/ miércoles 15 de mayo de 2019

Con café y a media luz | Larga vida a los maestros

En segundo de secundaria, uno de los maestros más temidos por los alumnos era el Lic. Salvador Pérez Ceballos.

De cabello completamente cano y ojos de color claro, ese profesor normalista de la vieja escuela estaba especializado en las ciencias biológicas y, por tanto, era el responsable del cuerpo académico de ciencias naturales en aquella lejana primera mitad de los años noventa en la Escuela Federal de dicho nivel No. 2 “Lauro Aguirre” de Tampico.

Al transitar por la tumultuosa y atropellada ruta de la adolescencia, etapa en la que creemos que somos poseedores de la verdad absoluta, lo taché de mal maestro porque, sin percatarme de ello, nos exigía más que cualquier otro de los profesores por una razón: porque gritaba en el salón para animarnos a ser mejores y, torpemente, considerábamos sus exabruptos como actos intimidatorios. Hoy, a la distancia, observo que no fue así y que siempre persiguió la mejor de las intenciones: Sacarnos de la flojera, el fastidio y vencer nuestros temores.

Fue allí, en esa aula y en su materia, cuando se me obligó a preparar una clase relativa a las partes de la flor. Aún recuerdo cómo temblé momentos antes de que me pidiera pasar al frente y señalar en un diagrama lo que había estudiado una noche antes. Debo reconocer que pudo más en mí el temor al regaño que a ser observado. Al estar de pie dando la espalda al grupo, podía sentir la mirada de mis compañeros en la nuca y escuchar su respiración tan tensa como la mía. No hay otra palabra, ¡Era miedo!

Apreté los puños y mientras señalaba con el dedo las secciones del dibujo, empecé a hablar con voz entrecortada. Reconozco que dudé, vacilé en respuestas y, quizá, seguramente, me equivoqué, no obstante, cada vez que trastabillaba volteaba al escritorio del docente, como esperando un regaño y, por el contrario, el hombre aquel me hacía una seña con la que me daba a entender que no me detuviera y yo obedecía.

Al finalizar mi pobre, núbil y hasta pueril intervención me giré y entonces pude percatarme del paisaje que representa los rostros de seres humanos atentos al trabajo de un docente. Una sensación de paz y emoción llenó mis entrañas y desde ese momento, contando con 13 años de edad, supe que deseaba ser maestro.

Desde hace poco más de quince años de mi andar por las aulas, le puedo compartir, gentil amigo lector, que nunca he conocido en esta parte del país a profesor alguno que no esté preocupado por el desarrollo, crecimiento y bienestar de sus educandos. Por el contrario, la constante en todos ellos es el sacrificio, el cúmulo de trabajo que se lleva a casa y una imperiosa necesidad de continuar preparándose para dar lo mejor de sí en sus clases.

Una característica primordial del maestro tamaulipeco y de esta parte de la región huasteca es su constante entrega y preparación a diferencia de otros que invierten su energía en actividades completamente ajenas a la actividad magisterial, y no me refiero nada más a las marchas o mítines que vemos en los medios de comunicación nacionales, sino a otra serie de conductas que distan mucho de lo que es ser un auténtico catedrático.

Recuerdo cómo, en cierto periodo vacacional que se vio interrumpido por la capacitación que el profesorado tiene y a la que debía asistir, me tuve que despedir de una reunión familiar en la que estaba participando una profesora proveniente de cierto y distante lugar que vino a disfrutar de las aguas del Golfo de México.

Como era de esperarse, se me cuestionó la razón de mi partida y, al escucharla, la maestra brincó de su silla y se sorprendió que, en Tamaulipas, hubiera cursos de capacitación para maestros y, el colmo, en lugar de aplaudirlo, reclamó la ausencia de plantones por parte del magisterio para impedir tal sacrilegio y me dijo muy oronda que, en su tierra, se hacía “…lo que los maestros decían”.

Fenómenos en masa como el que se cita en el párrafo anterior hacen de la labor magisterial una de las más incomprendidas de la sociedad y, del maestro, un ser duramente juzgado por el resto de las profesiones, olvidando que, sin importar si se es arquitecto, abogado o doctor, todos tienen como carrera madre a la docencia, que les enseñó a leer, escribir, sumar y entender.

Y es que la gran mayoría de las personas piensan que cuando suena el timbre, automáticamente la responsabilidad desaparece, y no es así.

Porque, aunque la impartición de la formación académica se circunscribe al entorno del aula, la preparación de la clase y la evaluación posterior del conocimiento adquirido es una labor que forzosamente se hace en el hogar, fuera del laboratorio de aprendizaje que representa el salón, robándole tiempo a la familia, a las actividades personales y a sí mismo, aunque esto represente poner en juego hasta la salud del individuo.

El profesor que ama su labor se desvela pensando en cómo hacer para que su explicación sea más clara, en motivar la curiosidad innata del alumno, en impulsarlo para que sea mejor, lo sanciona y reprende cuando así lo amerita y, se vuelve una guía no nada más instruccional sino hasta moral pues, en compañía de los padres, se convierte en una figura de suma valía para el crecimiento y transformación del niño o niña en ciudadano de bien para la patria mexicana.

Un docente es arquitecto de profesionistas, un doctor de almas, un abogado del conocimiento, un ingeniero desarrollador de intelectos, por todo eso y más, a mis amigos maestros que me siguen enseñando, a los que ya cumplieron su cita con el destino y a la que ocupa un lugar especial en mi vida, ¡muchas felicidades!

¡Hasta la próxima!

Escríbame a licajimenezmcc@hotmail.com y recuerde, para mañana ¡Despierte, no se duerma que será un gran día!

En segundo de secundaria, uno de los maestros más temidos por los alumnos era el Lic. Salvador Pérez Ceballos.

De cabello completamente cano y ojos de color claro, ese profesor normalista de la vieja escuela estaba especializado en las ciencias biológicas y, por tanto, era el responsable del cuerpo académico de ciencias naturales en aquella lejana primera mitad de los años noventa en la Escuela Federal de dicho nivel No. 2 “Lauro Aguirre” de Tampico.

Al transitar por la tumultuosa y atropellada ruta de la adolescencia, etapa en la que creemos que somos poseedores de la verdad absoluta, lo taché de mal maestro porque, sin percatarme de ello, nos exigía más que cualquier otro de los profesores por una razón: porque gritaba en el salón para animarnos a ser mejores y, torpemente, considerábamos sus exabruptos como actos intimidatorios. Hoy, a la distancia, observo que no fue así y que siempre persiguió la mejor de las intenciones: Sacarnos de la flojera, el fastidio y vencer nuestros temores.

Fue allí, en esa aula y en su materia, cuando se me obligó a preparar una clase relativa a las partes de la flor. Aún recuerdo cómo temblé momentos antes de que me pidiera pasar al frente y señalar en un diagrama lo que había estudiado una noche antes. Debo reconocer que pudo más en mí el temor al regaño que a ser observado. Al estar de pie dando la espalda al grupo, podía sentir la mirada de mis compañeros en la nuca y escuchar su respiración tan tensa como la mía. No hay otra palabra, ¡Era miedo!

Apreté los puños y mientras señalaba con el dedo las secciones del dibujo, empecé a hablar con voz entrecortada. Reconozco que dudé, vacilé en respuestas y, quizá, seguramente, me equivoqué, no obstante, cada vez que trastabillaba volteaba al escritorio del docente, como esperando un regaño y, por el contrario, el hombre aquel me hacía una seña con la que me daba a entender que no me detuviera y yo obedecía.

Al finalizar mi pobre, núbil y hasta pueril intervención me giré y entonces pude percatarme del paisaje que representa los rostros de seres humanos atentos al trabajo de un docente. Una sensación de paz y emoción llenó mis entrañas y desde ese momento, contando con 13 años de edad, supe que deseaba ser maestro.

Desde hace poco más de quince años de mi andar por las aulas, le puedo compartir, gentil amigo lector, que nunca he conocido en esta parte del país a profesor alguno que no esté preocupado por el desarrollo, crecimiento y bienestar de sus educandos. Por el contrario, la constante en todos ellos es el sacrificio, el cúmulo de trabajo que se lleva a casa y una imperiosa necesidad de continuar preparándose para dar lo mejor de sí en sus clases.

Una característica primordial del maestro tamaulipeco y de esta parte de la región huasteca es su constante entrega y preparación a diferencia de otros que invierten su energía en actividades completamente ajenas a la actividad magisterial, y no me refiero nada más a las marchas o mítines que vemos en los medios de comunicación nacionales, sino a otra serie de conductas que distan mucho de lo que es ser un auténtico catedrático.

Recuerdo cómo, en cierto periodo vacacional que se vio interrumpido por la capacitación que el profesorado tiene y a la que debía asistir, me tuve que despedir de una reunión familiar en la que estaba participando una profesora proveniente de cierto y distante lugar que vino a disfrutar de las aguas del Golfo de México.

Como era de esperarse, se me cuestionó la razón de mi partida y, al escucharla, la maestra brincó de su silla y se sorprendió que, en Tamaulipas, hubiera cursos de capacitación para maestros y, el colmo, en lugar de aplaudirlo, reclamó la ausencia de plantones por parte del magisterio para impedir tal sacrilegio y me dijo muy oronda que, en su tierra, se hacía “…lo que los maestros decían”.

Fenómenos en masa como el que se cita en el párrafo anterior hacen de la labor magisterial una de las más incomprendidas de la sociedad y, del maestro, un ser duramente juzgado por el resto de las profesiones, olvidando que, sin importar si se es arquitecto, abogado o doctor, todos tienen como carrera madre a la docencia, que les enseñó a leer, escribir, sumar y entender.

Y es que la gran mayoría de las personas piensan que cuando suena el timbre, automáticamente la responsabilidad desaparece, y no es así.

Porque, aunque la impartición de la formación académica se circunscribe al entorno del aula, la preparación de la clase y la evaluación posterior del conocimiento adquirido es una labor que forzosamente se hace en el hogar, fuera del laboratorio de aprendizaje que representa el salón, robándole tiempo a la familia, a las actividades personales y a sí mismo, aunque esto represente poner en juego hasta la salud del individuo.

El profesor que ama su labor se desvela pensando en cómo hacer para que su explicación sea más clara, en motivar la curiosidad innata del alumno, en impulsarlo para que sea mejor, lo sanciona y reprende cuando así lo amerita y, se vuelve una guía no nada más instruccional sino hasta moral pues, en compañía de los padres, se convierte en una figura de suma valía para el crecimiento y transformación del niño o niña en ciudadano de bien para la patria mexicana.

Un docente es arquitecto de profesionistas, un doctor de almas, un abogado del conocimiento, un ingeniero desarrollador de intelectos, por todo eso y más, a mis amigos maestros que me siguen enseñando, a los que ya cumplieron su cita con el destino y a la que ocupa un lugar especial en mi vida, ¡muchas felicidades!

¡Hasta la próxima!

Escríbame a licajimenezmcc@hotmail.com y recuerde, para mañana ¡Despierte, no se duerma que será un gran día!