/ lunes 18 de febrero de 2019

La tierra que me llama

La tierra que me llama

Tampico es la tierra que me llama, me grita, me arrulla y me estalla en las arterias. Es la ciudad que amo, odio, extraño, rechazo, busco. Es el puerto al que le sigo llorando.

Tampico es mi pueblo, mi sino, mi sangre abstracta, mi cordón umbilical con un pasado que sigue alargándome preguntas. A Tampico lo llevo hasta el final de mis días como un duende cuya fábula ennegrece bajo los crepúsculos aún oxidados del Paseo Bellavista.

Entre las manos se van el agua y los años, los atardeceres de mayo y los cantos de Eva desde su cuarto de manzanas cerrado a cuatro llaves.

Todo lo que parece cierto es, hasta la saciedad, parte de los diarios colores del arcoíris de cada quien. Alrededor todo es terapéutico, fácil de asimilar.

El aire, hálito de Dios, lleva voces y vidas, fraudes del intelecto (ilusiones perdidas) y ecos de malvenidas.

A Tampico llegan marineros y gentes con ojos de tigre, de palomas y colibríes espléndidos.

En Tampico cabemos todos porque esto es un puerto donde al vaivén del Pánuco duermen odios y lamentos, proyectos culturales y ángeles que los apoyan.

Todo lo que parece cierto es de bruma, de color vacui en las horas decisivas. Y, cuando el calor del puerto golpea en tu puerta y en tu nuca en forma de sudor-hilo, piensas que has cumplido la faena del día.

En unos versos Francisco Hernández apunta: “El amor, rodeado casi siempre por un antojo/ de olvido, avanza resuelto hacia las trampas/ creadas para cazar osos con piel de leopardo/ y serpientes con plumaje de cóndor.”

En Tampico se ama rico, literalmente transpiras por un amor. Y aunque no hay cóndores pero sí palomas que te dicen que todo es transitorio, te vas al amar y te mojas los pies y las ideas y ves que la piel se te sale del alma para ajustarte a la premisa aristotélica de aceptar todo como es.

En Tampico hay fábulas no contadas, espejos enterrados, vicisitudes de princesas que aún buscan un reino. La fábula nos devuelve al personaje bañado de él mismo, es decir, de horror cotidiano. Nada cambia excepto todo. La fábula es una ciudad en ruinas mirándose en el espejo de un recuerdo lelo. Pero también hay Ícaros en las esquinas, en las recámaras, en los salones. Alas derretidas por la fugacidad del miedo que ofrece diálogos espesos. ¿Qué me une aTampico? La oscuridad es una vagina de temores.

Amo Tampico porque me pertenece, como un viejo amor que ni se olvida ni se deja…

La tierra que me llama

Tampico es la tierra que me llama, me grita, me arrulla y me estalla en las arterias. Es la ciudad que amo, odio, extraño, rechazo, busco. Es el puerto al que le sigo llorando.

Tampico es mi pueblo, mi sino, mi sangre abstracta, mi cordón umbilical con un pasado que sigue alargándome preguntas. A Tampico lo llevo hasta el final de mis días como un duende cuya fábula ennegrece bajo los crepúsculos aún oxidados del Paseo Bellavista.

Entre las manos se van el agua y los años, los atardeceres de mayo y los cantos de Eva desde su cuarto de manzanas cerrado a cuatro llaves.

Todo lo que parece cierto es, hasta la saciedad, parte de los diarios colores del arcoíris de cada quien. Alrededor todo es terapéutico, fácil de asimilar.

El aire, hálito de Dios, lleva voces y vidas, fraudes del intelecto (ilusiones perdidas) y ecos de malvenidas.

A Tampico llegan marineros y gentes con ojos de tigre, de palomas y colibríes espléndidos.

En Tampico cabemos todos porque esto es un puerto donde al vaivén del Pánuco duermen odios y lamentos, proyectos culturales y ángeles que los apoyan.

Todo lo que parece cierto es de bruma, de color vacui en las horas decisivas. Y, cuando el calor del puerto golpea en tu puerta y en tu nuca en forma de sudor-hilo, piensas que has cumplido la faena del día.

En unos versos Francisco Hernández apunta: “El amor, rodeado casi siempre por un antojo/ de olvido, avanza resuelto hacia las trampas/ creadas para cazar osos con piel de leopardo/ y serpientes con plumaje de cóndor.”

En Tampico se ama rico, literalmente transpiras por un amor. Y aunque no hay cóndores pero sí palomas que te dicen que todo es transitorio, te vas al amar y te mojas los pies y las ideas y ves que la piel se te sale del alma para ajustarte a la premisa aristotélica de aceptar todo como es.

En Tampico hay fábulas no contadas, espejos enterrados, vicisitudes de princesas que aún buscan un reino. La fábula nos devuelve al personaje bañado de él mismo, es decir, de horror cotidiano. Nada cambia excepto todo. La fábula es una ciudad en ruinas mirándose en el espejo de un recuerdo lelo. Pero también hay Ícaros en las esquinas, en las recámaras, en los salones. Alas derretidas por la fugacidad del miedo que ofrece diálogos espesos. ¿Qué me une aTampico? La oscuridad es una vagina de temores.

Amo Tampico porque me pertenece, como un viejo amor que ni se olvida ni se deja…