fue como si de repente nos vieramos en una tormenta, en la que muchos pasajeros caían en el mar tempestuoso y nadie supiera de cierto cuándo, cómo y dónde sería el nuevo desembarco. Pero con una conciencia de nueva de que si este no va acompañado de nuevas premisas para todos, navegantes y pasajeros, “protocolos” dicen los eruditos, tales como cambiar de mentalidad, ser solidarios, participar en nuestras comunidades, vencer el egoísmo, ser compasivos, respetuosos, incluyentes y empáticos, las nuevas olas seguirán llegando, mientras esperamos nuestro turno para naufragar.

Si la soledad nos hiere, y más cuando se presenta de improviso, deberíamos entender que ella es una condición de nuestra naturaleza para que insospechadamente descubramos la necesidad que tenemos de buscar en los demás el complemento de nuestra vida. La validez de esto es mucho más aceptable, si sencillamente somos capaces de internalizar la belleza y verdad que hay en esta sentencia del Budismo Zen: “… el sol que le da al otro, me da a mí también…y el aire que respiro, también lo respira el otro... porque todos somos uno... todos estamos conectados…”

Federico Nietszche afirmó que “nacimos solos y morimos solos. Por eso mientras vivimos, estamos tan patéticamente unidos unos con otros”. Esta es una manera triste de explicar nuestra necesidad de compañía, al emplear la palabra “patéticamente” Sin duda es más optimista lo que un poeta inglés dijo una vez: “amamos para no estar solos”.

En realidad, la verdadera redención humana está en eso, en la tenaz cuanto apasionada búsqueda del amor, que todo lo da sin esperar nada a cambio. Porque definitivamente es cierto que si amamos con autenticidad, no necesitaremos nada más y nuestro corazón no será ya nunca un cazador solitario.